Este castigo final recibido por las monjas provocó una fuerte oposición de los vecinos payaneses, quienes se enfrentaron al prelado para evitar el alejamiento de sus hijas y parientes, enviando a Quito a tres representantes: Francisco de Vega, escribano del cabildo, el capitán Pedro Sánchez Trigueros y Cristóbal de Mosquera, quienes iban con documentos en los que se probaban los desmanes obispales y la posibilidad de que el prelado quisiera vengarse en las monjas de las prominentes familias payanesas que se habían opuesto a sus medidas. No obstante, para marzo de 1613, el obispo González de Mendoza retornó de Quito con las provisiones de la audiencia que aprobaban la condenación final de las monjas, llamando de nuevo a los testigos para que ratificaran sus acusaciones y profiriendo la sentencia final contra las culpadas: destierro a los conventos de la Concepción en Pasto; Santa Clara, Santa Catarina y la Concepción en Quito, por la cercanía y por pertenecer Popayán a la jurisdicción vicepatronal quiteña; ayuno; encierro; penitencia y labores de criadas sin derecho al disfrute de su dote en sus nuevos claustros; todo en un periodo que variaba entre cinco y diez años, según la culpabilidad de cada monja. La primera reacción a la vuelta del prelado fue el miedo que se adueñó de siete de las religiosas acusadas, quienes para frenar la pena obispal negaron los testimonios firmados a Vega, Mosquera y Sánchez en los que inculpaban al obispo de querer vengarse a través de ellas de algunos de sus enemigos y de inducir a varias para que se declararan culpables, además de afirmar haberse visto obligadas a mentir. Sin embargo, uno de los testigos del proceso declaró que tal autoincriminación y perjurio se dio más por el ánimo de salvar a sus amantes, pues ellas, según les había escuchado, “no habían de ser causa de que ahorcasen a nadie ni de su deshonra” 29.
Con esto, los meses de enero a abril de 1613 estuvieron teñidos de gran agitación y tensión, y el día en que se cumplió la sentencia de destierro contra 21 de las monjas, mientras Juan Gallegos, padre de Brígida de la Concepción y de Catalina de San José les gritaba a sus hijas que no salieran del convento sino hechas pedazos, y que si fuere necesario se echasen de las mulas, un gran lío se armó en Popayán, pues una turba descontenta conformada por varios vecinos, “parientes y amigos de las monjas y de los sacrílegos” 30, al parecer apoyados por el gobernador del momento, Francisco Sarmiento, se dirigieron a la casa arzobispal dispuestos a dar muerte al obispo y a su mal visto sobrino 31. De la escaramuza resultó herido el notario eclesiástico, quien recibió una cuchillada en la cabeza que no pasó a mayores gracias al cintillo del sombrero que llevaba, y fue apresado un sombrerero, que intentó herir con una daga al prelado. Estos sucesos, más la indiferencia y desprecio de la población y de ciertas autoridades, llevarían a González de Mendoza a pedir una promoción, viendo que su vida y la de sus familiares corría peligro 32. Mientras tanto, en la ciudad se escucharon durante los meses siguientes al destierro de las monjas, las voces: “¡Obispo insolente! ¡Alborotador de la república! ¡Provocador de mil maldades!” 33.
El castigo no terminó con el destierro de las monjas, pues las acusaciones de sacrilegio, rebeldía y ocultamiento que se siguieron en el juicio civil contra 33 hombres de diverso rango social del obispado fueron conseguidas con los testimonios de varias monjas y de siete negras, quienes como criadas de las religiosas conocían la vida del claustro, situación fundamental para que sus testimonios fueran considerados como relevantes al concebirlas como testigos de hecho de los pecados de las religiosas. Para los 33 culpados, las penas de primera instancia fueron depuestas en su mayoría por apelación en la Audiencia de Quito; así, por sacrilegio fueron condenados a pena de muerte Manuel Núñez de Castro, mercader portugués; Andrés Ruiz de Peralta, mercader; y Francisco de Espinoza, castigo que solo le fue confirmado a Núñez, quien vía tormento admitió haber cometido acto carnal en su tienda con Margarita de Jesucristo, por lo que se le condenó a muerte, sentencia cumplida el 13 de agosto de 1611, cuando fue sacado de la cárcel en una “bestia […] con soga a la garganta, los pies y manos atadas”, hasta la plaza pública, donde se había levantado una horca de tres palos de la cual fue colgado teniendo “los pies altos del suelo”. Terminada su ejecución se decidió dejar su cadáver todo el día en el patíbulo para que luego se le cortara la cabeza y fuera puesta “en la esquina del convento de las monjas en una jaula de hierro” 34.
A los otros dos acusados les fue revocada la sentencia, siendo Ruiz de Peralta condenado a destierro perpetuo, como parte del cual debía cumplir dos años en las guerras de Chile por su cuenta; no obstante, el castigo no se cumplió porque huyó con la complicidad de su carcelero; y Espinoza fue castigado con el tormento ante su negación de los cargos, y condenado a vergüenza pública, a diez años de destierro y a servir también en las guerras de Chile. A 27 de los 33 implicados, que pertenecían a la gente “más granada del pueblo” 35, se los acusó de rebeldía y se los condenó a muerte, sanción que se combinó con la pérdida de sus bienes, el pago de sanciones de dinero y destierros de dos años a cumplir en las guerras de Chile y de los pijaos; la mayor parte de estas sentencias fueron revocadas después, siendo absueltos varios de los implicados o sancionados tras el pago de dinero 36.
Por otra parte, fray Diego de Guzmán y fray Rodrigo de la Cruz, dominicos implicados en el sacrilegio, vía tormento admitieron al obispo haber enseñado a las religiosas que “sus sensualidades no harán más de fornicaciones simples y de ninguna manera sacrilegios y que podían con suma conciencia salirse de la clausura cuando se les antojare y casar por ser inválidos los votos que profesaron en manos del ordinario, [que] se debían prometer en las de prelados de la orden de San Agustín” 37. Además, uno de los indios criados de los frailes denunció que Guzmán y De la Cruz, junto a Juan de Castro, también dominico, salían en las noches del convento dominico con hábito de soldados al claustro de la Encarnación, y en dichas salidas furtivas cada fraile “llevaba su monja a la celda” 38. Entre ambos religiosos, Guzmán fue continuamente señalado por los testigos de tener relaciones con tres de las monjas, y además de haber tenido un hijo con Margarita de Jesucristo, el cual “llevaron a Buga y lo entregaron a una mulata hija del cura” 39. A los tres frailes se les quitó el hábito, los desterraron perpetuamente de Popayán y del Perú y condenaron a galeras a los dos más culpados, Guzmán y De la Cruz 40.
Sin embargo, en 1614 un nuevo provincial dominico, fray Marcos de Flórez, le pidió al cabildo catedral de Quito, por haber sede vacante, permiso de interrogar a las monjas desterradas en los conventos de Pasto y Quito, para comprobar la culpabilidad de los frailes y de conocer cuáles fueron sus procederes en la ciudad. Los nuevos testimonios de las monjas, como se verá en el siguiente acápite, dan cuenta de la supuesta inocencia de los frailes y de la animadversión del obispo contra las órdenes religiosas del obispado. Los dos frailes que violaron la clausura, si bien por mandato real fueron requeridos por la Inquisición en Sevilla, según el obispo huyeron con apoyo de sus ordinarios a Perú y Nueva España 41, situación que llevó al rey a pedir su apresamiento inmediato y que fue perfecto argumento para que González de Mendoza probara la desobediente y “disoluta voluntad” 42en la que vivían las órdenes religiosas en el obispado. Después de los interrogatorios realizados a las monjas payanesas, el capítulo provincial decidió regresarles a ambos frailes sacrílegos su hábito y permitirles seguir con su vida religiosa muy lejos de Popayán.
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