Mario Vázquez Olivera - México ante el conflicto Centroamericano - Testimonio de una época

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México ante el conflicto Centroamericano: Testimonio de una época: краткое содержание, описание и аннотация

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Durante la década de los años ochenta, México se vio afectado de distintas maneras por el escalamiento del conflicto centroamericano. En la frontera sur, los combates se acercaron de manera peligrosa a territorio nacional. Por varios años perduró el temor de que estallara una guerra generalizada en el istmo que incluso involucrara contingentes militares de Estados Unidos y Cuba. Miles de salvadoreños y guatemaltecos llegaron a nuestro país en busca de refugio. En este contexto, el gobierno mexicano jugó un papel activo en función de propiciar soluciones políticas a la confrontación, aunque sin declinar su respaldo a las fuerzas progresistas del área, cuya participación en dicho esfuerzo consideraba indispensable para poder alcanzar acuerdos de paz efectivos y duraderos. A la vez, amplios sectores de la sociedad mexicana respaldaron de manera entusiasta los procesos revolucionarios de Nicaragua, El Salvador y Guatemala. En este sentido, México no fue un actor neutral. Su involucramiento en el conflicto centroamericano tuvo alcances que sólo se equiparan al apoyo prestado a la República Española durante la Guerra Civil de 1936-1939. Los textos reunidos en este volumen dan cuenta de ello y abren nuevas rutas para el análisis de aquella coyuntura de nuestra historia reciente

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Ante la agudización de la crisis salvadoreña, López Portillo declaró en febrero de 1980 durante su visita a Managua: “Ya El Salvador está viviendo su propio proceso definitivo. Creo que hay una buena oportunidad para que ese país centroamericano aproveche la experiencia nicaragüense sin necesidad de extremarla”.28

Esta declaración era un indicio de que el gobierno mexicano iniciaba su involucramiento en este otro conflicto. En abril de aquel año se conformó el Frente Democrático Revolucionario de El Salvador. Bajo sus siglas se aglutinaron socialdemócratas y disidentes demócrata cristianos así como las organizaciones sociales ligadas a las organizaciones guerrilleras; juntos conformaban la cara civil del movimiento revolucionario que buscaba derrocar al gobierno. Según reportes de la cancillería salvadoreña, el 16 de junio el embajador de México en la República Federal de Alemania, Octavio Campos Salas, ofreció una recepción al cuerpo diplomático acreditado en dicho país con un solo objetivo: presentar al Frente Democrático Revolucionario como “legítimo representante” del pueblo salvadoreño.29 Gestos como este hacían evidente que hacia mediados de 1980 el gobierno mexicano ya había tomado partido en la confrontación interna que desangraba a El Salvador.

La decisión del presidente López Portillo de desarrollar una política activa ante los conflictos centroamericanos fue acompañada por intentos de incrementar la presencia económica de México en el área. El 3 de agosto de 1980, México y Venezuela firmaron el Acuerdo de San José. Mucho se ha escrito sobre el papel de este pacto como una iniciativa latinoamericana para solventar la crisis energética de Centroamérica y el Caribe.30 Pero poco se ha dicho sobre dos aspectos fundamentales de este acuerdo: primero, que la no discriminación política para proveer petróleo no dejó nunca de ser meramente discursiva; el gobierno democristiano de Venezuela no estuvo dispuesto a venderle petróleo a Cuba ni a la Nicaragua sandinista, por lo que México asumió totalmente esos rubros y, a la vez, nunca intentó suministrar hidrocarburo a aquellos países del Caribe que tenían una relación privilegiada con Venezuela. En este sentido, el Acuerdo de San José debe de verse como un reparto del mercado regional entre dos países que delimitaban de esta forma sus áreas de influencia. En segundo lugar, debe de señalarse que una de las clausulas para lograr plazos de crédito favorables a los países compradores –uno de los aspectos más afamados del acuerdo– estaba ligado a proyectos de desarrollo energético que debían de consumir un alto porcentaje de materias primas de los países proveedores, es decir que mediante el acuerdo se buscaba impulsar los intereses comerciales de los dos gobiernos que patrocinaron este acuerdo.

En ese mismo mes el presidente López Portillo dejó en claro la visión de su gobierno sobre el futuro político de la región. En el discurso que dio en la Plaza José Martí durante una visita que hizo a Cuba, el mandatario declaró que no había dos modelos de revolución en América Latina, el mexicano y el cubano, como podrían pensar algunos, sino una sola necesidad histórica de la región: hacer la revolución. Y ahora en Centroamérica se presentaba la oportunidad de aprovechar las virtudes y superar las limitaciones de ambos modelos. Se trataba de impulsar una propuesta de futuro exclusivamente latinoamericana, sin injerencias imperialistas, refiriéndose obviamente a Estados Unidos.31

En cuanto a El Salvador, a finales de ese mismo mes, López Portillo nombró como encargado de negocios a Gustavo Iruegas, el mismo diplomático que había desempeñado un papel fundamental en la instrumentación de la política mexicana hacía Nicaragua durante el curso de la insurrección sandinista.32 El hecho de que un diplomático de rango menor y simpatizante de la insurgencia fuera colocado al frente de aquella legación indicaba la intención de mantener un perfil bajo en las relaciones con el gobierno salvadoreño y a la vez asegurar un enlace directo en dicho país con los grupos guerrilleros y la oposición civil. En palabras del propio Iruegas:

A diferencia de Nicaragua, no íbamos a hacer contactos, ya estaban hechos, la misión era clara. Antes de partir ya había concertado con mis contactos con Carmen Lira dos reuniones: una con dos guerrilleros que estaban aquí y otra con los jefes de un movimiento de personalidades democráticas, entre las que se encontraba un exministro de Agricultura que se habían reunido privadamente con el canciller Jorge Castañeda y Álvarez de la Rosa.33

Ciertamente, según su propio testimonio y el de diversos jefes guerrilleros de El Salvador, Iruegas jugó un destacado papel como enlace entre el gobierno mexicano y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional, proporcionando al primero información de primera mano sobre la consolidación militar de la insurgencia y brindándole a la vez un importante apoyo político y operativo al movimiento revolucionario hasta mediados de 1981 en que finalizó su gestión en aquella Embajada.34

Este nivel de involucramiento en el conflicto salvadoreño por parte del gobierno mexicano evidenciaba una decisión mucho más arriesgada que con respecto al proceso insurreccional de Nicaragua. En el caso nicaragüense, la participación mexicana se había producido en el marco de una alianza muy amplia de gobiernos latinoamericanos y cuando ya el conflicto estaba cerca de su desenlace, de manera que los riesgos asumidos por el gobierno mexicano fueron menores. En cambio, para mediados de 1980, cuando se decidió respaldar a las fuerzas revolucionarias de El Salvador, ya habían tenido lugar cambios importantes en el escenario regional. Un año antes el gobierno de Carter había jugado un papel activo en la crisis nicaragüense, retirándole su apoyo a Somoza; asimismo, en el caso de El Salvador la administración estadounidense había respaldado el golpe de estado de los militares reformistas. En cambio, ahora no estaba dispuesto tolerar un nuevo triunfo revolucionario en Centroamérica por lo que apoyaba de manera decidida al gobierno salvadoreño. Del mismo modo los nuevos mandatarios de Venezuela y Costa Rica se habían distanciado del gobierno sandinista y respaldaban la política norteamericana con respecto a El Salvador. En este contexto México se convirtió en el principal simpatizante no socialista de la insurgencia salvadoreña, solo secundado en su postura por el gobierno panameño.

El riesgo que conllevaba asumir esta decisión puede llevarnos a considerar que probablemente el gobierno mexicano se había formado una alta expectativa sobre las posibilidades de la guerrilla para poner en jaque al gobierno salvadoreño y capitalizar la efervescencia insurreccional del movimiento de masas. Ciertamente, durante 1980, a pesar de la violenta represión desencadenada por la extrema derecha contra el movimiento popular, las agrupaciones revolucionarias incrementaron notoriamente su capacidad operativa gracias a la incorporación masiva de nuevos combatientes, así como al entrenamiento y respaldo logístico proporcionado de manera ostensible por Cuba y Nicaragua.35

En el mes de diciembre, ante el agravamiento del conflicto y la inminente llegada de Ronald Reagan a la presidencia estadounidense, la administración Carter consideró seriamente entablar negociaciones con la guerrilla. La cancillería mexicana no fue ajena a dicha iniciativa. Sin embargo, una lectura equivocada de la coyuntura y el desacuerdo entre los propios dirigentes del FMLN echaron por tierra esta opción.36 En cambio en los primeros días del año siguiente las fuerzas revolucionarias lanzaron su primera ofensiva general. Dicha acción no logró sus propósitos de dividir al ejército, poner en crisis al gobierno y extender la insurrección. Pero, aunque el FMLN no contaba con la fuerza necesaria para tomar el poder, a partir de entonces la guerra de guerrillas se generalizó en el país y amplias áreas rurales quedaron bajo control rebelde. La prolongación del conflicto salvadoreño y el cambio de administración en Estados Unidos hacían prever un escenario regional de mayor confrontación. Aun así México sostuvo su decisión de respaldar por diversos medios al gobierno sandinista y al movimiento revolucionario de El Salvador.

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