«Un año después, en 1929, apareció otro libro suyo, Sinfonía en rojo. En la prensa diaria de Barcelona y de Madrid los periodistas y escritores a cuyo cargo corría la crítica literaria y de poesía en particular, atacados por una especie de demencia colectiva, se echaron como canes hambrientos sobre aquel hueso de tamaño gigantesco, al que no sabían si hincarle el diente, si paladearlo con fruición buscándole el sabroso meollo o, por el contrario, dejarlo abandonado en un rincón como un manjar envenenado. Aparecieron con profusión todos los clichés, las ramplonerías y los topos gastados. Encasillaron al autor, le colgaron innumerables etiquetas, descubriéndole infinidad de contradicciones y sorprendentes parentescos. Para unos, aquella poesía provenía en línea directa de los poetas malditos franceses; para otros, de los líricos ingleses, con Shelley y Lord Byron a la cabeza; Edgar Allan Poe y Walt Whitman —afirmaban los magisters— eran indudablemente sus padrinos de bautismo. Para ponerlos a todos de acuerdo, los castizos con barbas sacaban a relucir a Góngora y a todos nuestros místicos, a Heine y Ada Negri, a Keats y Delmira Agustini, etcétera. Uno se encontraba entre tantos antónimos con un cóctel disparatado de poetas del parnaso mundial que ni aun el estómago más resistente podía ingurgitar sin recelo. Sinfonía en rojo, después de haber armado un jaleo de todos los diablos, fue retirada de la venta por orden expresa del autor. Fuimos muy pocos los que pudimos hacernos con un ejemplar. ¿Que por qué el autor tomó tan grave decisión? ¡Misterio!4. Seguíamos todos nadando, braceando, perdiendo pie en aquel océano impenetrable de misterio; continuábamos, atontados, extraviándonos por aquel laberinto de locas hipótesis y suposiciones falsas.
En aquel mismo año publiqué yo mi primer libro de poesías, Caminos. Envié un ejemplar al periódico donde la supuesta Elisabeth Mulder asumía la crítica literaria, y esperé. Esperé con impaciencia y gran curiosidad. Apareció, pocos días después, una larga crónica5 que todavía hoy sigo considerando como la más sagaz, profunda e inteligente de cuantas se escribieron por entonces. Haciendo gala de un don de observación y de intuición asombroso, Elisabeth Mulder puso claramente de manifiesto todos los resortes secretos de mi obra, trazando un retrato psicofísico de la autora perfectamente exacto. Le testimonié mi agradecimiento en una carta a la que contestó con una invitación para ir a verla a su casa.
Me guardé muy bien de informar a mis colegas de aquella inesperada victoria. ¡Por fin! Las puertas del Arcano iban a abrirse para mí. Terminados los infundios, patrañas e hipótesis descabelladas, ¡iba a saber! Durante los días que precedieron a mi visita, exprimí la mollera, preparando una serie de preguntas supremamente inteligentes y originales. Así lo creía yo, de buena fe, y en mi subconsciente esbozaba el retrato físico del poeta que por fin iba a conocer. No me cabía la menor duda de que se trataba de una mujer, posiblemente de origen extranjero; y, a juzgar por su experiencia y polifacética cultura, de unos cincuenta años de edad por lo menos. A estas conclusiones llegué y con estas creencias bien arraigadas penetré en su morada rodeada de jardín, allá en la Bonanova.
Una doncella me dejó en un espacioso salón biblioteca de alto techo artesonado, donde los muros aparecían cubiertos por miles y miles de libros, sin que se vislumbrara un solo espacio libre. Permanecí boquiabierta y, pasado el primer estupor, me lancé a fisgonear a lo largo de las estanterías. Una escalerilla de mano montada sobre ruedas permitía alcanzar cualquiera de los volúmenes, por alto que estuviese colocado. ¿Qué había allí? ¡Todo! Los clásicos de todas las lenguas. Los filósofos antiguos y modernos. Los libros de historia, de antropología, paleontología y sociología. La política de Roma bajo la República, el cristianismo antiguo, el teatro extranjero. Tratados de psicofisiología, de pedagogía moderna y lógica formal…
Apareció entonces la secretaria, con algunas botellas de vino generoso sobre una bandeja, quien solicitó mi benevolencia por la tardanza de Elisabeth, a la que, inesperadamente, habían llamado por teléfono desde Londres. Me sirvió el oporto que le pedí y en cuanto me hallé sola de nuevo comencé a trepar por la escalerilla hasta quedarme sentada en el tope. A medida que yo iba descubriendo las materias de los libros y la inmensa variedad de títulos, mecánicamente iba añadiéndole años a la edad supuesta de la escritora. […] Así, mientras la esperaba, y de acuerdo con los que iba descubriendo, decidí por fin que aquella señora debía de contar con más años que Matusalén y las momias egipcias.
Enfrascada en la lectura del libro de viajes de Marco Polo, sentada en lo alto de la escalerilla con la copa de oporto en la mano, me sorprendió de pronto detrás de mí una voz, de puro acento español, que desde el umbral del salón me decía:
—Espero que me haya perdonado por la involuntaria demora y espero también que no haya respirado demasiado polvo entre tanto librejo…
Me di la vuelta y abrí la boca, más redonda que la de los peces rojos en los acuarios, dejando caer la copa de oporto por los suelos. Allí estaba, en carne y hueso, Elisabeth Mulder: joven, fina, distinguida, plena de seducción, contando a lo sumo unos veintisiete años de edad. Encaramada en la condenada escalera, permanecía yo como una lechuza en la copa de un árbol, con el asombro pintado en el rostro y una expresión cretina de azoramiento que Elisabeth observaba sonriendo irónicamente.
—Si le parece bien, y tal vez más cómodo —prosiguió ella, en tono zumbón—, mejor se baja usted de esas peligrosas alturas y se sienta en esta butaca para que charlemos.
No hay la menor duda de que aquella noche yo no hice más que soltar sandeces y banalidades. Todas las frases tan inteligentes que había cuidadosamente preparado se me quedaron atascadas Dios sabe en qué profundidades. Una especie de cerrazón mental y de parálisis de la lengua se apoderaron de mí; así pues, opté por emitir vagos monosílabos y escuchar lo que con exquisita gentileza y buen tino ella quiso decir.
Salí de aquella casa, tarde en la noche, con las orejas gachas, mareada por los numerosos oportos que bebí y con los que intenté disimular mi indescriptible timidez. Y, al despedirnos, Elisabeth me tuteó. ¡Menuda chiquilla boba debí de parecerle!».
En los años inmediatamente posteriores, Elisabeth Mulder y Ana María Martínez Sagi llegarían a cultivar una relación muy estrecha. Son los años en los que nuestra autora deja de firmar con su nombre —ignoramos a ciencia cierta por qué 6— los artículos que publica sobre todo en el diario La Noche, que seguirán apareciendo con el seudónimo de Elena Mitre. En 1930, el marido de Elisabeth fallece inopinadamente; y, como tantas veces ocurre, la viudez será el preludio de una profunda metamorfosis en nuestra autora, que en esos años despliega una actividad periodística y literaria frenética. En 1931 entrega a la imprenta La hora emocionada (Barcelona, Editorial Cervantes), un libro en el que aún es posible escuchar los ecos de Baudelaire y Rubén Darío, aunque hay en él una tensión expectante que lo aleja de los desahogos de su anterior entrega. Si Elisabeth Mulder prueba a velarse más, agazapada detrás de unos versos cada vez más despojados, no puede sin embargo evitar del todo sus expansiones, como ocurre en «Mandamientos»:
Vivir
todas las horas
apasionadamente.
No ser ni cobarde ni avara
de nada.
Sufrir
y sentir
plenamente.
Ni el dolor ni el placer rechazar
No negar
No huir.
Y amar…
Un crítico anónimo no exento de perspicacia escribe una recensión de la obra que incorpora juicios tal vez demasiado osados:
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