«Leyéndole, uno está tentado de creer que su firma es un seudónimo para añadir sugestión a sus juicios. En su prosa y en sus versos hay sensualidad masculina; hay, ante todo, cerebro. […] Lo que nos deja perplejos es su percepción, su talento para asimilarse a la vehemencia masculina, a los temas de amor masculino. La autora se pone en el caso de un hombre enamorado y calcula lo que le diría a su amada…».
Colaboradora asidua de publicaciones como El Hogar y la Moda, revista dirigida por su amiga María Luz Morales, o de La Noche, vespertino barcelonés, Elisabeth Mulder participará en estos años en la creación de una «Página de la mujer» que Ana María Martínez Sagi dirigirá para este diario. Sin embargo, la sección no tarda en adoptar —sobre todo a raíz de la proclamación de la Segunda República— un sesgo demasiado politizado con el que Elisabeth Mulder no se siente cómoda. También participará, al igual que Martínez Sagi y otras escritoras de su generación, en campeonatos deportivos y en las actividades del Lyceum Club Femenino y de la Residencia de Señoritas Estudiantes y sita en el palacio de Pedralbes, donde conocerá a importantes personalidades de la cultura de la época, como la chilena Gabriela Mistral. Con Ana María viajará, en abril de 1932, a Alcudia (Mallorca), última estación de una amistad que Elisabeth Mulder prefirió clausurar entonces, antes de que tomase derroteros incómodos.
Y es que para 1932 nuestra autora había resuelto entregarse a su vocación con un denuedo mayor que nunca. Todavía publicará, como canto de un cisne que se resiste a cambiar su plumaje, otro libro de poemas, Paisajes y meditaciones (Barcelona, Atenea, 1933), mucho más contenido que los anteriores, más dulce y lleno de vagas claridades, donde el rojo llameante de la pasión es sustituido por las irisaciones de un alma que al fin parece haber hallado la serenidad, después de tantas tempestades interiores. Por fin la música y la imagen se refugian en una penumbra sutil que rehúye el patetismo y la épica sentimental desbordada. Algunos de sus poemas muestran el desapego de quien ha decidido alzar el vuelo, liberándose de viejas rémoras y amistades marchitas. Así ocurre, por ejemplo, con el titulado «Derroteros»:
Tu camino. Mi camino.
Cruce dócil al capricho
irónico del destino.
Milagro de tu presencia
en mi ruta. Nudo prieto
en mi corriente. Confluencia.
Luego, distintas estelas.
Aunque cerca, separadas,
divididas… Paralelas…
Por la arena de mi sino,
¡qué lejos vas a mi lado!
Tu camino, mi camino.
El evidente cambio que se ha producido en su estilo —que ha evolucionado desde un simbolismo vehemente hasta un impresionismo mucho más elusivo y distante, próximo a la estética novecentista que acaudillaba Eugenio d’Ors— prefigura una metamorfosis de primera magnitud. Elisabeth Mulder, que se ha ejercitado en la traducción de los grandes maestros (de Baudelaire a Shelley, de Pushkin a Keats)7, ha comprendido que su numen puede brindar mejores frutos si lo encauza hacia otros géneros. La poetisa «cernida de tormentas» que se desnudaba en cada uno de sus versos va a convertirse en una excelente narradora que se esconderá en sus obras detrás de personajes que, siquiera en apariencia, ningún parecido guardan con ella. La transformación será tan profunda que Consuelo Berges, tal vez la persona que más sagazmente enjuició la obra mulderiana, escribirá en un texto elaborado para la revista venezolana Lírica Hispana 8:
«Si la cosa hubiera quedado así, en aquellos volúmenes [poéticos] supersubjetivos en los que Elisabeth Mulder se desmanda de las mil y una convenciones de la estipulada cortesía retórica y ostenta “los pliegues y repliegues de su psiquis”, habría muy poco más que decir de ella. […] Pero, por fortuna, la cosa no quedó así. Un buen día —en el detenido estudio que esta singularísima escritora merece habría que inquirir el cuándo, el cómo y el porqué de tan radical cambio—; un buen día, parece que los dioses tutelares de Elisabeth Mulder han escuchado el voto que formulara tiempo atrás, en un poema —“Si pudiera salir de mí”—, que le han otorgado la serenidad impetrada en otro. Porque Elisabeth Mulder se serena, sale de sí misma, deja de auscultar y de clamar “los pliegues y repliegues de su psiquis”, y dirige su mirada penetrante, alternativamente tierna e irónica —tierna e irónica a la vez frecuentemente—, a los demás seres humanos o, mejor dicho, al ser humano en sus diversas ediciones. Y aquí empieza su historia de novelista. Su historia: su poesía, sus versos desmandados, es su prehistoria».
No nos atreveríamos a hacer una afirmación tan tajante, pues creemos que la poesía de Elisabeth Mulder, tan irregular y desbocada, contiene inequívocas virtudes, sobre todo si la incardinamos en la época en que fue escrita y la comparamos con la que por aquellas mismas fechas escribían sus coetáneas. Muchos años después, en 1949, cuando ya parecía que la poeta había enmudecido para siempre, un grupo de amigos impulsará, por el «halago de la admiración», la edición de unos Poemas mediterráneos, con un prólogo de la ilustre escritora Concha Espina, que nos demuestran que Elisabeth Mulder nunca fue abandonada por la musa lírica. Pero los versos de estos tardíos Poemas mediterráneos nos confrontan con una poeta muy distinta a la que se había revelado veinte años atrás: la vehemente cantora de angustias y desazones íntimas se ha transformado en una contemplativa que nos brinda una lección de equilibrio y transparencia, la mujer acechada por la noche y la tempestad se ha tornado luminosa, su dicción antaño arrebatada es ahora mucho más aquietada (y técnicamente irreprochable). Poemas mediterráneos nos muestra que la poesía que Elisabeth Mulder ha seguido escribiendo privadamente ha evolucionado hacia un estilo más impresionista, con elementos neogongorinos en afortunada simbiosis con aires populares, muy en la línea de Rafael Alberti o Gerardo Diego. Poemas mediterráneos, en fin, prueba que Elisabeth Mulder nunca dejó de ser poeta, por mucho que ella quisiera establecer una cesura entre esa prehistoria lírica y su historia como narradora.
La madura narradora
Cuando José Cruset, en la entrevista publicada en La Vanguardia Española que mencionábamos más arriba, le pregunte si la llamada de la prosa y el abandono de la poesía obedecieron a alguna razón concreta, Elisabeth Mulder responderá: «No. Creo que siempre fui muy consciente de la novelista que había en mí. Lo digo ahora, a distancia, con espíritu crítico. Estaba esperando el momento de empezar con preparación suficiente, porque escribir prosa es dificilísimo. Y quizá por eso mi prosa arranca con más madurez que mi poesía…, porque se estaba haciendo por dentro». Sin embargo, el proceso de maduración de la prosista Mulder no será solamente interior, como sus declaraciones presuponen, sino que incorpora una fase de formación que la autora siempre mantuvo en la sombra, como si se avergonzara de ella. Tras la muerte de su marido, decidida a aventurarse por nuevos derroteros literarios, Elisabeth Mulder comienza a mandar relatos a la revista Lecturas9, que aglutinaba a una promoción de escritoras —la citada María Luz Morales, Sara Insúa, Carmen de Icaza, Celia de Luengo, Regina Oppiso, etc.— que inauguraron en España el género de la novela rosa. La primera colaboración de Elisabeth Mulder en Lecturas aparece en febrero de 1930; se titula «La chica vestida de negro», y narra el idilio súbito entre un burguesito hastiado de placeres y una nurse que guarda luto por la muerte de su madre: sólo el escenario en que transcurre la acción, Ginebra, alivia el convencionalismo de la trama. Pocos meses después, la dirección de la revista anuncia la convocatoria de un certamen de relatos, recompensado con un premio de quinientas pesetas. Un jurado previo seleccionará los diez trabajos finalistas que Lecturas irá publicando mensualmente, para que los lectores diriman mediante sus votos cuál merece el galardón. Al certamen concurren firmas consagradas, pero será Elisabeth Mulder quien obtenga el beneplácito mayoritario de los lectores con su cuento «La Microbia», publicado en julio de 1930, donde persevera en los tópicos del género: una aprendiza de modista que presta su título a la narración es humillada sistemáticamente por la veleidosa Carola Ibáñez, maniquí profesional cuyo novio, harto de su belleza sin humanidad, se enamora de la feúcha Microbia; aunque Carola se esfuerza por desbaratar el idilio, el amor triunfará sobre sus maquinaciones.
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