Con esa voz aguda de garganta, característica del canto chino, esta canción parece el chillido de un pájaro que vuela libre por los montes.
Luego viene un baile de tambores, y aquí la estridencia de los colores de los trajes —verde, rosa, salmón, rojo— se une a la estridencia del ruido de los porches, hasta envolverlo a uno y embriagarlo con el opio del estruendo, como el de la pirotecnia de los árabes. Y con los ruidos de platillos y tambores le pasa a uno como con los colores estridentes: es necesario verlos utilizados por los chinos para sentir su belleza.
Y el número final es una corta ópera. Y como de las óperas he de hablar cuando llegue la ocasión más directa, solo digo a qué hace alusión: durante el bloque de Yenán se precisaban hoces para recoger la cosecha. El herrero debe hacer la forja de doce en una noche. Pide ayuda a la mujer, pero ella se hace la remolona: ni quiere trabajar ni comprende por qué molestarse. He aquí la idea política de la obra: la incorporación de la mujer al trabajo y a la ayuda a la revolución. La mujer del herrero termina haciendo por él las hoces que los campesinos necesitan.
Una ojeada al museo
Este museo de Yenán tiene, precisamente, el interés del mismo Yenán. Es una partícula del futuro gran museo chino de la Revolución.
Hay aquí de todo, como en cada museo. ¿No os ha pasado alguna vez, en el volar, más que correr, de los tiempos, que os habéis tropezado con un muchachote que visteis en la cuna cuando era pequeño: niño débil, indefenso, que os obligaba a meditar sobre su incierto destino?
Esta comparación entre la cuna de ayer y el mozarrón de hoy surge en Yenán —cuna de la nueva China— a cada momento. Salen del arca los vestiditos infantiles de este hombrón gigante, y es curioso verlos.
Y así también en el museo. Te produce asombro que de aquello proceda esto, que lo pequeño se haya transformado en grande. Y claro, no hay por qué asombrarse: es la ley de la vida y del desarrollo. Pero el corazón también tiene su ley: emocionarse a pesar de las leyes eternas de la naturaleza.
Y emoción es cada piedra de Yenán, y emoción es cada objeto de este museo. Decidme: ¿cómo no emocionarse ante este viejo uniforme del Ejército Rojo, hecho de lienzo burdo y metido luego en anilina azul para teñirlo? ¿Cómo no pararse a contemplar estas falsas pistolas hechas de madera y metidas en fundas de verdad para infundir respeto al enemigo? ¿Y este modelo de ametralladora con el que se hacía ver al enemigo que se tenían sin tenerlas: una lata de petróleo con una sarta de petardos que se encendían dentro? ¿Y estas picas de palo y estas hoces, y estos cañones hechos de troncos de madera?
Las paredes y las vitrinas están llenas de documentos valiosísimos, de los cuales le cuesta a uno arrancar la vista para pasarla a otra parte. Fotografías de héroes, documentos del Partido. Los billetes que circulaban en la región fronteriza, certificados de la propiedad que se daba a los campesinos después del reparto de las tierras, documentos de la Gran Marcha, llamamiento a los soldados y avales de comida…
Y en otra salita, el pensamiento revolucionario en acción, multiplicado por aquella venerable máquina de imprimir que saludamos el otro día en la cueva de los budas. Aquí están las revistas y los periódicos de aquel tiempo, impresos en tosco papel hecho en la misma ciudad. Aquí están los libros de Mao Tse-tung escritos y publicados en Yenán. Aquí, toda la propaganda: libros y folletos sobre la producción, sobre técnica militar, de cultura y educación, de literatura y arte…
Pliegos de aleluyas para impulsar el trabajo de los campesinos, primitivos aperos de labor, un calendario, una chaqueta convertida en harapos, un traje de fiesta de los campesinos en la época feudal de los terratenientes; y no figura el traje de diario porque era la propia piel del bracero…
Palabras de Mao Tse-tung dedicadas al héroe de Yenán, Liu Chi-tan: «Héroe nacional y dirigente de masas». De Chu En-lai: «Durante los cinco mil años de historia ha habido muchos héroes, pero él era un verdadero héroe del pueblo». Y de Chu Te: «Ejemplo del Ejército Rojo».
Como siempre, al salir, se escriben en el libro unas palabras, unas opiniones que expresan tus sentimientos. No sé lo que puse. Algo que suena redondo, que cumple un deber y que ahí queda olvidado para siempre, como una cortesía volandera.
Mas lo que yo hubiera querido poner después de la visita al Museo Revolucionario de Yenán son otras pocas palabras: ¡Gloria al Partido Comunista chino!
La lluvia se ha puesto terca, como uno de los burros de aquí, buenos, pero cabezones. Y estamos «prisioneros» de ella, en Yenán. Ya deberíamos haber salido, que estamos holgando, después de finalizar nuestra labor.
El dramaturgo, jefe de nuestra expedición, como general de unas unidades detenidas en la marcha, se pone en contacto cada día con la naturaleza. Unas veces telefonea a no sé qué parte pidiendo noticias sobre su estado de ánimo, otras a no sé qué pueblo para recibir el parte del estado de los montes, otras habla con determinados trozos de la carretera. Y siempre hay algún enemigo que no quiere permitir dar la vuelta a los «prisioneros», o se interroga al chófer de cada camino que pasa pero ninguno viene más allá de unos kilómetros.
Llevamos aquí cinco días más de la cuenta. Corren rumores de que las provisiones de «comida europea» se acaban, y nuestra traductora, silenciosamente, se ha dado de baja de nuestro comedor y se ha ido al de los camaradas chinos. ¡Me importa un bledo que se acaben! ¡Mejor, así podré comer con los palillos las ricas porquerías que ellos guisan!
Y al fin, después del claro de una noche despejada nos lanzamos a la carretera, casi a la ventura, pues no hay ningún indicio de que las comunicaciones estén francas.
¡Mala está la indina (sic)! Barro espeso de alfarería hay cuanto se quiera. El chófer dice que si arriba, por las cuestas, está así, no podremos continuar. Pero sorteando escollos avanzamos adelante, y a medida que avanzamos más seco está. Vuelven las esperanzas de poder salir de la «prisión».
Pasan los kilómetros. Como hemos partido al amanecer, los tres viajeros de atrás, nuestro «ángel de la guarda», mi mujer y la traductora, cabecean, somnolientos; el chófer trabaja en el volante, y yo, lo que son las cosas, pienso en este viejo cacharro que nos lleva. Es un Willys, cucaracha trepidante, carricoche de caminos, sonajero de chatarra.
Dime, Willys, ¿cómo estás aquí, andando por lugares extranjeros, llevando hoy en tu lomo a un pobre diablo de pluma que, además, acaba de fijarse en ti y te va a sacar en los papeles? No, tú no has entrado aquí legalmente, con factura de aduanas. Tú has venido aquí a malas querencias, a quitar al pueblo chino lo que era suyo. Antes que tú hubo otros: ingleses, franceses, alemanes, japoneses. Y tú eres el último vástago de una familia de opresores. Pero la familia fue lanzada de aquí, y tú quedaste prisionero. ¡Ah, eres un prisionero de guerra! Acaso en el asiento donde voy yo fuese en otros tiempos un general americano, orgulloso de su cargo, de su nacionalidad y de sentirse dueño de la «pobre China», y lo que son las cosas, «la pobre China» te ha hecho prisionero. ¡Trabaja, trabaja, Willys, que de todos modos, por muchos años que te queden de vida, ni tú ni miles como tú podréis pagar lo que aquí habéis trabajado durante siglos!
A mediodía llegamos a un valle y enseguida vemos el panorama: no se puede pasar. Una de dos: o anoche el dramaturgo no se puso en comunicación con el río, o este, huraño, le engañó. Todo puede ser. El río Trchin baja bravo: el agua salta por el puente y se ensancha en la otra ribera. Las aguas traen entre el espeso barro rojo pequeños troncos y raíces que los campesinos del lugar sacan fuera.
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