Jorge Majfud - La privatización de la verdad

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Estados Unidos es el país de las máscaras y de la doble personalidad del superhéroe de la cultura popular: la obsesión de la 'unión' enmascara sus profundas divisiones, así como el discurso sobre la expansión de la 'libertad' acompañó la permanente expansión del sistema esclavista en cada una de sus conquistas territoriales. Aunque los confederados, los esclavistas del sur, perdieron la guerra civil en 1865 y luego perdieron la guerra cultural durante el siglo XX, inadvertidamente ganaron la guerra política y, sobre todo, la guerra ideológica que hizo de Estados Unidos un imperio basado en los mitos de superioridad racial, primero, y de superioridad cultural y moral después. Así mismo, de forma subrepticia, la ideología de los perdedores logró demonizar a los pobres y a la clase trabajadora y elevar a categorías bíblicas a los ricos y a la clase inversora, de la misma forma que antes había demonizado a los esclavos mientras santificaba a los amos esclavistas. «La privatización de la verdad» es un contrapunto entre el pasado y el presente más reciente (sobre todo, el último año de la presidencia de Donald Trump), una muestra de la continuidad de la guerra civil y de la ideología de los esclavistas del sur por otros métodos. El nuevo capitalismo estadounidense es la continuación del sistema de esclavitud derrotado en la guerra. No lo distinguen las narrativas sobre la libertad y el mesianismo de los de arriba; solo algunas leyes que prohíben el azote físico e imponen un salario, y la sustitución de algunas palabras por otras, como la palabra 'negro' por 'comunista'.

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DURANTE LA GUERRA FRÍA, al mismo tiempo que Washington consideraba que la presencia de Moscú en la región era prácticamente inexistente (en los años cincuenta sólo México, Buenos Aires y Montevideo tenían una embajada soviética), propagaba lo contrario. Las clases dirigentes latinoamericanas, por obvias y diversas razones económicas, lo repetían sin dudar. Más abajo, quienes nunca recibieron un dólar colaboraban con fanatismo. Algo parecido a lo que la CIA llamaba “colaboradores honorarios” para referirse a los periodistas que no recibían paga por el servicio de reproducir sus ingeniosos inventos informativos escritos en Miami y Nueva York.

Debido a la derrota del nazismo en Europa, el viejo racismo y el nuevo nazismo estadounidense tuvo que esconderse y llamarse a silencio por un tiempo. Unos pocos volvieron a las máscaras del Ku Klux Klan y el resto se travistieron con nuevos discursos xenófobos sobre los límites fronterizos, el peligro de los inmigrantes (se agregó lo de ilegal para adaptarlo al mito legitimador del límite fronterizo , no de la frontera ) y la eterna victimización de la raza caucásica, la más patriótica de todas, siempre amenazada desde abajo. De hecho, Adolf Hitler, (líder ampliamente admirado entre varios poderosos políticos y empresarios como Henry Ford, Torkild Rieber, y numerosos directores de la CIA y el FBI) ni siquiera tuvo ideas radicales; las recibió digeridas de esta tradición estadounidense, como él mismo lo reconoció.

La nueva “política del buen vecino” de Franklin Roosevelt y la inevitable retórica democrática de los Aliados contra Hitler lograrían más tarde desmantelar varias dictaduras de extrema derecha en América Latina, pero este desaliento duró lo que dura la Navidad. Lo mismo la retirada de los militares pronazis en países como Bolivia, Paraguay o Guatemala. Apenas concluida la Segunda Guerra, Estados Unidos, convertido en la primera superpotencia mundial sobre las cenizas de Europa y Japón, había identificado a su más importante aliado durante la guerra, la Unión Soviética, como el desafío número uno a su hegemonía. Rápidamente, las simpatías por los nazis volvieron a su estatus anterior. En Washington, quienes no simpatizaban con los nazis los usaron en la supuesta lucha contra el comunismo y para desarrollar programas más constructivos como la NASA. En Países con numerosa población indígena como Guatemala, Paraguay, Bolivia y parte de Chile, las comunidades alemanas y los militares pronazis, con su sentido de la superioridad racial y social, accedieron rápidamente al poder y, consecuentemente, Washington y las transnacionales estadounidenses los vieron como aliados naturales a los cuales apoyaron con capitales, con propaganda ideológica y con diversos complots, la mayoría de las veces organizados por la CIA.

En América latina el conflicto central no radicó en el comunismo ni en las razas impuras, sino contra cualquier fuerza independentista que pusiera en cuestionamiento la superioridad anglosajona y el derecho de Washington a dictar a su antojo. En 1909, por ejemplo, el gobierno de Nicaragua, uno de los pocos gobiernos capitalistas (con algunas políticas progresistas) que había logrado un resonante éxito, no sólo en materia social sino también recuperando la costa caribeña en manos de Gran Bretaña, fue destruido por un golpe militar orquestado en Washington. La razón no era ni su capitalismo ni su progresismo, sino su independencia y su inaceptable éxito. Así veremos, a lo largo de esta historia, una sucesión de excusas: defensa de la raza, imposición del orden en países demasiado lleno de negros y de indios y, finalmente, lucha contra el comunismo —aun cuando el comunismo era una fuerza irrelevante, como en Guatemala. El verdadero problema era otro. Antes que Washington decidiera destruir el gobierno de José Santos Zelaya en Nicaragua, a quien llamó cada vez que pudo “tirano” y “dictador”, ese país era el más próspero y desarrollado de América Central. Luego de medio siglo de desestabilizaciones y de la larga dictadura de la familia Somoza, impuesta y apoyada por Washington en nombre de la libertad , Nicaragua se convirtió en el país más pobre y más embrutecido de la región. Cuando en 1979 Nicaragua se liberó de la dictadura de los Somoza, fue acosada otra vez por Washington, a fuerza de dólares, bombas y propaganda internacional, siempre en nombre de la libertad —no vaya alguien a pensar otra cosa.

Violencia que no se exporta se consume en el mercado interno

EL 24 DE MARZO DE 1983, EN UN ACTO EN LA BIBLIOTECA del Congreso, el presidente Ronald Reagan repitió las palabras del historiador Henry Commager: “la creación de los mitos nacionales nunca estuvo libre de conflictos; los estadounidenses no creían del Oeste lo que era verdad sino lo que para ellos debía ser verdad”. Como en todos los grandes temas a los que se enfrenta la sociedad estadounidense, la actitud de una parte significativa ha sido siempre la de negar la realidad a través de narrativas y en base a sus mitos fundadores: la libertad propia como producto de las armas, la libertad ajena como producto de nuestro sacrificio, la promoción de la democracia en países bárbaros, la riqueza como mérito individual de unos pocos, la superioridad racial primero (“la raza libre”) y la superioridad nacional después (“el pueblo libre”), el éxito económico como prueba de ser los elegidos de Dios, la acusación a los demás de nuestros propios defectos (los fanáticos pertenecen a otras religiones)…

El fanático religioso, que cree y siente que la realidad depende de sus oraciones y Dios está obligado a escuchar sus deseos, no se representa como tal. Esta negación de la realidad ha tenido resultados diversos, aunque casi siempre fue la realidad la que debió ceder. Pero cuando esa misma sociedad debe enfrentarse a un enemigo que no escucha ni se puede ver, un enemigo al que no se puede amenazar con un rifle AR 15 ni se puede bombardear, la negación de la realidad no funciona como se espera y la frustración explota por las viejas heridas.

En el caso del Covid 19, el país más rico y poderoso del mundo ha demostrado que no sabe organizarse como colectivo ni sus instituciones (como el sistema de salud) están hechas para actuar de esta forma civilizada a la altura de sus posibilidades materiales. Todavía algunas cosas se pueden aliviar a fuerza de montañas de dólares, pero la conducta racional de su sociedad y de sus líderes es un déficit que explica los millones de infectados y los ya casi doscientos mil muertos.

Con la excepción de las redes científicas y universitarias, con la excepción de un sector de la población que no alcanza a decidir las políticas de Estado, los políticos y la sociedad estadounidense tampoco saben relacionarse con las otras naciones para enfrentar el problema, como no ha sabido hacerlo para enfrentar un problema mayor, el ecológico. Si se relaciona, es a través del conflicto.

Como consecuencia de este enemigo interior e invisible, los antiguos problemas sociales y raciales (nunca resueltos por la misma afición a negar la realidad) se han exacerbado hasta empujar al país a un estado de tensión social y hasta niveles de violencia armada en las calles que no se veía desde hacía muchas décadas, cuando el país se dedicaba a exportar su violencia fundacional a otros países. Esta exportación de violencia no solo era estimulante para los negocios de la guerra, para la industria militar y las megacorporaciones, sino que, además, producía un poderoso efecto de distracción de los problemas propios y, por ende, de unión ante un enemigo exterior.

Con la identificación de los inmigrantes como el nuevo “enemigo exterior”, el problema comenzó a filtrarse hacia el interior y se encontró con viejos monstruos, como la discriminación racial, el desprecio por los pobres (los perdedores), el fanatismo de las armas como solución a todos los problemas, y el patriotismo de banderas hasta en los calzones que cubre todas las viejas heridas que nunca cicatrizan, esas mismas que convierten los traumas históricos e individuales en motivos de orgullo.

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