César M. Arconada - Andanzas por la nueva China

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Suele desconocerse que, casi con sesenta años, el escritor César M. Arconada, uno de los renovadores de la narrativa y las vanguardias, pionero de la rehumanización de la literatura y el arte, afrontó un viaje de miles de kilómetros para documentar y escribir una crónica sobre la China en conmoción de Mao Tse-tung y la vida en ciudades como Yenán, Pekín, Shanghái, Sian o Cantón y sus zonas rurales.El resultado fue este documento periodístico y literario inédito hasta ahora en el que se entremezclan leyendas y sabiduría popular, artesanía y modos de producción, costumbres y paisajes desde una visión de la realidad humana y social del gigante asiático singular e inesperada, que resitúa y agranda la figura del autor en el contexto de la generación del 27.

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¡Qué bien decía el tío Vicente que iba al ruido de la gente! ¡Vamos, vamos con ella! Porque quiero ver su mirada abierta, quiero ver cómo sube erguida, pisando firme, quiero ver su alegre sonrisa, quiero ver el huerto inestimable de su libertad. Las viejecitas, esas viejecitas pulcras, atildadas, de cabellos peinados con una meticulosa escrupulosidad, suben apoyadas en los brazos de sus hijos. Me da gusto verlos: en ninguna parte como aquí se observa la veneración por los viejos, el cariño con que los hijos tratan a los padres y los nietos a los abuelos. Los llevan de la mano, poco a poco, siguiendo sus pasos de ancianidad, pendientes de su mirada.

¡Lo que pensarán estos viejecitos al subir hasta aquí! Muchos llevan todavía los pies mutilados, hechos pezuñas de cabra. Todos son víctimas del feroz feudalismo, que tenía un centro bajo la belleza de estos palacios. ¡Y ahora libres, subiendo apoyados en los hijos, pisando por donde pisaba el emperador, cosa que antes a ningún mortal le estaba permitida! ¡Ellos sí que verán la nueva vida como un camino de jardín!

Es bellísima la vista de Pekín desde este mirador imperial. Si subís de noche veréis el borboteo brillante de las luces perfilando el entorno de las calles y las murallas de las distintas ciudades. La luna pone un velo misterioso en la porcelana de los tejados, y el mármol de los canales, parece que hila seda blanca. Los lagos, de noche, tienen un verde profundo de lotos en primavera y se diría que podría caminarse por ellos como por la hierba de un parque. Da un poco de miedo esta ciudad de tantos mudos palacios. Parece que cada uno es la tumba de muchas vidas, y que todos en conjunto son un inmenso cementerio de grandezas pasadas.

De día, la visión de la ciudad tiene otro aspecto distinto. Los tejados de los palacios, de porcelana amarilla, brillan como si ardiesen, como una llama, como esos encendidos trigales en agosto. El sol cabrillea en las tejas y parece que saltan esos peces de colores, unidos en el mundo, que hay aquí en los estanques: abultados ojos y velos de hadas agitándose continuamente.

La ciudad es alegre y festiva de colores. Infunde respeto la solemnidad de las perspectivas, pero a la vez tiene algo de campesina con sus casas de un piso, los patios cerrados, las calles estrechas y la profusión de árboles que salen de todos los sitios, altos, frondosos, casi gigantes, haciendo que las casas estén, como en el campo, al lado de los árboles, y no como en las ciudades europeas, que los árboles están pequeñitos, al lado de las casas enormes. Y esos lagos, que de noche me parecían misteriosamente profundos, ahora de día me creo que son los estanques de una huerta cuyas aguas riegan bancales de fresca lechuga.

Y la luz de Pekín, ahora en verdad, es blanca, lechosa, me parece mediterránea. Y el paisaje en torno, tan llano, tan suave, tan feraz sin ser frondoso, con familias de árboles alrededor de las casas o de las norias, me recuerda a la huerta de Valencia.

Otra observación de altura: a diferencia de nuestras ciudades, no se destacan los templos. En China, el templo y el palacio tienen la misma arquitectura. El templo es un palacio más, cuando no una casita como en los pueblos. No es ostentoso, dominante, no amedrenta ni amenaza. Lo único que se destaca, allá al fondo, entre los tejados grises, es la cúpula del Templo del Cielo, que es un templo pagano donde no hay ni dioses ni santos, ni representaciones ni figuras.

Dentro de este mirador hay, sobre el pedestal, un buda grande. Solo él, mirando al sur y a los palacios, sin culto, sin esos velitos de sándalo que forman olorosa ceniza, sin la «jada», tela de seda, el regalo más valioso del Tíbet y que a veces tienen los budas en los brazos. Quien desea rezar entra en el recinto interior, se apoya en la barandilla y reza. Posiblemente entrará alguna vieja a rezar. Es casi seguro. Y alguna le agradecerá a él —que no tiene arte ni parte— la felicidad de la nueva vida.

Descendemos por una de las escalinatas. Y abajo, en el paseo, la gente rodea a un árbol, a su vez rodeado de una valla de piedra: dicen que es una valla de castigo porque en este árbol se ahorcó el último emperador de la dinastía Ming. No se colgó por gusto de columpiarse. Hubo una sublevación campesina, y las tropas de los sublevados se acercaban a Pekín, que luego tomaron. El emperador no quiso esperar los acontecimientos, que tal vez le hubieran sido favorables, y se ahorcó. Claro que los manchúes que iban a sustituir a su dinastía también avanzaban hacia Pekín. Su situación no era fácil. Pero, en tales casos, más emperadores han sido los que han huido que los que se han ahorcado.

Como el parque acababa de abrirse y el nombre de él no era muy familiar, la gente conocía el sitio como el «parque donde se suicidó el emperador».

La Ciudad Prohibida

La Ciudad Prohibida solo se puede ver de paso, con ojos de curiosidad. De otro modo sería como meterse en el fondo del mar y fijarte en cada planta rara por separado. La gente así hace: vaga un poco por el palacio, abrumada por tantas cosas.

La curiosidad de los chinos es inmensa. Quieren verlo todo, saberlo todo. Pero aún no están en ese período de enorgullecerse de todo cuanto de valioso han hecho los antepasados. Se enorgullecen de ser dueños, más que de ser ricos. No es que sea la cuestión de los museos grano de anís —el gobierno popular se preocupa de conservar, defender y estudiar la riqueza del pasado—, pero hay otros problemas más importantes. Aún no existen en los museos guías capaces: los que hay son preparados en unos meses; saben poco, y, por consiguiente, no ayudan al visitante a comprender justamente el pasado ni a valorar los objetos que tiene ante la vista.

Dentro de la Ciudad Prohibida hay no un museo, sino muchos. Aunque en ella todo es simétrico, como presidido por el Pabellón de la Suprema Armonía, la extensión y la profusión de edificios hace complicada la visita. Como no escribo una guía, sino mis impresiones, quiero llegar a una síntesis en las ideas.

Un palacio chino —este palacio imperial como supremo palacio— no responde a la idea occidental de palacio: un edificio de varios pisos, grande y suntuoso. El palacio chino es una profusión de edificios que llamamos pabellones. Los pabellones importantes, por ejemplo los del trono, se diferencian de los que son menos sobre todo en la elevación, en el basamento. El pabellón más importante, además de ser el mayor, como corresponde, se alza sobre distintas terrazas, en disminución, con balaustradas de labrados mármoles, y a veces para llegar a la escalera hay que atravesar puentes y canales. El emperador no subía por una vulgar escalera de peldaños; ascendía por una rampa de mármol donde estaban labrados los dragones, símbolo de su poderío.

La configuración del pabellón en sí es la misma en el que sirve de trono que, bajando hasta el otro extremo, en el que habita el pobre campesino y se llama casa. Es una sala larga y estrecha, dividida en tres partes —mayor la del centro— por unas tallas de madera. Las puertas y los ventanales se abren, con preferencia, al mar. Y el pabellón no tiene ventanas sino hojas que se levantan, con cuadritos no de cristales, sino de papel de color, por donde entra la luz pero no las miradas.

La importancia de un pabellón está también en el patio que le sirve de marco, de grandes losas, solemne, inmenso si es el del trono, pequeño si es el pabellón donde vivía una concubina o pequeñísimo si es el que tiene la casa de un campesino. El pabellón principal está encuadrado entre otros pabellones más pequeños y accesorios a los lados, y otro, igual de grande, de frente, comunicándose así unos pabellones con otros por las esquinas de los patios y por las puertas principales.

Y por fin, el tejado, que en los edificios chinos es la culminación de su belleza, como en las chinas de las óperas el peinado con deslumbrantes adornos o en los generales sus gorros de mil pompones titilantes. Los pabellones son de madera, con brillantes columnas rojas revestidas de laca, y estas maderas están profusamente pintadas de vivos colores, lo cual da al pabellón abigarramiento y sensualidad oriental, como las ricas túnicas bordadas.

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