Elisabeth Mulder - Sinfonía en rojo

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En
Sinfonía en rojo reúne una muestra de todos los géneros que Mulder cultivó, desde la poesía a la novela, pasando por el cuento y el artículo periodístico, completando así una visión panorámica de una obra de gran originalidad y valía literaria. Se incluye completa la notable novela
La historia de Java, que merece figurar por méritos propios en la historia de la literatura española del siglo xx, y sus mejores cuentos, de aire chejoviano, que rozan la perfección.Juan Manuel de Prada se ha encargado de la selección de los textos y del estudio introductorio. Convirtió a Elisabeth Mulder en uno de los personajes de su libro
Las esquinas del aire; desde entonces ha reivindicado la obra de esta gran escritora injustamente olvidada.

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—Mish… mish…

¡Iba a destrozar a la niña, la iba a convertir en una piltrafa sanguinolenta como a los gatos indeseados!

Pero, en lugar de eso, se dio la vuelta y huyó bufando con un miedo sin causa… Cuando se detuvo volvió la vista hacia atrás, vio la niña a lo lejos y regresó cautelosamente, deteniéndose de vez en cuando con el rabo tendido y rígido como un alambre peludo.

La niña la llamó al verla: «Mish… mish…», y ella acudió sin saber por qué, como no sabía por qué había huido; dejó posarse sobre su cabeza una mano pequeña y blanca como las flores de los ciruelos silvestres, y en vez de escapar o de morderla frotó contra ella su rostro triangular, sintiendo que el corazón se le detenía. Era su primera caricia.

Pasó mucho tiempo junto a la niña, mirándola con estupor desdeñoso como a las crías desnudas que a veces encontraba piando en los setos y que le parecían lamentables y tristes, y observaba su desconocimiento del peligro, como de ave en primera volada, pues la niña acariciaba a la gata, la oprimía o la rechazaba, le alisaba los ásperos bigotes, trataba de hacerla jugar con una escobilla de hierbas y daba saltitos ante ella, intentando apoyar en el suelo el pie dolorido, diciendo cosas, silbando, quejándose, y hablando sin cesar con una charla salpicada que tenía el cristalino gluglú de los manantiales. Y la gata, curiosa y absorta, se sentía ganada por un sentimiento nuevo que no era el amor, ni la repugnancia, ni el odio.

Java huyó de nuevo al llegar un grupo de gente en busca de la niña. Esta contó, echándoselas de heroína, la aventura de la trampa, y dijo que un gato gris con rayas rojas en el lomo y los ojos verdes «como los brotes de esos árboles» le había estado haciendo compañía, al oír lo cual una mujer exclamó horrorizada:

—¡Era la gata! ¡La gata salvaje!

—¿Salvaje? —inquirió la niña.

Y se dijo que volvería al bosque. Aquella misma tarde confió a sus amigos:

—Yo tengo una gata y es una gata sal-va-je…

Y volvió muchas veces al bosque y así fue como Java conoció la amistad.

Pero un día la niña no vino sola, sino con otros cachorros de los hombres, que la rodeaban llenos de curiosidad y de un delicioso terror.

—¿No muerde? —preguntaban.

—¿No araña?

—Mi madre dice que hace mal de ojo.

—Mi padre, cuando va a buscarla, se lleva la escopeta.

—La Acacia le vio los ojos una noche y dice que eran de bruja.

—Al Negrito lo mató ella, y era el mejor gato del contorno.

—¿Se tira a la cara?

—Callaos —decía la niña—. Veréis como viene. Mish… mish…

Y en la dulce luminosidad del día sólo la niña que había traicionado su soledad le pareció un punto amargo y negro.

—Mish… Veréis, veréis como viene. La cojo en brazos y se deja. Me la llevaré. En casa le daré sopa de leche, que les gusta. Mi abuelita dice que lo de las encantaciones es mentira. Mish… mish… Le he hecho un almohadón de cretona. Mish… Cuando me aburra jugaré con ella y le peinaré el pelo, que es muy bonito, como de humo… Es una gata sal-va-je, pero yo la volveré mansa, mansita. Haré con ella lo que quiera. Mish… mish… ¿Pero dónde está esa gata?

Sí, ¿dónde estaba? Los chiquillos se impacientaban. Pasado el primer momento de la aventura, en que la sensación de peligro les recorría agradablemente la médula, comenzaban a aburrirse aguardando a la gata que no comparecía. Tal vez, íntimamente, habían creído que iban a encontrarla a la entrada de alguna caverna, como los dragones de los cuentos, echando fuego y azufre por la boca. Pero no estaba; no estaba en ninguna parte y, después de todo, era una gata como todas las gatas, sin azufre ni brujerías, y la niña aseguraba que iba a volverla mansa, mansita, y que se dejaba coger. Perdido el temor, comenzaron a buscarla con obstinación y despecho, sacudiendo las ramas bajas de los árboles, escudriñando los arbustos, agitando las plantas, sondando agujeros y madrigueras. La niña repetía: «Mish... mish...»

Y ahora Java envidió a los hombres. A los hombres que podían llorar cuando les ocurría una cosa así. Y la desilusión, la confianza y la fe perdidas se le fueron enroscando al corazón como serpientes, y medio ahogada, medio ciega, abandonó el bosque, regresó a las cimas, y bebió con humildad la medicina de las grandes soledades.

Un año tardó Java en olvidar que la amistad era como las trampas: atraía y, luego, hacía daño; pero al cabo de un año lo olvidó y nuevamente descendió a la planicie.

A veces iba sigilosamente, de noche, hasta la casa de donde se había escapado cuando tenía seis meses, y miraba la rama desde la cual se había arrojado al camino. La casa había cambiado de habitantes varias veces, y ahora, desde hacía dos años, estaba vacía. Java había descubierto un agujero en la muralla y por él penetraba en la huerta y se echaba al pie del parral, o trepaba a los almendros, o miraba desde el brocal del pozo reflejarse las estrellas en el agua negra.

Java era siempre un corazón errabundo, lleno de violencia y de poesía.

Y pasó otro año, y un día, mejor dicho, una noche en que Java entró confiadamente en la huerta de su antigua morada, se quedó aterrorizada al encontrarse frente a frente con un hombre. Era un hombre rubio que se balanceaba rítmicamente en una mecedora, bajo la parra, y que al ver a la gata no se movió, no dijo nada, sino que continuó balanceándose como si no la viera, pero viéndola, porque sus ojos azules no se apartaban de los ojos verdes de ella. La gata se aprestó a la defensa, pero no fue preciso porque no la atacaron; miró locamente en torno suyo, pero no le habían tendido ninguna trampa, todo estaba lo mismo que la última vez que viniera, cuando no había nadie en la casa; cerró el corazón a la caricia, al halago, pero ninguna voz mimosa se levantó en la noche a quebrar el silencio, ninguna mano se tendió implorante. Y continuaron mirándose, el hombre y la gata, los ojos azules en los ojos verdes, los ojos verdes en los ojos azules.

Hasta que Java dio un brinco y huyó.

Pero anduvo unos días lánguida y turbada, soñando mucho con el cielo y el mar. Y una noche, sin poder resistir su desasosiego, volvió a la huerta, curiosa del hombre rubio, ella, la gata enamorada de las estrellas, de las soledades y de los vientos, que siempre había despreciado a los hombres.

El camino blanco parecía más blanco bajo la luna de agosto. A lado y lado de la senda crecían higueras y almendros, y detrás de ellos nacían, en manchas irregulares, vastas o breves, trigales segados, limoneros cargados de aromático fruto, viñedos y olivares sombríos.

La noche era dulce y el aire venía del mar. Java lo olía con delicia jugando con la luna que alargaba su sombra y escuchando sus pasos de terciopelo en la noche opulenta, llena de astros muy bajos.

La huerta estaba sola. Agazapada tras unas plantas, Java buscó con los ojos al hombre rubio, con tanta inquietud como curiosidad, y no lo vio. Vio, en cambio, bajo la parra, una cosa larga y plateada que brillaba extrañamente a la luz de la luna. Estuvo mirándola durante largo rato y luego, cautelosamente, se acercó a ella. Era un pescado; un pescado fresco de aquel mar al que ella nunca se había acercado. Otras veces había comido de esos animales: durante su niñez, en esa misma casa. A menudo llegaban hasta allí pescadores con una banasta en la cabeza llena de aquellos animales plateados. De la banasta caían gotas de agua odorífica, que no se podía lamer porque era amarga.

Cuando llegaba el pescador, voceaba delante de la casa, y una mujer gorda, que siempre estaba en la cocina, salía al camino enjugándose las manos en un delantal a rayas, y mientras reía y discutía con el pescador iba escogiendo los mejores pescados. Y alguien gritaba siempre: «¡Y uno pequeño para Java!».

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