Ludmila Ramis - Game Over

Es complicado nivel seis mil.

—Ambas, amor. —Le lanzo una mirada de advertencia por el apodo, pero eso alimenta su sonrisa mientras busca otro plato para mí. No voy a mentir, verlo sin camiseta, con delantal mientras maniobra utensilios de cocina eleva la temperatura como diez grados—. ¿Qué hay de ti? Dejando de lado que sigo teniendo algo de ropa puesta y eso puede ponerte triste, ¿alguna vez te decepcionaron?

De forma automática estoy por decir que sí, pero lo pienso dos veces.

—En realidad, no —confieso, y eso llama su atención—. Sé cómo suena, pero creo que todo en mi vida salió perfecto de alguna forma. Nunca me faltó nada, mis padres... Ni siquiera puedo describirlos. Mis amigos y el resto de mi familia son increíbles. Nunca me enfermé, siempre gané todo lo que me propuse y nunca perdí a nadie.

Cierra la distancia entre nosotros.

—¿Y por qué lo hiciste?

Me quedo quieta. Está demasiado cerca y puedo sentir su aliento en mi mejilla. Se inclina y mi primer instinto es alejarme, pero me encierra entre sus brazos.

La temperatura subió otros diez grados. Mierda.

—Necesitaba la sal —informa con diversión al retroceder con el salero que debí estar obstruyendo—. ¿Decías?

Es consciente de su efecto en las personas.

Bastardo.

—¿Por qué hice qué?

—Mudarte lejos. —Hace un ademán a su alrededor—. Dejaste una vida perfecta por una imperfectamente desastrosa. Además, elegiste Kordell. Podrías haber ido a donde quisieras. Washington, Nueva York o Seattle. Podrías haberte marchado a estudiar a Inglaterra, Hong Kong o España, es decir... ¿Sabes que tu padre es Malcom Beasley, verdad?

Y aquí vamos otra vez.

Nunca soy solo Billy Anne. Primero, ante todo, soy hija de Malcom. La sombra que emite su nombre me tapa y, a veces, resulta tan asfixiante que quiero correr.

Yo lo siento con papá, pero muchos sienten lo mismo con sus hermanos. Siempre los comparan entre sí, y uno termina por opacar al otro con sus logros y su personalidad. Lo gracioso es que todo el mundo te dice que no hay que hacer comparaciones, pero ellos mismos las hacen cada día. Sin embargo, lo que más me molesta es que es algo que está demasiado incrustado en la forma de hablar de la gente; parece una costumbre imposible de borrar.

Nadie, excepto los más cercanos, me llaman por mi nombre. Soy la hija de tal o la sobrina de tal y, si tuviera un hermano al que le gustara el fútbol, sería la hermana de tal.

¿No es más corto decir Billy en su lugar? ¿Por qué gastar saliva extra?

—Exactamente por eso. —Abro un cajón de la encimera—. Amo a mi familia, pero necesito un respiro. Viví durante 18 años en el mismo lugar, rodeada de las mismas personas, oyendo todos los días «la hija de...», en lugar de Billy. Tuve que desarrollar un filtro para ver quién se acercaba a mí por papá. Aprendí a callarme cuando decían que no tenía derecho a quejarme de nada porque tenía la vida servida en bandeja. —Recojo cuatro tenedores y lo cierro con la cadera—. Era como si estar triste, enojada o con ganas de mandar a la mierda a medio mundo no estuviera en la lista de cosas que yo pudiera hacer. Y, si lo hacía, era una mimada, una niña dramática que quería ser el centro de atención todo el tiempo. Siempre lo sería mientras viviera, comiera y vistiera gracias al número 27.

Pongo un tenedor en cada plato y su silencio me hace pensar que hablé con demasiado enojo contenido.

—Puedes decirlo —animo con un suspiro—. Ya tengo práctica en responder a comentarios que infravaloran mi problema.

Sin que se lo pida, agita el salero sobre los huevos con tranquilidad.

—Un problema es un problema, sin importar su grado de dificultad. A veces los problemas que parecen más pequeños son los de las repercusiones más grandes, Billy.

Sonrío cuando me llama por mi nombre. Mira mi boca un momento, y luego mis ojos.

—Tengo que ir a chequear al abuelo antes de que se canse de su nuevo mejor amigo y lo amenace con enviarlo a Osetia del Sur, pero gracias por los huevos.

Me señala con el salero y los ojos estrechados.

—Puedo darte mis huevos cuando quieras, amor. Dicen que saben deliciosos.

Ruedo los ojos.

—Pasas de caballero a puerco en menos de un nanosegundo.

Jaden

—Si vamos a hacer esto, necesitamos reglas. —Deja su plato vacío sobre la mesa ratona—. Y todos deben comprometerse a cumplirlas. —Su mirada se tarda más de lo necesario en mí.

—¿Desconfías de mi capacidad para seguirlas? —adivino al palmear mi estómago. Cocino como los dioses y estoy seguro de que es uno de los motivos por el cual Bernardo sigue siendo mi amigo—. No voy a romperlas, relájate.

—Se puede jugar con las reglas sin romperlas, primor —se entromete mi amigo—. Y tú necesitas límites. No solo la línea amarilla, sino también al inspector de tránsito con chaleco fluorescente y un cartel que diga «quédate detrás de la línea con las manos donde pueda verlas».

—No me estás ayudando a dar una buena impresión aquí, Ber.

—Para eso están los amigos. —Levanta su lata de Coca-Cola en mi dirección.

—Yo soy especialista en esto, déjenmelo a mí. —El anciano de la gorra se sienta al borde del sofá—. Primera regla: respetar el espacio personal. Si alguien pide soledad, eso mismo se le da. De otra forma el transgresor de pautas correrá hasta Carolina del Sur. Segunda regla: siempre advertir al prójimo cuando uno hizo del dos en el baño. No queremos desmayos. Tercera regla: ser honesto. Si mientes, duermes en el ascensor. —Me sorprende la seriedad con la que lo dice—. Cuarta y última: siempre usar ropa. Nada de desnudos.

Protesto.

Bernardo también.

Incluso Billy Anne parece querer hacerlo a pesar de que se contiene.

—De acuerdo. —Suspira Shepard—. Siempre usar dos prendas de ropa como mínimo, ¿mejor? ¡Y el par de calcetines cuenta como uno!

Meneo las cejas a su nieta. Sabe que estoy pensando en ella y que la imagino en un lindo conjunto de ropa interior. Me gusta el rosa. Y el celeste. También el negro con encaje, y en ella el blanco se vería fantás...

—Meteré tu trasero en el congelador si lo expresas en voz alta —advierte.

Levanto las manos con inocencia.

—¿Puedo mudarme aquí también? —pregunta Bernardo al cruzar las piernas—. Además de darle utilidad a mi casi finalizado traductorado y enseñarle al coach a insultar en italiano, soy fan de las escenas de desnudos.

—No tienes permitido mudarte, pero puedes quedarte a dormir cuando quieras mientras ustedes dos dejen la puerta abierta y no se escuche ni el crujido de la cama. —Nos apunta con recelo—. Incluso podríamos hacer una pijamada tú y yo —le dice a Bernardo—. Todos mis amigos, que en realidad son dos, tienen que cuidar de sus nietos o tienen dolores y huesos rotos. Me vendría bien uno sano.

—¡Abuelo! No, de ninguna manera seremos un hotel. —Billy Anne esconde el rostro entre sus manos con frustración.

—Por favor —suplica el anciano y se apoya en su hombro—. Una pijamada al mes. Prometo comportarme y no amenazar a nadie.

La chica sube la mirada y se estudian por varios segundos. Ella exhala despacio antes de ceder.

—Buscaré mi kit de spa y mis libros de estudio entonces. —Bernardo aplaude con entusiasmo—. Y también actualizaré mi lista de Netflix, es un trato.

—Parece que podremos coexistir sin problema, ¿verdad, amor?

Bernardo, al recordar nuestros papeles, dice que sí.

Billy Anne, al saber que me dirijo a ella, dice que no.

Se miran con un poco de nerviosismo y el entrenador arquea una ceja. Me río y ambos pasan a lanzarme una mirada que se asemeja a una posible sentencia de muerte.