Sam Shepard es un autor que, al contrario que Chaikin, ha fomentado siempre una percepción de sí mismo y de su obra marcadamente antiintelectualista, rechazando de un modo manifiesto la preeminencia de lo intelectual frente a lo afectivo en su trabajo creativo. Pero no por ello se ha de suponer que su obra deje de estar entonces ‘contaminada’ por una serie de ideas. Si suponemos que Shepard heredó visiblemente una serie de ideas ya trasladadas e incorporadas a la práctica teatral por el Open Theater, y quiso prescindir, aparentemente, de entrar en la reflexión intelectual que sustentaba dichas prácticas artísticas, no por ello dejaba de recibir a través de esos estímulos y de esos ejercicios teatrales una herencia intelectual y teórica, menos visible, tal vez, pero igualmente relevante, que le llegaba ya transformada en una sensibilidad. Inspirándose o apropiándose de los ejercicios de transformación, Shepard heredaba inevitablemente algo de lo que los había motivado, una herencia indirecta, de huellas, de trazos de escrituras anteriores, de sombras, de restos, pero restos de un espíritu poderoso. Si a través del contacto con Joseph Chaikin y su grupo a Shepard le llegaban ecos de Marcuse, Laing o Weil, también recibía e incorporaba a su propia obra los ecos de la tradición de teatro experimental en Norteamérica, y en concreto la que se desarrolló con vigor a partir de los años cincuenta. En estos años, la labor de una serie de creadores en los márgenes del teatro como institución, que trabajaban siempre fuera de los circuitos comerciales, llegaría a cuestionar y transformar cada uno de los aspectos que conforman una representación, a saber: la relación entre las formas teatrales y la realidad a las que éstas aluden; el vínculo entre el actor y el personaje; el grado de responsabilidad del arte a la hora de tratar cuestiones sociales y, por último, la estructura económica de la propia industria teatral. Como es bien sabido, el grupo más influyente en la emergencia de un teatro experimental prominente fue el Living Theater, fundado por Judith Malina y su esposo Julian Beck en 1946.
Eileen Blumenthal (1984, 2) señala con acierto que la noción de un teatro norteamericano alternativo no suponía realmente una novedad, pues existía ya una tradición de compañías teatrales o de teatros que habían desarrollado ese propósito: The Washington Square Players, The Provincetown Players y The Neighborhood Playhouse –todos ellos fundados en 1915 y cerrados antes de 1930– y entre los últimos años veinte y la década de los treinta, el Civic Repertory Theatre, el Group Theatre y el Federal Theater Project. Aunque estas compañías habían sido artísticamente innovadoras, su impulso de un teatro no comercial o incluso de un teatro activista socialmente, no obstante, no llegó nunca a consolidarse: de hecho, la única que llegó a tener un impacto en el teatro comercial fue el Group Theater, que no sólo reforzó, sino que casi impuso el naturalismo como el único modo de concebir un teatro serio en el ámbito norteamericano. En la década de los cincuenta ese dominio normalizado e incuestionable del naturalismo fue precisamente ante lo que se rebelarían muchos de los artistas que eligieron el teatro como forma de expresión artística. Si el caso del Living es particularmente relevante es por su concepción de un teatro que suponía una alternativa imaginativa al teatro comercial y por su dedicación durante muchos años a una investigación profunda y amplia en torno a la idea de un teatro poético. Durante diez años se dedicaron a las investigaciones de carácter estilístico y formal, de movimiento y declamación, pero más adelante, a partir de la segunda mitad de la década de los cincuenta, incorporaron también escenificaciones marcadas por los procesos de improvisación y azar, inspirados por John Cage y Merce Cunningham, o la idea del ‘teatro dentro del teatro’. Particularmente importante para el teatro por venir fue su difusión en Estados Unidos de las ideas de Artaud, que ellos mismos supieron conciliar con las propuestas teatrales de Brecht. En el verano de 1958 Mary Caroline Richards llevó a Beck y Malina el texto de Le Théâtre et son double (1938), aún inédito en su versión inglesa, y la lectura de Artaud estimuló “una reafirmación de la tendencia hacia el abandono de la concepción tradicional de lo escénico y a un entendimiento del teatro como ejercicio de liberación de la ‘locura funesta’” (Sánchez 85). 3
Joseph Chaikin entró en contacto con el Living en 1959, cuando el grupo había establecido su sede fija en la calle 14 de la gran manzana. Se presentó a unas audiciones y, desde ese momento, formaría parte del grupo como actor durante los tres años siguientes, llegando incluso a irse con ellos de gira por Europa. Chaikin interpretó con el Living Theater varios papeles en distintas obras: Many Loves (1942, revisada 1959), de William Carlos Williams; The Connection (1959), de Jack Gelber, en la que interpretó el papel de Leach, pasando por En la jungla de las ciudades (1924), de Bertol Brecht, hasta llegar al papel que más importancia tuvo en su carrera en ese período, Galy Gay en Un hombre es un hombre (1922), también de Brecht. El sueño de Chaikin, como el de casi cualquier actor que busque suerte en Nueva York, había sido triunfar en Broadway, pero su vinculación con el Living Theater hubo de ejercer finalmente, y pese a la inicial resistencia de Chaikin al activismo radical del grupo, una substancial transformación en su concepción del arte dramático, pues el firme propósito del Living era, en palabras del propio Julian Beck, “to increase conscious awareness, to stress the sacredness of life, to break down the walls” (18).
En 1963 las carreras de uno y otros tomaron finalmente caminos divergentes, pues Chaikin no se unió al exilio forzoso que Beck, Malina y su grupo emprendieron por Europa y que se prolongaría durante cuatro años. 4 Chaikin, pese al aprendizaje teatral y vital adquirido con el Living, no comulgaba totalmente con la idea de una investigación teatral indisociable de la forma de vida comunitaria que el Living Theater decidió adoptar. Además, ya se había puesto en marcha ese pequeño laboratorio de investigación teatral formado por exalumnos de Nola Chilton y que se convertiría en el Open Theater. Una vez exiliado el Living Theater, el Open Theater tomó el relevo como el principal laboratorio de investigación teatral experimental permanente con sede en la ciudad de Nueva York, llevando esa tradición experimental impulsada sobre todo por Beck y Malina hacia nuevos territorios (aunque el Open prescindiría en gran medida de la dimensión política activa que el Living sí quiso conciliar con sus prácticas estéticas). Ya en el mismo nombre adoptado por el grupo, Open Theater, encontramos lo que principalmente distinguió su trabajo: la apertura, la susceptibilidad permanente al cambio y el compromiso con la renovación continuada de nuevos modos de expresión; aunque, como apunta Eileen Blumenthal (1984, 15), esta apertura no supuso una renuncia a hacer determinadas elecciones artísticas. El grupo tenía intereses específicos aunque flexibles: querían explorar lo no conductista, o lo que queda en sus márgenes –los sueños, el mito, la poesía– así como la creación en grupo y las relaciones entre el actor y el espectador en la búsqueda de valores políticos y espirituales que pudiesen compartir entre ellos y con la audiencia teatral.
La apropiación imaginativa de la noción de ‘transformación’
El intento de trazar los legados visibles e invisibles que Joseph Chaikin y su grupo pudieron transferir al joven Shepard es muy importante para la lectura crítica de la primera obra shepardiana por varios motivos. Más allá de las herencias formales más evidentes –es decir, la huida de modos de representación miméticos, el rechazo de una concepción psicológica del personaje dramático y el rechazo de la causa y el efecto como modo hegemónico de concebir parámetros narrativos–nos interesa esa sensibilidad que incorporaba una herencia europea, sobre todo ese espíritu artaudiano que abogaba por crear un teatro sensualmente expresivo y evocador con el que asaltar, atacar, seducir y cambiar a la audiencia, más que entretenerla educadamente, pero que, a la vez, era una sensibilidad indiscutiblemente norteamericana. Eileen Blumenthal señala:
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