Jorge Enrique Salcedo Martínez S J - Historias del hecho religioso en Colombia

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En la década de los noventa, el estudio de la historia del hecho religioso en Colombia comenzó a explorar escenarios diferentes al catolicismo debido a varios factores. El primero afectó a todas las ciencias sociales en Occidente: la crisis de los grandes paradigmas ejemplificados en el final del socialismo real, la disolución de la URSS y la caída del Muro de Berlín. El segundo, vinculado con el anterior, fue la crisis del discurso excesivamente racionalista e ilustrado que pronosticaba, desde la década de los sesenta, la debacle de la religión. Por el contrario, lo que se vivió fue el reverdecimiento de las creencias, entre ellas las religiosas. El tercero tiene que ver con la explosión temática de la historia en Colombia, es decir, con la manera como diversos temas, entre ellos el hecho religioso, pasaron a ser objeto de investigación por parte de historiadores profesionales. El cuarto se relaciona con la Constitución Política de 1991, en la que quedó plasmada la libertad religiosa, que derivó en el reconocimiento y aumento de credos diferentes al católico en la cotidianidad. Treinta años después es notorio el auge de la historia en Colombia, por las múltiples temáticas que han surgido y se han consolidado. Ejemplo de ello es este libro que trata sobre las diversas historias del hecho religioso en el país.

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Este texto tiene como objetivos estudiar los sucesos y protagonistas del sacrilegio del Convento de Nuestra Señora de la Encarnación de Popayán para comprender qué presuponía para la época el rompimiento de la clausura conventual en una sociedad local; analizar el papel del rumor, la devoción amorosa y la desobediencia eclesiástica en un claustro; y evidenciar las tensiones y enfrentamientos entre las monjas agustinas culpadas y las autoridades eclesiásticas payanesas, con el fin de comprender los procesos de juzgamiento de sacrilegios en conventos femeninos durante el periodo colonial. Además del expediente que contiene el caso de sacrilegio, fue posible revisar correspondencia variada, reales cédulas, provisiones y documentos de los gobernadores de Popayán que exponen la preocupación de las autoridades por el escándalo generado; y memoriales e interrogatorios que muestran, aparte del complejo mundo jurisdiccional eclesiástico colonial, las presiones y castigos a los que fueron sometidas las monjas. En términos generales, salvo las correspondencias, que están escritas en un tono más personal, buena parte de estos documentos son judiciales, por lo que la enunciación intenta dar cuenta de la inocencia o culpabilidad de los implicados; toda esta documentación proviene del Archivo General de Indias, del Archivo Histórico de Quito y del Archivo Nacional del Ecuador.

DEVOCIÓN Y SACRILEGIO EN POPAYÁN

La primera mención escrita que se hizo de este proceso se encuentra en una de las actas de reunión del cabildo catedral de Popayán, con fecha del 11 de mayo de 1609, que iba acompañada de una carta del deán Montaño en la que hizo referencia a los continuos rumores que desde el año anterior (1608) se habían extendido por la ciudad debido a las entradas continuas al convento, y a horas indecentes, de algunos frailes dominicos, cuyo convento colindaba en una esquina con el de las monjas agustinas. A pesar de las reconvenciones del deán y sus capitulares, las monjas habían decidido no obedecer, pues los frailes dominicos les habían explicado que no eran monjas profesas, sino mujeres recogidas y no sujetas a religión, y que solo el provincial de su orden podía juzgarlas y sentenciarlas. Esta inicial rebeldía obligó a Montaño, el 8 de agosto de 1608, a apostar espías en ambos claustros para comprobar si eran ciertas las entradas furtivas al convento y si había religiosas que se dirigían al convento de Santo Domingo a comer y merendar en altas horas de la noche. Esta explicación brindada por las monjas bien permite apreciar que, en términos de jurisdicción eclesiástica, los conventos femeninos estaban sujetos o a la autoridad de sus émulos masculinos o, en el caso de las fundaciones conventuales que se presentaron después del Concilio de Trento, a los obispos y arzobispos 15. A pesar de estas consideraciones, los argumentos de las monjas revelan: 1) que no consideraban estar sujetas al ordinario, es decir, a la jurisdicción del obispo o de su correspondiente cabildo catedral, sino al provincial de la orden agustina, desconociendo con esto que su fundador había sido un anterior obispo de Popayán; y 2) que al no estar presente un provincial o, en este caso, el obispo, la profesión de fe de varias de ellas no se había realizado, por lo que no eran religiosas todavía y, por ende, no debían seguir la regla de clausura que por obligación debían acatar y respetar.

Así, frente al aviso de la presencia dominica en la Encarnación, llegó el deán a las puertas del convento, siendo recibido por la priora, quien le confesó que había dos frailes en el interior del espacio claustral, en la huerta, por lo que Montaño, junto con otros clérigos y el notario, entró al convento para apresarlos, momento aprovechado por las monjas para esconder a ambos frailes debajo de los colchones de una religiosa que se encontraba enferma. Esta situación dio inicio al primer proceso que juzgó a las monjas de la Encarnación y en el que se empieza a denotar su desafío a las autoridades eclesiásticas y su doble defensa, por un lado, de la pertenencia jurisdiccional de su convento y, por otro lado, de su rol como religiosas. Por no haber obispo —para 1608 aún no había sido nombrado nuevo prelado para Popayán— le correspondió a Montaño servir de juez al ser el provisor en sede vacante, encontrando a tres religiosas culpables de violar la clausura, a las que sentenció a seis años de cárcel, privadas del velo negro y del voto perpetuo. Respecto a los frailes, el cabildo eclesiástico no podía juzgarlos, dado que no tenía jurisdicción eclesiástica sobre las órdenes religiosas masculinas. Montaño mencionó que en general existían en el obispado 11 conventos que vivían en continua relajación, derrochando dinero y viviendo en el total escándalo al no guardar la clausura de forma debida. He aquí una primera clave que nos permite ir entendiendo la vida disoluta en la que se encontraban los claustros payaneses 16, pues el encontrarse lejos de sus provinciales, ubicados en una zona geográfica que a principios del siglo XVII se caracterizaba por la dificultad de comunicación y la debilidad de las autoridades civil y eclesiástica, pudo haber permitido que la disciplina y la regla eclesiástica conventual fueran debilitándose poco a poco.

Como medida preventiva se colocó en la puerta de la iglesia del convento un auto en el que se señalaba la prohibición de visitas y conversaciones ordinarias entre las monjas del convento y cualquier persona seglar o eclesiástica de la ciudad, aunque fuera familiar de alguna de las religiosas. Sin embargo, el cabildo eclesiástico tenía la leve sospecha de que las religiosas mantenían sus vínculos con los frailes, pues se supo que ante los castigos que impuso el deán corrían las monjas a ser absueltas de las censuras por los dominicos.

Hablemos de las tres monjas acusadas: la priora del convento, María Gabriela de la Encarnación, y las monjas profesas, Margarita de Jesucristo y María Magdalena de la Purificación, quienes, en voz de la primera, por ser su priora, manifestaron en el primer interrogatorio que recusaban a su juez por no corresponderle la jurisdicción regular sino la ordinaria. A pesar de este recurso brindado por el derecho, el deán, junto con su cabildo eclesiástico, levantó 17 cargos de rompimiento de clausura, vida disoluta y relajamiento de las costumbres religiosas a las tres monjas —la mayor parte de los cargos recayeron en la priora—, ante lo cual fueron declaradas las siguientes sentencias:

1. Para las tres monjas mencionadas: despojo y privación de su hábito, quedando con el velo blanco; privación de voto activo y pasivo, con lo que no podían elegir ni ser electas en ningún cargo en el convento; pérdida de la antigüedad en el convento, coro y refectorio; prisión y aislamiento por seis años en una celda cuya puerta estuviera tapiada con lodo y con un torno para que pudieran comer; y, terminado este presidio, quedarían en condición de donadas, haciendo los oficios de la cocina.

2. A la priora y a todas las monjas del convento, por sus desobediencias con el cabildo, se les ordenó ayunar los miércoles y viernes con pan y agua; rezo los viernes de los salmos penitenciales con sus letanías; y prohibición para ser electas como prioras por un tiempo de seis meses.

3. A todas las monjas se prohibía por dos años la entrada al locutorio y entablar conversación con cualquier persona sin licencia episcopal; además de no permitírseles el tocado con copete ni ningún tipo de ornamento más allá del blanco y negro, ni que criaran cabello alguno. Aquella que fuere pillada con tocado o con cabello recibiría un castigo por seis meses continuos en el cepo 17.

A pesar de estos evidentes castigos, las tres monjas habían continuado con sus apelaciones, dirigiéndose al cabildo catedral de Santa Fe, gracias a fray Antonio Badillo, prior del convento de san Agustín en dicha ciudad, quien presentó su caso ante esta corporación, que dio la orden de que fueran liberadas de sus prisiones 18, dado que se consideró como insuficiente el derecho jurisdiccional del deán y se aceptó el argumento de no profesión por falta de provincial presentado por las religiosas. Este primer momento da cuenta de las continuas tensiones que se podían gestar por la falta de claridad y la incomprensión de la potestad jurisdiccional en los claustros femeninos, pero también indica la posibilidad que tenían las religiosas de pedir la procuración de cercanos que pudieran abogar por sus procesos.

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