—Y sensible. Es perverso.
—Mirad ese gato suyo… ¡Qué pupilas más hondas! Es un bicho raro…
Un alarido de dolor vibró en la estancia. El hombre que acababa de hablar se había inclinado hacia Java y posado sobre ella una mano ruda y familiar en la que la gata había clavado los dientes con maligna fiereza. El hombre, ciego de dolor y de cólera, contestó al ataque con un violento puntapié que lanzó a Java al centro de la habitación, en donde se alzó, erizada y amenazante, dispuesta a atacar de nuevo. Pero no llegó a tiempo. El hombre rubio se había abalanzado ya sobre el otro y los dos rodaban por el suelo, ceñidos en un abrazo angustioso y brutal, maldiciendo, gimiendo, destrozándose. Java los vio batirse por ella con la misma ferocidad con que en las noches amorosas los gatos errabundos del bosque o de las montañas se batían por lograrla.
Pero buscó con la mirada a la mujer de los ojos verdes y la vio apoyada negligentemente contra la chimenea, sonriendo, con las pupilas dilatadas, los labios trémulos y glotonamente húmedos, las manos entregadas y exangües, el cuerpo sacudido por la excitación de la pelea, bella, impúdica y triunfadora. Por alguna razón oscura aquella mujer creía que los dos hombres se batían por ella, y Java la vio satisfecha, con una satisfacción que le era conocida porque la había experimentado en sí misma cada vez que sus machos se mataban por conseguirla.
Entonces se sintió herida y abandonada, y dando uno de sus fantásticos saltos atravesó la ventana y se perdió en la noche.
Cuando el hombre rubio se quedó solo con la mujer que había presenciado la lucha apoyada contra la chimenea, buscó sus ojos y vio que no se había batido por ellos, sino por otros que él había visto no sabía dónde ni en quién, pues su cerebro estaba lleno de sueños brumosos y vivía en un mundo de reflejos donde sólo el espejismo y lo irreal tenían consistencia.
Y cuando la mujer se le acercó, él apoyó ambas manos en la inútil desnudez de sus hombros y la rechazó cansadamente, con el hastío que producen las cosas asequibles.
Java huyó a las montañas. Y en el esplendor de las cimas imaginó rutas de vientos y de estrellas que la llevaban al hombre rubio. Pero era un hombre remoto y, en la lejanía de su imagen proyectada al infinito, ella no encontraba más que mutilados sectores de su sombra. El polen de su dulzura doraba el truncado contorno; era una lluvia fina que iba posándose despacio, y luego se cristalizaba y formaba los dos lagos de hielo de sus ojos. Ella esforzábase en reconstruir entera la imagen perdida, con pedacitos de recuerdo, como un mosaico precioso. Pero le faltaban articulaciones de unión que quedaban destruidas o veladas por la opaca interposición de la mujer apoyada contra la chimenea.
Anduvo varios días vagabundeando por las cumbres, tibias y fragantes de verano. Y por las noches se echaba al borde de algún precipicio y, apoyando la cabeza en las patas delanteras, tendidas y rígidas, en una actitud de esfinge, contemplaba los astros.
Una noche oyó un mayido familiar, prolongado, ronco, en el que temblaba una nota sostenida de sensualidad. Y vio acercarse un gato atormentado, con la fiebre de junio quemándole las ijadas.
Era una gato aventurero, de ojos perversos e hirsuta pelambrera desgreñada en los caminos perdidos.
El viento le había conducido hasta Java, y ahora se acercaba a ella despacio, mayando más bajo y más hondo cada vez, torturado por su deseo.
Java se quedó muy quieta.
De pronto se sentía lacia y desmayada. Una gran lasitud iba trepando hacia ella, como la niebla hacia las cumbres de la evaporación crepuscular. Era vieja. Y el reciente y violento amor con su espectral compañero de una noche le había dejado una desmesurada necesidad de dulzura. Otras caricias brincaban en su mente. Sus ojos perseguían hacia dentro una forma fluídica y blanca; esta forma tenía movimientos imprecisos y una voz ácida, filtrante y sin color. La voz se hacía rostro, a veces, y el rostro, dos pupilas secretas, de un dulce hermetismo en el que se podía reposar sin muerte, en el que la vida circulaba subterráneamente, veta de savia oculta que nutría la expectación y la inquietud, la esperanza y la sorpresa, y afloraba a la superficie por invisibles conductos, abiertos como poros múltiples en la pulpa lechosa.
Java iba meciéndose en su recuerdo y sin saber que recordaba. Y sin saber que sufría. Para ella la nostalgia no tenía nombre ni contorno moral; era simplemente un dolor sordo, punzante y oscuro, como cuando se le clavaba una espina entre sus zarpas vigorosas, pero sensibles, y el punto de inflamación le daba latidos y le producía angustia. Para ella la nostalgia era esto, o era una quemadura o un golpe, o estar prisionera. Pero este dolor no se veía lenificado por el tiempo, sino que, por el contrario, crecía y se hinchaba como un río nacido muy alto; y el olvido no llegaba nunca a azolvar su corriente.
Un amanecer en que andaba sin rumbo, acercose a un chortal, con la doble calentura de su nostalgia y de sus ijadas doloridas, y bebió ávidamente el agua fría, lívida de madrugada.
De pronto vio en la lagunilla dos ojos verdes como ella había visto otros ojos idénticos en una mujer ondulante. Y sintió el deseo cruel de volverlos a ver, de presenciar cómo naufragaban voluptuosamente en los ojos azules, diluyéndose en ellos y cegándolos para toda otra imagen.
Comenzó a descender hacia la planicie cuando el sol, asomando apenas sobre los picachos, difundía una luz de ámbar, y la comba del cielo adquiría una rosada transparencia de mejilla tersa.
Java sabía que el hombre rubio estaría ahora con aquella que tenía los ojos verdes. La veía ceñirse a su brazo. Tal vez iba vestida de blanco y parecería una nube enredada a un árbol.
El aire era transparente. Se veía el mar a lo lejos, el mar que tenía voz de monstruo seducido. Tal vez acunaría monorrítmicamente el sueño de un barco. Tal vez la arena estaría aún fría de noche. Tal vez aquella que tenía los ojos verdes se habría tendido en la playa junto al hombre rubio.
Bandadas de pájaros cruzaban de una montaña a otra piando desesperadamente, con el gozo del día hinchándoles los buches. Tal vez aquella que tenía los ojos verdes se inclinaría ahora sobre el hombre rubio, rozándole la frente infinita y diciéndole con su voz espesa palabras sin fragancia.
Goteaban las fuentes una risa menuda, los regatos saltaban sobre las piedras con un chasquido melódico, y el rocío era azul. Tal vez aquella…
Pero cuando lo encontró estaba solo, y esperándola.
Algún tiempo más tarde el hombre rubio vio que Java venía de la montaña y que no venía sola. La acompañaba un gatito esmirriado y miserable que mayaba débilmente y apenas lograba sostenerse sobre sus patas inseguras. Ese cachorro lamentable se parecía a Java extrañamente, como su caricatura, pero desprovisto de su dignidad y de su fuerza, y falto de su elegancia. Era, en verdad, el pobre fruto de un amor tardío, pasivo y sin ilusión.
Java lo había traído consigo porque era tan endeble que no sabía abandonarlo como a los otros, y ella tan vieja ya que le era imposible atender al sustento de los dos. Lo trajo, pues, al hombre rubio con una súplica muda, y él comprendió y, sin reproches, recogió al triste.
Pero a veces lo miraba a los ojos con curiosidad. No eran las pupilas de Java, eran distintas: amarillas, con estrías de un negro grisáceo, inquietas y salvajes, pero aterrorizadas, como si reflejasen un miedo permanente de espíritu acosado y en huida.
Mientras tanto pasó la primavera y, a principios de verano, Java comenzó a ver cosas extrañas en la casa del hombre rubio. Maletas, baúles, acalorado trajinar de un lado a otro. Vio un cesto en el que metieron a su hijo para ver si cabía bien en él, y otro cesto… ¿para quién? ¿Para ella? Sí, seguramente para ella. Su instinto le decía que el hombre rubio se marchaba y se llevaba a los dos, a ella y a su hijo.
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