–Voy a buscar al médico –grita a las mujeres.
–Telefonea –grita la suegra.
–Más rápido será si lo busco –grita desaforado.
Y sin oír más se lanza a la calle. Sobre las rayas del sudor, por la prisa, le parece que corre ventolina fresca. Aspira hondo. Todos los balcones de la ciudad están iluminados. Todas las ventanas están abiertas. Nunca hubo tanta luz en Valencia, ni en los Viveros cuando hay verbena, ni en la Alameda por la feria.
Y los terrados –piensa Gabriel–, no se dan cuenta de que con tanta luz favorecen a los «pacos» 5apostados en las azoteas. Marcha rápido.
¿Cuánto hay hasta casa del médico? ¿Trescientos, cuatrocientos, quinientos metros? ¡Me olvidé la pistola! Gabriel se palpa el bolsillo trasero del pantalón. ¡Menos mal!: Lleva el carnet del Sindicato. Ahora al pasar por los Dominicos 6pediré el santo y seña. Bueno ya no se llama santo y seña, sino la consigna. 7Gabriel se para y se seca el sudor. Quiere correr, llegar lo antes posible, y, por otra parte, no quisiera llegar nunca. Gabriel quiere a Ángela, pero le repugna el peso blandengue del feto. De pronto tiene miedo de que muera por su culpa. Piensa en el golpe, brusco. Pero no, ¿qué más podía haber hecho? Si no se llega a arrodillar a tiempo, el niño hubiese caído al suelo. Niño, no: niña. Se alegra. Gabriel pasa frente a los Dominicos sin darse cuenta, sin acordarse de que se proponía entrar para que le soplaran la palabra mágica. Pasa ante la fábrica de luz, el colegio, atraviesa la calle de Colón, solitaria. Entra en la calle del doctor Romagosa. Sube jadeante la escalera del médico. La criada le ataja el paso.
–El doctor no está. Creo que fue a su casa. Llamó por teléfono.
Gabriel se tranquiliza. De pronto, como si le ligaran todos los miembros, se siente impotente para el menor esfuerzo. No podría alzar una mano. La criada:
–Siéntese.
Gabriel se deja caer. Sopla. Se lleva la mano a la frente. Piensa: –¿No te da vergüenza? ¿Es esto de lo que eres capaz?
Se levanta, sale. Todavía las escurriduras del sudor.
–¡Qué paquete! Porque era un verdadero paquete. Así se viene al mundo. ¡En qué tiempos naces, hija! Está bonita la ciudad así, iluminada; si los rebeldes tuvieran aviones, ¡qué blanco! Que eso de los pacos, cuentos… Lo que sucede es que es divertido tirar tiros.
La ciudad iluminada. 8No hay posibilidad, en la mente de Gabriel Rojas, que se dé cuenta del retintín volandero que la palabra hubiese, tal vez, despertado en otros.
Un ruido seco, un golpe. Negro. Gabriel Rojas cae al suelo, como un saco. Le dieron por detrás, en medio de la cabeza, donde empezaba a clarearle el pelo, en calva de zapatero.
Acuden policías y milicianos y se generaliza el tiroteo, de acera a azotea.
La calle cobra vida, suben por todas las escaleras. Registran pisos, terrados. No dan con el agresor. Pasan las sombras por las ventanas abiertas, a correr fantasmales por las fachadas fronteras.
Cuatro personas alrededor del cadáver:
–Tiraron desde allí arriba.
–Yo le conocía, era un tipógrafo de El Pueblo . 9
I
¡Reparten los teatros! 10
Entró Julián, agitadísimo.
–¿Qué?
–Entre la U.G.T. y la C.N.T. 11
Todos los que no estaban de pie se levantaron.
–¿Y nosotros?
–Tenemos que ir a hablar con ellos en seguida.
Julián Jover –alto, espigado, con el pelo crespo y la voz aguda, largos brazos, largas piernas, desgalichado– 12se movía en todos sentidos, pura aspa y ascua. 13
–¡El Ruzafa!
–¡El Apolo!
–¡El Principal!
–¡El Eslava!
–Aunque sea el Serrano. 14
Ya se veían actuando como profesionales.
Santiago Peñafiel –fuerte, más bien alto, luciente, moreno, alegre y con largas pestañas, su único orgullo; que por lo demás, lo mismo hacía de barba que de comparsa, de traspunte o de carpintero– daba saltitos:
–¿Te das cuenta? ¡El Retablo 15en un teatro de veras, en un escenario de verdad!
Asunción Meliá –rubia, delgada, con enormes ojos azules de mujer mayor, perdidos en una cara de adolescente, los labios finos y apenas rosados– se abrazaba alborozada a Josefina Camargo 16–de cara irregular, picada de viruelas, la boca hija de un mandoble–, primera actriz del grupo. Fea con ganas, con voz que removía las entrañas, razón de su éxito con los muchachos, y del desconcierto de las mozas que se hacían cruces. (–¿Qué le ven?).
–Vámonos al Sindicato.
–¿Todos?
–No. Todos no: una delegación.
–¿Quién va?
Luis Sanchís –la frente abombada, anteojos, voz de ultratumba, cantante inficionado de zarzuela, rimbombante, gracioso en su chocarrería y mala educación, estudiante de derecho– decide:
–Que vayan Julián y Josefina.
–¿Dos sólo? No son bastantes. Cinco por lo menos.
–No nos darán nada.
–Ya habló quien tenía que hablar.
Era Manuel Rivelles –alto como un palo de telégrafo, por lo que le solían llamar el «Farol» (y a Luis Sanchís, su inseparable, el «Farolero»), tímido, pesimista, humilde, mal cómico, pero ¡con tanta afición! Con la espina clavada de que la gente se reía con sólo verlo aparecer en escena. Estudia historia y padece –casi siempre– enfermedades vergonzosas. Sin suerte, pero tesonero.
Diez más forman entre todos «El Retablo», teatro universitario. Los dirige Santiago Peñafiel, que no es estudiante, no por falta de ganas, sino de medios: encargado de un almacén de maderas del camino del Grao, mantiene su casa: madre y dos hermanillos; tiene, además, pujos literarios, colaborador de algunas revistas de «Joven Poesía». Conocido –él dice amigo– de Federico García Lorca y Alejandro Casona. Desde luego, es el único del grupo que ha visto actuar a «La Barraca» y al teatro de las Misiones Pedagógicas. 17
Están reunidos en casa de Jover –de Jover y sus hermanos, que son cuatro, tres varones y una hembra, aunque de esta última no se habla, que salió pinta–. 18La casa es vieja, de las de chocolate en mancerina. 19Llena de viejitos y viejitas por todos los rincones, muy amables, muy finos, retraídos y admiradores de sus sobrinos, a los que recogieron al morir sus padres. José, Julio, Julián –amargados con lo de Julieta, ida con un comicastro–. Los tres del «Retablo»: José, un papalote con pápulas 20para quien los sellos son el summum y razón de ser. Acaba la carrera este año, sin que nadie se entere, ni él, por supuesto. Heredará el bufete del tío con quien trabaja. Hace versos, sin decírselo a nadie. Es parado, y todos lo tienen por tonto: no hace nada para desengañarlos, tal vez porque no se da cuenta, o porque, quién sabe, lo cree también. Le gusta pasear por la huerta y cortar flores. Luego se las queda mirando horas y horas, oliéndolas:
–¿De dónde les vendrá el olor?
Las deshoja. Los tíos y las tías lo adoran, todos solteros.
Pajarilla era la niña. Vive en Madrid y todos piensan en ella. Guapa de veras y con un genio atroz. Fundó «El Retablo» y fue su gran figura. Quería hacer teatro de veras; la caterva de tíos se opuso. Ella saltó por encima. En el fondo todos esperan que llegue a gran cómica. Por el momento no se sabe mucho de su vida.
La rebelión militar ha derrumbado todas las puertas: ya no son estudiantes, sino actores. Fueron anteayer a ver al gobernador: se han puesto al servicio del pueblo. Duermen menos. Les dieron vales para conseguir madera, telas, pinceles, colores. Les han prometido un camión. Pensaban ir por los pueblos, haciendo sus sainetes, pero ahora entró Julián y se les encandila la imaginación: ¡«El Retablo» era un teatro de Valencia! ¡Qué revolución!
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