Max Aub - Campo Abierto

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Segundo episodio de los seleccionados por Max Aub para trasladar a la escritura su memoria de la guerra. El lector arrancará su lectura de la primera parte con un estremecedor relato, «Gabriel Rojas», de la muerte cotidiana, ya instalada en nuestras ciudades, y seguirá por el despertar del compromiso histórico de un grupo de jóvenes comediantes, del grupo universitario valenciano «El retablo», que deciden marchar al frente de Madrid para sumarse a la resistencia contra el fascismo. Del grupo forman parte Asunción Meliá y Vicente Dalmases, dos jóvenes que a partir de ahora llevarán el hilo de la continuidad a lo largo de las distintas sendas del laberinto. El sangriento episodio histórico que se narra en «Manuel Rivelles», o el análisis narrativo de los casos humanos individuales, con su complejidad psíquica y moral, en «Vicente Farnals», «Jorge Mustieles», «El Uruguayo» o «Claudio Luna», todos ellos llevados a situaciones límites, abren la novela en múltiples direcciones y voces, componen el mosaico complejo de una guerra que no puede ser reducida a un orden maniqueo y binario. La tercera parte nos arrastra hasta las calles y las trincheras de Madrid, al corazón de la lucha desesperada de un pueblo por defender su ciudad y detener a las tropas de ocupación que la asedian.

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–¡Ché! –dijo el Fallero–, ¿qué manera de entrar es esa? ¿Qué queréis?

Slovak tenía la mano en las cachas de su pistola.

–Un teatro.

–¡Hombre! ¿Y tú quién eres?

Peñafiel saludaba a Villegas. Este los presentó. –Son los del Teatro Universitario.

–¿Qué tienen que hacer aquí unos aficionados? –preguntó Llorens–. El teatro es cosa de profesionales. Todas esas perenganadas de aficionados no hacen más que dañar a la industria. Hay que acabar con ellos. Si quieren hacer comedias, que ingresen como meritorios.

No había nadie en la puerta del teatro Eslava. Las puertas que daban al vestíbulo estaban cerradas. Los muchachos tocaron sin resultado. Julián Jover, moviendo sus brazos en aspa, se acercó a la puerta del escenario. Estaba abierta. Llamó a sus compañeros y entraron. No parecía haber nadie.

–Fantástico.

Para la mayoría de ellos era la primera vez que penetraban en un escenario de verdad.

Viniendo de la calle, horneada por el calor de agosto, el pasadizo pareció una gruta misteriosa. Viviendo en un mundo nuevo, sin peso, como el que los embargaba desde hacía quince días, el penetrar como invasores legítimos en un teatro, les daba, además, la sensación maravillosa de piratas. Piratas de verdad, generosos y caballerescos; aventureros llevados en alas de su gusto, en busca o captura del instrumento mágico que les iba a permitir establecerse en la vida según el trabajo que libremente habían escogido. 26El fresco y el silencio –delicioso a pesar del olor muerto– les sobrecogió con fruición. De todos modos Julio Jover le dio la mano a Asunción. Ella sonrió, agradecida. No se veía. La luz venía de muy alto, escasa, filtrándose por las rendijas del telar.

José y Julián se quedaron husmeando por los camerinos, los demás penetraron en el escenario. Santiago Peñafiel gritó, ahuecando la voz:

–¡Ah, de la casa!

No contestó nadie. En la penumbra, las butacas se alineaban sin valla, como olas sucesivas y quietas. Todos estaban sobrecogidos: por la penumbra, la temperatura y la soledad.

Casi no podían creerlo: estaban en un teatro, en un teatro que casi podían considerar suyo. Julio dio unas patadas en las tablas, que resonaron. A los lados empezaban a vislumbrar unos bastidores apoyados contra las paredes.

–¿Dónde se dará la luz?

–¿No habrá nadie?

–¿Dónde estáis?

Lo preguntaba José Jover, asomándose al escenario. La embocadura se divisaba como la entrada de un mundo nuevo al que llegaban desde adentro.

–Estupendo…

Se le llenaba la boca. Adelantando, casi tropezó con las candilejas. No acababa de creerlo. La fauce negra de la concha del apuntador le imponía cierto respeto. De pronto resonó la voz de falsete de Julián:

Yo sueño que estoy aquí

destas prisiones cargado,

y sueño que en otro estado

más lisonjero me vi.

¿Qué es la vida? un frenesí:

¿Qué es la vida? una ilusión,

una sombra, una ficción,

y el mayor bien es pequeño;

que toda la vida es sueño,

y los sueños, sueños son. 27

–¡Ijujú!, ¡qué sueños ni qué carambolas!

Asunción se soltó de la mano de Julio. Se atrevió a dar unos pasos. Empezó a decir con voz insegura que inmediatamente se le volvió grave y cálida:

¿No es breve luz aquella

caduca exaltación, pálida estrella,

que en trémulos desmayos,

pulsando ardores y latiendo rayos,

hace más tenebrosa

la oscura habitación con luz dudosa?

Sí, pues esos reflejos

puedo determinar (aunque de lejos)

una prisión oscura,

que es de un vivo cadáver sepultura… 28

–¡Aquí está la luz! –gritó Rivelles.

–Dala.

Se encendió un foco colocado en medio del escenario vacío. Asunción dio un grito terrible: de un palco pendía ahorcado el cuerpo de un hombre.

Los muchachos bajaron como pudieron del escenario y subieron corriendo al palco. Al fondo del pasillo había un espejo donde se vieron, llegando, desencajados.

–Calma, calma –gritaba descompuesto Rivelles.

–¿Lo subimos?

–Lo que hay que hacer es cortar la cuerda.

–Caerá al patio.

–¿Y si vive todavía?

Asunción sollozaba en medio del escenario.

–Que lo levanten unos desde abajo. Venga, tú y tú.

Nadie lo esperaba, pero el que se había puesto a mandar era el gordinflón bobo de José Jover.

Bajaron corriendo Manuel y Julio. Este último se torció un pie, pero siguió adelante. Aupándose en una platea, lograron asir las piernas del colgado y lo levantaron, mordiéndose los labios. A ambos les daba un asco horrible la carne molleda que sentían entre sus dedos

–¡Venga!, ¡más!, ¡más!, ¡un poco más!

José seguía mandando. José 29se inclinó sobre la baranda del teatro y logró alcanzar el sobaco del muerto, porque eso sí, ninguno dudaba –a pesar de todo– de que aquello fuese ya un cadáver.

Su movimiento hizo caer una carta al patio. Cayó lenta, en zigzag, como una flecha de las que acostumbran lanzar los niños, desde el paraíso.

–¡Venga! ¡Ayuda tú!

Julián estaba a punto de perder los sentidos.

–¿Yo?

–¡Tú! ¡Va a ser el aire! Bueno, venga. Tira.

Alzaron al hombre que pesaba toneladas. Se les cayó para atrás.

–¡Una navaja!

Ninguno tenía. Ya estaban de vuelta Julio y Manuel.

–Dejémosle en el suelo.

–Está más muerto que… –empezó a decir Rivelles, pero se le quedó la frase en el aire.

–¿Más muerto que qué…?

–¿Ninguno tiene una navaja?

–… que Carracuca.

–¿Qué hacemos?

–Avisa a la policía, mira tú éste.

–Aquí hay una sierra –dijo como venida de otro mundo Asunción.

Los jóvenes se habían olvidado de ella. Se asomó José.

–Tráela.

–No puedo.

No se atrevía a saltar del escenario al patio de butacas.

–Ahora voy.

Bajó Julián.

–Avisa a la policía.

–¿Cómo?

–¡Gritando! ¡Pareces tonta! ¿Has pensado alguna vez para qué sirven los teléfonos?

Cortaron la cuerda con la sierra. No fue fácil ni agradable. El hombre estaba muerto, sin remedio.

–¿Quién será?

–El conserje.

–¿Cómo lo sabes?

–Lo he visto algunas veces.

–Recoge ese papel.

–A ver.

Era una sencilla hoja de «tablilla», doblada en cuatro. Bajo el membrete y a la altura de la hora del ensayo se leía, escrito con mala letra:

«Cúlpese de mi muerte a los bandidos».

Los cuatro se miraron.

–Aquí hay una carta.

Estaba en el suelo. La habían hecho caer en su ir y venir.

–¿La leemos?

–¿Para qué?

Asunción les llamaba desde el escenario:

–Ya vienen.

En el comité seguía la discusión. Habían rogado a los jóvenes de «El Retablo» que esperaran afuera mientras ellos dilucidaban qué se resolvía. La mayoría se mostraba francamente adversa, aunque sólo fuese a considerar el asunto. Llorens se mostraba el más intransigente:

–¿Cómo vamos a entregar a esos desgraciados una fuente de trabajo? ¡Eso nos faltaba! ¿Es que somos amas de cría? Que se vayan al frente o a una fábrica, para eso son jóvenes. Aún no tienen veinte años.

–¿Y qué? A lo mejor hacen algo que valga la pena.

–¿Sí o no, hemos acordado crear una escuela de artes y oficios del teatro, donde los hijos de nuestros trabajadores tendrán preferencia?

–Nadie lo niega.

–¿Entonces? ¿Vamos a entregar un teatro a esa caterva de señoritos?

Discutían Villegas y Llorens. Intervino Slovak:

–Podríamos dejarles el teatro para que hicieran dos o tres representaciones… dentro de algún tiempo. Mientras tanto que vayan por los pueblos… Si pueden.

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