AAVV - Literatura y ficción

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Este monográfico, publicado en dos grandes volúmenes, da cuenta de las principales líneas de investigación actuales en torno a literatura y ficción en la Edad Media. Se recogen estudios sobre el discurso literario y la poética de la ficción, los distintos modelos y materias narrativas, así como su evolución y recepción a lo largo de la Edad Media, los géneros literarios de la ficción y su público, la difusión manuscrita e impresa de las obras de ficción y su presencia en las historias de literatura española. En suma, «estorias» y aventuras en prosa y verso que, a buen seguro, contribuirán al avance y conocimiento, estudio e investigación de la historia y crítica de la Literatura Medieval.

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Tal proceso es el que justifica el empleo de la ficción —dominio al que se remite con el término más preciso de todos: «escuchad el romanze» (14b)—, pero desde la intención del autor de construir un mundo posible, un nuevo trazado referencial —contrario al de la épica y al de la caballería, que por eso resultan contrahechos— que resulte creíble —«non vos diré mentira en cuanto en él yaz» (14c)— para que la enseñanza pretendida pueda resultar eficaz. Es la primera vez que, en lengua vernácula, un poeta —y Juan Ruiz lo es por el dominio de la «çiençia» de la poesía— se pone en pie para precaverse de las críticas de los posibles detractores de su obra; se plantea, así, la idea de que el oficio del poeta no consiste en mentir, sino en construir unos resortes que permitan acceder, con mayor habilidad, al orden de la enseñanza: «ansí en feo libro está saber non feo» (16d). El Libro es «feo» por la malla episódica que lo constituye, pero no lo es por el «saber sin pecado» (15c) —ese «buen amor» que ha de conducir a Dios— que procura. Ésta sería la primera de las paradojas que convendría analizar, el modo en que ese orden de la alegría cortesana que podía requerir obras como el Libro de Alexandre , el Libro de Apolonio , los famosos Votos del pavón , se ve también puesto en entredicho: por una parte, Juan Ruiz parece justificar esas formas de entretenimiento letrado remitiendo al dístico III.6 de la colectánea catoniana, justo en el punto en el que se inserta la primera «fabla» con la disputa de los griegos y los romanos:

Palabra es del sabioe dízela Catón,

que omne a sus cuidados,que tiene en coraçón,

entreponga plazerese alegre razón,

que la mucha tristezamucho pecado pon (c. 44).

Pero enseguida se apresura a añadir que esos episodios narrativos deben ser sometidos a alguna suerte de interpretación; son aceptables porque salvaguardan el contenido moral o el «buen seso» (45a) y porque entregan al receptor los resortes intelectivos que luego tendrá que aplicar al conjunto del Libro :

avré algunas bulrasaquí a enxerir:

cada que las oyeresnon quieras comedir

salvo en la maneradel trobar e dezir (45bcd).

La trama de «bulras» —o los episodios narrativos— debe ser apreciada no por las líneas del contenido sino por los esquemas recitativos o rítmicos que se refieren y que tienen que propiciar nuevos mecanismos de argumentación o de asimilación de esa materia argumental, atenida a los engaños del amor y a la peligrosidad de las vetulae . Por ello, en el cierre de este primer episodio demostrativo se defienden las burlas o las ficciones siempre que formulen o conduzcan a un grado de enseñanza:

La bulra que oyeresnon la tengas en vil;

la manera del libroentiéndela sotil (65ab).

Porque las lecciones que el Libro procura nunca van a ser planteadas de modo directo; deben los receptores aplicar a la obra ese entendimiento «sotil» para poder descubrirlas, en razón de las claves intelectivas que continuamente se apuntan. Hay un cambio radical en la poética de recepción; el autor es bien consciente del riesgo que corre al desplegar una trama episódica de carácter sentimental y, de hecho, él es el primero en hacerlo en lengua vernácula; por ello, se obliga a justificar esa circunstancia —«a trobar con locura non creas que me muevo» (66c)—, confiando en la correcta recepción de la enseñanza —«los cuerdos con buen seso entendrán la cordura» (67b)— y avisando a los que carecen de entendimiento para que se alejen de los riesgos que entraña la obra: «los mançebos livianos guárdense de locura» (67c). Incluso, y en conformidad con el prólogo en prosa, Juan Ruiz parece dejar en libertad a los receptores para elegir el camino —o «carrera»— más conveniente a sus propósitos —«escoja lo mejor el de buena ventura» (67d)—, de donde la intrincada malla de episodios que el Libro propone con diversos itinerarios que posibilitan, a su vez, diferentes grados de conocimiento. 41

Como se ha apuntado, Juan Ruiz no se conforma con trasladar al receptor desde el orden literal de las historias al alegórico de la enseñanza, sino que genera un tercer nivel de significación que es el que corresponde a la ambigüedad; cuando el destinatario de la obra confía en que va a ser instruido mediante un cómodo desglose de lecciones doctrinales, descubre que no es así, sino que ha sido envuelto por una red de falsas apariencias y de engaños, que se ajusta al mismo orden de la materia principal —las arterías de que se sirve el amor, las argucias de las mediadoras— y que llega a poner en riesgo el propio sentido de la obra. 42

El proceso de ficción del Libro de buen amor se articula sobre el fenómeno de la ambigüedad; ni el poeta miente ni las razones —«plazenteras», por la enseñanza— con las que ha entramado su libro lo hacen, ya que lo que se predica es lo contrario: «Do coidares que miente dize mayor verdat» (69a).

No es la primera vez en que se defiende la verosimilitud del contenido de la obra, porque ya antes en el prólogo del Zifar —obra adscribible al entorno de la «letradura» molinista— 43 se habían esbozado argumentos similares, con apoyo en la distinción isidoriana de modos narrativos; procede recordarlos porque se trata también de una de las obras cardinales del molinismo, en la que se determinan los principios básicos del nuevo orden de recepción que auspiciará el desarrollo de la ficción, siempre con intención adoctrinadora: 44

E los sabios antigos, que fizieron muchos libros de grant provecho, posieron en ellos muchos enxienplos en figura de bestias mudas e aves e de peçes e aun de las piedras e de las yervas, en que non ay entendimiento nin razón nin sentido ninguno, en manera de fablillas, que dieron entendimiento de buenos enxienplos e de buenos castigos, e feziéronnos entender e creer lo que non aviemos visto nin creyemos que podría esto ser verdat (10).

Las «fablillas» de los sabios antiguos construyen un grado de verosimilitud que depende del esfuerzo —o del compromiso— receptivo que los destinatarios del texto sean capaces de implicar para «ver» y para «creer» —dos acciones fundamentales— como si fuera cierto lo que no lo es salvo que se aplique la correcta interpretación; se explicita el sistema básico de exégesis: «en figura de», bajo la forma de esas bestias, aves, peces, piedras o hierba se alberga un sentido oculto que debe ser recabado para extraer del mismo la correspondiente lección. No es casualidad que en el Libro de buen amor se encuentre la primera articulación de fábulas de la literatura castellana. Con todo, en el Zifar , y en razón del ámbito de la ortodoxia religiosa en que la obra se inscribe, para complementar ese apunte sobre la materia de la Antigüedad, se da un paso más y se asienta ese grado de verosimilitud en las Sagradas Escrituras, implicando ya la teoría de los sentidos que se tiene que aplicar para alcanzar el entendimiento válido de la obra:

…así como los Padres Santos fezieron a cada uno de los siervos de Jesu Cristo ver como por espejo e sentir verdaderamente e creer de todo en todo que son verdaderas las palabras de la fe de Jesu Cristo, e maguer el fecho non vieron (íd.).

No se podía ir más lejos para autorizar el desarrollo de una ficción que llevaba enhebrada una enseñanza no sólo doctrinal —valida para el contexto molinista—, sino también religiosa: el «ver» una trama de hechos ha de propiciar una acción de «sentir verdaderamente» —participar por tanto en ese mundo como si fuera propio— que se resolverá, al fin, en un «creer» del que tendrá que desprenderse la enseñanza buscada. 45

Pero el desarrollo de la ficción del Libro de buen amor , aun coincidiendo con estos presupuestos, funciona de manera inversa a este orden narrativo, porque en el Zifar no había ambigüedad alguna: unos hechos se ponían en correspondencia con una trama de «exemplos» —contados por los mismos personajes: Grima, Zifar, Roboán— para convertirse en líneas de comportamiento; en sus dos episodios alegóricos se contraponen la «traición» y la «lealtad» y se define la verdadera «nobleza», sin que haya intenciones ocultas que tengan que ser recabadas por sus destinatarios; en cambio, Juan Ruiz fuerza al público de su obra —«dueñas» y «escolares»— a un ejercicio de interpretación más sutil: aquello que se cuenta y que parece perfectamente verosímil —los episodios sentimentales de una arte de amores, atenidos a un tiempo factible y a un espacio cercano— tiene que ser asumido como verdadero no para seguirlo sino para evitarlo, de modo que la trama de los «exemplos» tendrá que proporcionar las claves para interpretar esas aventuras —la «chica escriptura» de que habla en el prólogo en prosa— y reducirlas a la «memoria de bien» que habrá de ayudar para apartarse de los peligros del «loco amor del mundo» y escoger la «carrera» de salvación o el «buen amor» que conduzca a Dios.

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