Ana Fernández-Caparrós - El teatro de Sam Shepard en el Nueva York de los sesenta

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El teatro de Sam Shepard en el Nueva York de los sesenta: краткое содержание, описание и аннотация

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Sam Shepard (1943) llegó a la ciudad de Nueva York en 1963, en un período de intensa experimentación y renovación de las artes escénicas. Tras estrenar sus primeras piezas teatrales en el Theatre Genesis de la iglesia de St. Mark's in-the-Bowery, el joven dramaturgo se entregó con fervor a la libertad creativa propia de la escena del Off-Off-Broadway neoyorquino durante toda la década de los sesenta. Este volumen estudia cómo sus obras breves de este período se trasladaron a los escenarios, con una viveza sin precedentes en la tradición dramática estadounidense, una sensibilidad contracultural y juvenil que tomaba como referencia el lenguaje musical del rock y los iconos de la cultura popular. En estas obras se encuentra el origen de toda una poética de la imaginación escénica: una apertura hacia lo posible.

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A otro nivel, y siempre en relación con la emergencia de unas condiciones de posibilidad que propiciaron nuevas formas de expresión y disensión cultural, tanto la figura del presidente John Fitzgerald Kennedy como el impacto ocasionado por su asesinato, como en el caso de Martin Luther King Jr., también han sido reivindicados por el modo en que determinaron e impulsaron la actividad de las fuerzas sociales que emergieron en los sesenta. Pese a tratarse de un presidente conservador y anticomunista –y cuya ambivalente posición respecto a la implicación de los Estados Unidos en Vietnam determinó en parte la guerra por venir– Kennedy sobrevivió en el imaginario popular con otra imagen. Como sugiere Fredric Jameson (1984, 19), el legado del régimen de Kennedy para el desarrollo político de los sesenta bien podría haber sido la retórica de la juventud y del cambio generacional que explotó, pero ésta le sobrevivió sin embargo para erigirse en una forma expresiva a través de la cual el descontento político de los estudiantes norteamericanos pudo articularse plenamente. Si la retórica de la juventud de Kennedy, como sugiere el crítico y filósofo estadounidense, precondicionó y posibilitó el nacimiento de una conciencia política en la juventud, Jerome Klinkowitz también concede a la retórica y a la imagen política del presidente un valor fundamental en la configuración de la necesidad de forjar una nueva forma de imaginar, y por lo tanto de pensar, representar, crear, vivir y actuar en los Estados Unidos. Kennedy citó en el discurso de graduación en la Universidad de Yale el 11 de junio de 1962 las siguientes palabras de Thomas Jefferson: “The new circumstances under which we are placed call for new words, new phrases, and for the transfer of old words to new objects”. 1 La recuperación de las palabras de uno de los autores de la constitución de los Estados Unidos y tercer presidente de la nación lleva a Klinkowitz a la siguiente reflexión:

By the time of American 1960s...Jefferson’s “new circumstances” were once more demanding recognition. And the newly elected president, John F. Kennedy, was quoting Jefferson on the need for new words and new phrases to express the making of a new American imagination, for what else could “the transfer of old words to new objects” be? (Klinkowitz 3).

La retórica de la juventud y la retórica imaginativa asidas por una generación de jóvenes que querían crear una identidad propia y deliberadamente diferenciada de la de sus predecesores conforman un marco esencial para poder leer la obra de Shepard. El primer teatro del dramaturgo, en primer lugar, hace totalmente ostensible el cambio sistemático que permea toda la cultura de la época, la tendencia hacia un “ideal imaginativo”, si usamos la expresión de Klinkowitz (viii), gracias al convencimiento de que imaginar otros modos de concebir y percibir la realidad no sólo era posible sino que era necesario: “Persons manage reality by their constructions; and from John Kennedy to Billy Pilgrim, Americans in the 1960s were offered strikingly new ways to put things together” (Klinkowitz viii). 2

Indagar en la peculiar forma expresiva que adquiere el ideal imaginativo en la obra de Shepard y enfatizar así en el carácter imaginativo de esa ‘transferencia de viejas palabras a nuevas circunstancias’ es el principal objetivo de este libro. Pero en el caso de Shepard, además, podemos afirmar que este joven proveniente de California sería también la figura más influyente en la plena traslación de una retórica juvenil al ámbito del teatro norteamericano, y con todas sus consecuencias: desde una poderosa irreverencia creativa hasta un desconcertante infantilismo.

La cultura juvenil

La cultura juvenil es una cultura que adoptó un estilo de vida propio y Shepard puso por primera vez sobre un escenario la experiencia del denominado youthquake . No es osado sugerir que la figura de Shepard en el teatro norteamericano de la década de los sesenta es comparable, dentro del movimiento contracultural del momento, a la figura de uno de los grandes ídolos musicales del dramaturgo: Bob Dylan. El paralelismo no debe entenderse como una ocasión para equiparar el impacto mediático y político de medios tan distintos como la música popular, un fenómeno de masas, y el teatro, un género esencialmente minoritario. Se trata más bien de llamar la atención sobre cómo una nueva generación de artistas muy jóvenes contribuyó no sólo a explorar formas poéticas que se adaptaran a una experiencia vital muy diferente a la de sus propios progenitores, sino también, a través de esas nuevas formas, a renovar profundamente la percepción de las funciones del arte y la cultura. Jerome Klinkowitz ha escrito del músico de Minnesota: “The gift of Bob Dylan is that he helped provide a new language for the emerging culture, a musical and poetic form drawn from previously overlooked or discarded elements of American life, which young people like himself found helpful to voice their personal and unique beliefs” (90).

Uno de los grandes logros del joven Robert Allen Zimmerman al reinventarse a sí mismo como Bob Dylan fue su habilidad para tomar o apropiarse de elementos de tradiciones musicales muy diversas y saber integrarlos para lograr un modo de expresión personal. 3 Dylan pronto se percató de que la estructura del blues de doce compases era un vehículo mucho más adecuado que los ritmos repetitivos de la música popular para expresar la ironía o el humor negro, una vía que resultaba idónea para expresar sus preocupaciones; pero, además, supo incorporar a ese patrón la fuerza rítmica heredada de James Brown, Chuck Berry o la Bobby Blue Band y, a mediados de los sesenta, la enérgica amplificación de la guitarra eléctrica. El don del joven Steve Rogers al reinventarse como Sam Shepard en el ámbito teatral, también residió en gran medida en la libertad creativa para integrar de un modo imaginativo influencias diversas y hasta contradictorias pero que serían útiles para encontrar una expresión propia y afín a ese deseo de explorar nuevas formas de rebelión ante la insistencia institucional y social de imponer modelos vitales y comportamientos dados por supuesto. Jóvenes como Dylan y Shepard, que provenían de entornos muy diferentes –el primero había crecido en Hibbing, Minnesota, y el segundo en Duarte, un suburbio de Los Ángeles–compartían la pertenencia a una nueva generación que había crecido en una época de extraordinario crecimiento económico. La emergencia de este nuevo bienestar tendría consecuencias imprevisibles en la configuración de la rebelión contracultural de los años sesenta en Estados Unidos, pues estos chicos que para muchos eran unos niños mimados por haber disfrutado de una riqueza material y un tiempo para el ocio sin precedentes, desarrollaron una consciencia de sí mismos sin parangón. Ella define con precisión la dirección de la indagación dramática concebida por Shepard y, como veremos, sería determinante en la búsqueda de formas de expresión adecuadas a la prominencia de un pensamiento autorreflexivo.

La experimentación imaginativa de la obra temprana de Shepard refleja muchos rasgos idiosincrásicos de la contracultura, lo cual nos obliga a preguntarnos si se puede reducir este fenómeno únicamente a ese arrebato hedonista y adolescente con el que se suele asociar el término, “encompassing any action from smoking pot at a rock concert to offing a cop, […] a nebula of signifiers comprehending bongs, protest demonstrations, ashrams and social nudity [which] rears its head at seemingly any Sixties retrospective”, como sugieren Braunstein y Doyle (2002, 5-6). Curiosamente, la obra de Shepard reproduce el carácter marcadamente icónico de muchos movimientos asociados a la contracultura, como el cine y la música rock, que son indisociables de la imagen que proyectan los artistas. La predilección por lo icónico que configura la plasticidad del teatro de Shepard no implica necesariamente, no obstante, una celebración gratuita de la superficialidad. En la obra temprana de Shepard percibimos claramente el impulso de esa rebelión juvenil que se dirigió sobre todo hacia el conformismo social institucionalizado en los años cincuenta, y más concretamente, si aceptamos el diagnóstico que Leslie Fiedler hizo ya en 1965 en “The New Mutants” (1970, 387), hacia la noción de ‘hombre’ que las universidades intentaban imponer a los estudiantes: la versión burguesa y protestante del humanismo cuya visión del hombre está justificada por la racionalidad, el trabajo, el deber, la vocación, la madurez y el éxito (y su consiguiente percepción de la infancia y la adolescencia como los períodos privilegiados para prepararse para la asunción de esas responsabilidades).

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