Esta burguesía naciente consiguió reemplazar la ola de caudillos militares, que dirigían desde su inicio la administración republicana en alianza con el terrateniente para el desarrollo de una economía feudal con fachada liberal. La nueva Administración proveniente del “civilismo” tenía un acento costeño, por su origen económico, lo que profundizó el dualismo y conflicto con la Sierra. La guerra del Pacífico le arrebató al Perú los yacimientos de guano y salitre, entregando los faltantes a Francia e Inglaterra como respaldo al mayor endeudamiento producto de la guerra, terminando con dicho periodo, que según Mariátegui representó mediocremente un primer impulso de superación de la feudalidad y el desarrollo del capitalismo en el Perú, pero que, al estar dirigido por una metamorfosis de la clase dominante tradicional, no le alcanzó para liquidar el pasado colonial.
El poder regresó a los jefes militares, los cuales no estaban capacitados para reconstruir o instaurar un orden económico superior, con lo cual su incompetencia produjo mayores entregas de la economía nacional al capital extranjero, como el empeño definitivo de los ferrocarriles (Contrato Grace). Solo a base de empréstitos se logró iniciar la explotación de otros productos, predominantemente mineros.
Mariátegui afirmaba que la fraseología liberal solo profundizaba la inversión extranjera y no tocaba por ningún motivo los cimientos de la economía feudal. De esta época data la industrialización de la Costa, la aparición del proletariado y el surgimiento de bancos nacionales que financiaban industria y comercio; toda iniciativa económica previa aprobación de la banca y economía internacional.
El canal de Panamá acortó las distancias entre el Perú y Europa, pero, sobre todo, entre el Perú y los Estados Unidos, tras lo cual este último empezó a explotar minerales y petróleo; de hecho, el petróleo y el cobre se posicionaron como dos de los productos más importantes de la economía nacional. Una nueva clase capitalista dirigía el país, y aunque la propiedad agraria seguía siendo definitiva en su configuración social, ya no los apellidos virreinales. Se fortaleció y profundizó el modelo de país que le servía de contexto, aprovechando el auge de la explotación del caucho y un alza de los productos peruanos debido a la crisis desatada por la Primera Guerra Mundial, la cual contribuyó para dejar a los Estados Unidos como cabeza de la penetración imperialista en el mundo.
El contexto histórico previamente descrito permitió a Mariátegui dar como conclusión “que en el Perú actual coexisten elementos de tres economías diferentes” (2005, p. 28). Existía en su contemporaneidad dentro de la realidad nacional la economía feudal, los residuos vivos de la economía comunista indígena y un crecimiento de una economía burguesa con mentalidad atrasada.
No obstante, el incremento de la minería, el Perú era un país agrícola. Y aunque la agricultura y la ganadería nacionales cubrían insuficientemente la demanda nacional, sobre todo con la producción de alimentos desde la Sierra, sus productos, con los de la minería y la explotación del petróleo, ocupaban la principalidad en las exportaciones del país. El cultivo de la tierra ocupaba la mayoría de la población nacional, de la cual cuatro quintas partes eran indígenas; por tanto, en su conjunto, la producción agropecuaria pesaba más en la configuración económico-social del país.
A pesar de ello, la parte más alta de las importaciones era en “víveres y especias”, lo cual evidenciaba que la producción en el país, carente de soberanía, no tenía una preocupación por las necesidades nacionales y estaba dirigida bajo los intereses del capital extranjero. Solo la ganadería había permitido desarrollos de la industria textil nacional en el Cuzco, donde se evidenciaba cómo “el indio se ha asimilado al maquinismo” (Mariátegui, 1985, p. 37). Legislativa y crediticiamente había mayores garantías para el desarrollo de haciendas que para el impulso de la industria urbana. La minería, la explotación del petróleo, el comercio y el transporte estaban total o mayoritariamente en manos del capital extranjero.
En la Costa, la plantación de alimentos estaba por debajo de la ley y el cultivo se concentraba exclusivamente en la producción de azúcar y algodón. Con una pobre vida urbana, no existían ciudades que permitieran un verdadero comercio fluido y una circulación de la riqueza. La hacienda, que era el tipo de agrupación económica rural dominante, limitaba aún más el intercambio al autoabastecerse en los requerimientos para la producción de azúcar y algodón.
El terrateniente de la Costa justificaba su gran propiedad gracias a que esta le facilitaba su vasta producción, que equilibraba la balanza comercial del país. Mariátegui explicaba que, por el contrario, el terrateniente -“burgués” local, más rentista que capitalista, financiaba su actividad económica por medio de hipotecar su propiedad y producción al capital extranjero. Dicha clase, a falta de formación y espíritu de capitán de industria, terminaba quebrando y perdiendo su propiedad en manos extranjeras, entregando el país y profundizando la presencia y poder imperialista en el territorio nacional.
“Los elementos morales, políticos, psicológicos del capitalismo no parecen haber encontrado aquí su clima” (Mariátegui, 2005, p. 34). La herencia feudal imposibilitaba el desarrollo decidido del capitalismo y era la culpable de la paupérrima condición de vida de la mayoría del país. El papel de yanacones del capitalismo anglosajón, jugado por los terratenientes de la Costa, garantizaba el trabajo del campo por medio de braceros en condiciones extremas de explotación, incluso bajo formas y principios feudales, que aseguraban bajos costos y mayores ganancias. De este modo, era que las haciendas de la Costa conseguían financiar su tecnificación capitalista.
En las haciendas de la Costa, sobrevivían métodos de explotación como el yanaconazgo y el enganche; sin embargo, el carácter capitalista de sus empresas las empujaba hacia la concurrencia, y junto con la relativa libertad que tenía el bracero de migrar cuando se le oprimía demasiado, hacían que el salario empezara a reemplazar al yanaconazgo y a los otros mecanismos atrasados de vinculación del trabajo.
En la Sierra prevalecía la feudalidad y la minería, los métodos de explotación en las haciendas hacían que el indio prefiriera someterse al salario paupérrimo de las minas o migrar temporalmente en busca de mejor remuneración a la Costa. Inexistente el salario en dicho territorio (a excepción de las minas), se hacían explícitas todas las manifestaciones de precapitalismo, incluida una reanimación de la mita, llamada Ley de Conscripción Vial, con la que se obligaba a trabajar a los indígenas en obras públicas que beneficiaban directamente a los gamonales.
En la Sierra Mariátegui explicaba que la comunidad indígena permanecía viva, se oponía menos al desarrollo del capitalismo que el latifundio de esta región. Había encontrado en la contemporaneidad posibilidades de evolución y desarrollo, cuando lograba articularse al comercio con garantías técnicas, tecnológicas e infraestructurales, y como cooperativa era más productiva que el latifundio que poseía la mejor tierra, con mayor disposición subjetiva para el trabajo y cultivando las peores tierras. En cien años de república en el Perú, los indígenas no se habían vuelto individualistas, y donde no se conservaba la propiedad colectiva quedaban vigentes formas de cooperación en el trabajo que mostraban la vitalidad del comunismo indígena.
Mariátegui caracterizaba, además, una tercera región que era la de la Amazonia, que había sido el territorio donde pululó el esclavismo mientras el auge y la decadencia de la explotación del caucho. “En la Montaña o Floresta, la agricultura es todavía muy incipiente. Se emplean los mismos sistemas de ‘enganche’ de braceros de la Sierra; y en cierta medida se usan los servicios de las tribus salvajes familiarizadas con los blancos” (Mariátegui, 1985, p. 39).
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