ESTADOS UNIDOS FUE FUNDADO en base a una contradicción fundamental: por un lado, el humanismo ilustrado de la élite de los Padres fundadores y, por el otro, una cultura más extendida basada en el mito de la superioridad de la raza anglosajona, elegida por Dios. Esta contradicción se superará en 1828 cuando Andrew Jackson, un racista, genocida y analfabeto sureño arrase en las elecciones contra el último presidente de la generación fundadora, John Quincy Adams, e inicie la primera refundación del país. Hasta entonces, el mito fundador, las narrativas aglutinantes habían atacado desde el principio el absolutismo europeo. Al fin y al cabo, la Revolución estadounidense de 1776 se había realizado contra el rey George III mientras los Padres fundadores se encontraban seducidos por las nuevas ideas de la Ilustración europea que luego llevarán a Francia a su propia revolución en 1889. A partir de Andrew Jackson, “los amigos de la libertad” ya no serán los intelectuales de Franklin y Jefferson sino los “hombres de la frontera”, los Daniel Boone con un hacha en una mano y una escopeta en la otra. Las dos generaciones se odiarán por sus ideas, pero compartirán el mismo racismo, una más criminal y más honesta que la anterior.
Desde antes de la Doctrina Monroe de 1823 y por los siglos por venir, las declaraciones contra cualquier injerencia de cualquier potencia europea (las únicas potencias imperiales posibles por entonces) en al Patio trasero de Estados Unidos debían ser aniquiladas a cualquier precio, sea por la vía diplomática, financiera o directamente a través de la guerra (contra países pobres, naturalmente). Si consideramos la historia previa de agresiones contra las naciones indígenas y los prematuros deseos de tomar Florida, Cuba y el norte de México, podemos entender (o al menos sospechar) que la Doctrina Monroe no tenía en mente tanto Europa como los pueblos más débiles del Oeste y del Sur, poblados por razas inferiores. Para ello, esta doctrina, expresión legalizada del fanatismo anglosajón, se fue actualizando acorde a las necesidades históricas: Doctrina Richard Olney (1895), corolario Theodore Roosevelt (1905), corolario George Kennan (1950) y doctrina Jeane Kirkpatrick (1980; para defender sus intereses, Estados Unidos debe apoyar a dictaduras de extrema derecha en el Tercer mundo, sin sentimientos de culpa).
Por otro lado, la principal narrativa aglutinante que promovió y justificó el expansionismo estadounidense desde 1780 hasta 1945 fueron abiertamente raciales, una mezcla de la Biblia con El origen de las especies de Darwin. En 1900, por poner sólo un ejemplo, el senador Albert Beveridge repetía ideas por entonces rutinarias en el mismo Congreso que resumen esta poderosa mentalidad: “ Dios no ha venido preparando al pueblo teutónico de habla inglesa por mil años para nada, para que nos admiremos de nuestra propia belleza. Pues no. Dios nos ha hecho los amos de la organización para que corrijamos el caos que reina en el mundo… Esta es la misión Divina de Estados Unidos y por eso merecemos toda la felicidad posible, toda la gloria, y todas las riquezas que se deriven de ella… Sólo un ciego no podría ver la mano de Dios en toda esta armonía de eventos… Señores, recen a Dios para que nunca tengamos miedo de derramar sangre por nuestra bandera y su destino imperial ”. Sangre ajena, está de más decir.
Esta mentalidad, ahora disimulada en los medios, en los bares y hasta en la misma academia, permea toda la historia y el presente del país. En la declaración de Independencia de 1776 se proclamaba que “ todos los hombres son creados iguales y dotados por su Creador de derechos inalienables, como lo son el derecho a la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad ” mientras que la Constitución de 1887 se iniciaba con la famosa frase “ Nosotros, el Pueblo ”. Hay un detalle: “nosotros” y “todos los hombres” no incluían a los esclavos negros ni a los indios ni a ningún otro grupo que no fuese blanco y propietario, dos condiciones para ser considerados ciudadanos responsables. Así será para la constitución por al menos un siglo, y a esa brutal dictadura de una pequeña minoría (cuyas leyes protegían y promovían la esclavitud, la persecución, el secuestro, la tortura, el despojo y el genocidio) se la llamará “democracia”. No por casualidad democracia y libertad serán las dos palabras más usadas desde el inicio para justificar la esclavitud, el robo de tierras, las limpiezas étnicas y las múltiples violaciones de tratados firmados con las razas inferiores. Cuando las populosas naciones indias fueron despojadas de sus tierras, desplazadas y exterminadas, lo fueron en nombre de la “expansión de la libertad”. Cuando se despojó a México de la mitad de su territorio con una guerra inventada con excusas que ni sus generales creían, no sólo se convirtió a sus habitantes en ciudadanos de segunda categoría, sino que se los expulsó en la medida de lo posible y se reinstaló la esclavitud donde antes era ilegal. Todo fue hecho para “expandir la libertad”. Cuando no se quiso seguir anexando lo que quedaba del México antiguo, ni se quiso a las repúblicas de América Central y del Caribe como nuevos estados fue porque estaban demasiadas llenas de negros y mestizos, lo cual podía contaminar la Unión. Entonces se establecieron protectorados y brutales dictaduras bananeras para imponer “el orden y la libertad”. En algunos casos los dictadores fueron aventureros privados (William Walker), abogados oficiales (William Taft), hombres de negocios (Theodore Roosevelt, hijo) o directamente marines (Faustin Wirkus), pero en la mayoría consistieron en marionetas criollas, marionetas de Washington con poder absoluto para tomar las tierras de los pobres, de los indios, para violar a sus mujeres y garantizarles a las empresas estadounidenses toda la protección posible aparte de tierras gratis y de exoneración de impuestos.
Cuando las poderosas empresas privadas continuaron empujando las fronteras, imponiendo otras dictaduras militares en América latina más allá del Patio trasero o, simplemente, presionando a los legisladores criollos para garantizar su derecho a exterminar cualquier otra opción económica o social en la región, también se lo hizo en nombre del “imperio de la libertad”. De hecho, luego del fiasco de la gira de Nixon por América del Sur en 1958, el presidente Eisenhower notará que, por alguna razón, en aquellos países donde Washington había sostenido dictaduras como la de Pérez Jiménez en Venezuela, la palabra “capitalismo” estaba asociada a “imperialismo”, por lo cual ordenó reemplazarla por “libertad de empresa” o, simplemente, por “libertad”. Siempre la libertad. ¿Qué hay más sexy que la libertad, aunque se trate de un perfecto masoquismo?
Estas ideas, que en el siglo XIX alcanzaron el estatus de Derecho internacional con el monopolio moral de una sola nación (“la raza libre”), fueron dominantes durante varias generaciones antes de ser reemplazadas por la “lucha contra el comunismo” durante la Guerra Fría a mediados del siglo XX. Luego de la desaparición de la Unión Soviética, se continuará la misma tradición de dictar sobre las razas y los pueblos inferiores en favor de nuestras empresas. Las excusas deberán adecuarse una vez más. En los países con petróleo y sin coca de Medio Oriente se lanzará la “guerra contra el terrorismo islámico”; en los países latinoamericanos, con coca y sin musulmanes, se lanzará la loable y sangrienta “guerra contra las drogas”. El narcotráfico no sólo será una nueva excusa para criminalizar negros en Estados Unidos e intervenir en democracias vigiladas de América Latina, sino que, además, será una fuente de ingreso de dictadores amigos y de empleados de la CIA, como el dictador panameño Manuel Noriega y los paramilitares colombianos.
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