Ludmila Ramis - Game Over

Hablar de fanatismo me recuerda a Shane Wasaik, el admirador número uno de papá. Ese sujeto debe preferir las series.

—No estás de acuerdo con la pena de muerte.

—Hay inhumanos entre humanos, gente que es imposible de rehabilitar —objeto—. Violadores y asesinos seriales, por ejemplo, no deberían vivir. En lo que a mí concierne, son una boca más que alimentar y un desperdicio de recursos. Podríamos prestar más atención y priorizar al resto de los delincuentes que pueden ser rehabilitados para reintegrarse a la sociedad. En especial, a los más jóvenes.

Asiente para dejarme saber que escuchó, pero sé que no concuerda por la manera en que oprime los labios. No me juzga por cómo pienso, solo difiere. Que no critiquen tu postura es algo muy raro de encontrar. La mayoría lo hace.

—Te parece cursi que hablen de lo que siente el corazón cuando todo es obra del cerebro y la química del propio cuerpo al liberar sustancias.

—Acertaste dos de tres —afirmo.

—¿Qué puedo decir? Soy así de espectacular. —Se encoge de hombros—. Tu turno.

El brillo de diversión en sus ojos es atractivo. Su rostro en mi almohada lo es, y exactamente por eso salgo de la cama. Es una tentación en todos los niveles.

Tenemos una pequeña conversación ocular:

«Sé que te gusta verme entre tus sábanas».

«No tienes idea de lo que me gusta», refuto.

Jaden baja la mirada a mi pecho:

«A tus pezones parezco agradarles. Decido creerles a ellos».

—Perteneces 1 % al que no le exaspera que las personas caminen lento delante de ti porque tú eres como ellos y disfrutas frustrar un poco a los demás. —Busco ropa deportiva en mi armario—. Empezaste a tomar café en tu adolescencia para mantenerte despierto y estudiar de noche porque de día hacías muchas actividades y preferías pasar el rato con tus amigos. Desde ese entonces, eres un adicto a la cafeína. —Recojo un par de zapatillas—. Por último, te gustan más las comedias que los dramas. Eres del tipo que sostiene que la vida ya es suficientemente difícil como para que también lo sea en el aspecto del ocio. Además, reír un cuarto de hora quema entre 30 y 60 calorías.

Se incorpora sobre sus codos, un poco atónito, mientras alcanzo la puerta.

—Si estuviéramos al final de la Edad Media, te lanzarían a la hoguera por bruja, amor. ¿Cómo puedes deducir esas cosas con solo mirarme?

—Fui entrenada por los mejores.

Eso me recuerda que tendremos visitas pronto.

No puedo esperar para verlos.

Jaden

Sigo en la cama de Billy cuando su teléfono suena desde la mesa de luz. Está desbloqueado y, curioso, lo alcanzo.

De: Lennox

Dijiste que todo estaba bien entre nosotros, pero no recibí un mensaje por mi cumpleaños.

¿Sabes lo mal que me hiciste sentir?

¿Puedes decirme qué hice para que me trates así, Billy Anne?

—Este no es tu asunto, Ridsley —me digo al dejar el celular donde estaba.

—No, como el diablo que no lo es —espeta alguien desde la puerta.

Hay una chica pelirroja con cara de pocos amigos en la entrada de la recámara. Me incorporo enseguida a pesar de que no quiero porque las sábanas están tibias y huelen a perfume de mujer.

—¿Cómo entraste aquí? —Intento hacer memoria para ver si la conozco de algún lugar—. ¿Tú y yo alguna vez...? —Hago un ademán entre nosotros, aunque sé que es imposible.

La última chica con la que estuve fue Agnes, y fue hace mucho tiempo.

—Mi nombre es Tyra Timberg —cruza la habitación para tomar el teléfono y apuntarme con él como si fuese un arma cargada—, la mejor y más excepcional amiga de Billy Anne. Y, si te vuelvo a pillar haciendo algo que no debías, voy a patearte el trasero tan fuerte que Bill Shepard me dará una medalla. —Se inclina y sus ojos parecen los de un búho rabioso: siempre atentos y amenazantes—. Capisci, amico?

Veo que Bill le enseñó al resto de su manada lo que aprendió con Bernardo.

—Capisci, amica —contesto al intentar ocultar mi risa, justo cuando la nieta del coach reaparece.

—Ya tuviste el desplacer de conocer a mi compañero.

—Es atractivo, así que visualmente sí fue un placer —le rodea los hombros a Billy—, pero cuando abrió la boca se le fue el encanto.

—Sí, es una lástima —concuerda con un suspiro.

Me miran como si fuera un vestido tras la vidriera de un local que cuesta una fortuna. De ser una prenda, creo que valdría miles de dólares.

—Puedo escucharlas, ¿saben?

—¿Y quién dijo que no queríamos que lo hicieras, genio? —Tyra sonríe con autosuficiencia.

Será difícil ganármela. Ibeth una vez dijo que, si le caía bien a la amiga de mi potencial interés amoroso, tendría el camino libre. Sin embargo, no dijo cuánto me costaría.

—¿Tienes hambre? —pregunta Beasley a Timberg.

—Siempre y, cuando no tengo hambre físico, tengo hambre psicológico. Aliméntame.

Se marchan abrazadas, y las sigo. Me recuerdan un poco a mí y a Ber, a quien no me sorprende ver cocinar codo a codo con Bill Shepard. Las mañanas sin Bernardo no son mañanas, el desayuno sin él tiene otro sabor.

—Estoy oficialmente aterrado y ofendido. —Hay un chico rubio sentado en la mesa que observa el dúo de cocineros con desconfianza—. Estos se conocen hace dos minutos y ya son mejores amigos; a mí el coach me conoce desde que tenía pañales y me odia.

Lo reconozco como el muchacho del ascensor.

—Tal vez por eso te odia, Ciro. —Billy se acerca por detrás de su silla y envuelve sus brazos alrededor de él—. Estuvo 21 años viendo tu trasero. Ya se hartó.

—Corrección —dice el anciano—, estuve pateando su trasero por más de dos décadas y aún sigue siendo un maldito grano en el culo. —Pasa a señalar al chico con la espátula—. Por eso, y porque te apellidas Hyland, te odio. —Mueve el utensilio para señalar a Bernardo—. A él no tuve que cambiarle los pañales y no me hace querer prender fuego a nadie. Es un touchdown.

—Yo soy un touchdown —decimos Ciro y yo a la vez, e intercambiamos una mirada.

—No, Ridsley, tú también eres un grano. Me caes mal —sentencia el hombre al apagar la cocina.

—Amén —concuerda la pelirroja.

Alcanza un vaso de jugo de la mesa y lo alza en el aire con la intención de brindar.

—Y los dos tienen un problema de egocentrismo a tratar —acota Billy Anne.

—Mi ego está genial —volvemos a contestar al unísono.

Pasamos a mirarnos con desconfianza mientras tomo asiento en la mesa a su lado. No sé si asustarme o alegrarme de que nos parezcamos. Al menos, en lo que a autoestima y amor propio respecta.

—¿Y si dejamos de hablar de ustedes y alabamos lo fabuloso que me veo en este delantal que me regaló mi buen amigo Bill? —Bernando deposita en la mesa dos platos con hotcakes.

No lo había notado, pero lleva un delantal floreado idéntico al de Shepard.

—¿En serio? —replicamos Ciro y yo a la vez, y nos enfrentamos—: ¡Deja de copiarme!

—Creo que es un plan fantástico, Bernardo. —Tyra toma un hotcake y, con la lengua entre los dientes en una expresión concentrada, le echa miel como si las abejas nunca se fueran a extinguir.

—¿Pueden agrandar el ego de este chico, pero no toleran el nuestro? —indaga el apellidado Hyland, y asiento en concordancia—. ¿Y cómo osa regalarle un delantal igual al suyo, entrenador? Esto es una traición. A mí nunca me regaló nada.

Billy Anne le da unas palmaditas en el hombro antes de sentarse a su lado:

—Te compró dos entradas para ir a ver a los Chiefs en tu cumpleaños.

—Sí, solo porque sabía que tenía examen ese día —replica él—. Terminó por ir contigo, Annie.

La chica le guiña un ojo en respuesta y a Ciro no le queda más que meterse una tostada entera en la boca, ofendido.