—Más que listo, amor. Pero ¿por qué Rilton viene con nosotros?
—Soy el protegido de Morris, ¿crees que te dejarán pasar a los lugares importantes sin mí?
Otra razón para odiar a Morris además del hecho de que es un infiel.
—Ser la hija de Malcom Beasley también, se supone que tienes todo servido en bandeja, así que creo que podríamos arreglarnos bien solo Billy y yo —recuerdo.
Un silencio incómodo se extiende.
—¿Servido en bandeja? —repite ella con una leve indignación en la voz—. ¿Crees que estaría metida en esta especie de competencia contigo de tenerlo?
Me encojo de hombros.
—Creo que tienes todo al alcance de la mano, pero no lo aprovechas. Te buscas el camino más complicado. Aun así, sales algo beneficiada aunque no quieras.
—Jaden —sisea Rilton.
—¿A qué te refieres? —insiste ella, confundida.
—Te apellidas Beasley, ¿crees que eso no influenció en que Berta te seleccionara y descartara a los demás que sí tenían experiencia laboral como yo?
Me cuesta creer que no se haya percatado de eso. Tal vez lo sabía, pero no tenía la fuerza o una armadura para su orgullo como para reconocerlo. No es una crítica. Todos nos negamos a ver cómo funcionan las cosas en algunas ocasiones.
—Ajá. —Se limita a decir antes de volver hacia Rilton con gentileza—. Nos vemos para el almuerzo.
Se marcha por el laberinto de escritorios y sus pasos son ahogados por el sonar de unos cuantos teléfonos.
—La primera persona que me agrada en la oficina, y ya eres un idiota con ella. —Niega con la cabeza, apenado—. Gracias, Jaden, de verdad.
Le doy un trago al café que dejé junto a mi lapicero.
—¿Por qué está mal decir la verdad?
—No está mal, pero lo está la forma en que la dices, pedazo de bruto. —Suspira—. Le echaste en el rostro que nada de lo que obtenga es mérito suyo, que su dedicación no vale una mierda y, en otras palabras, la llamaste nena malcriada de papá.
Cuando absorbo sus palabras, me siento un idiota.
Billy Anne
Cuando estoy molesta, ordeno.
Papá me enseñó que es una gran forma de canalizar la ira. Así que intento que cada cosa encuentre su lugar para que luego mis pensamientos, al tranquilizarme, sean los que sigan. Cuando era niña y me enfadaba porque no me dejaban adoptar mascotas exóticas a pesar de que tía Zoe estaba de mi lado, salía echando humos hacia mi cuarto, alineaba todos mis juguetes y ordenaba los cuentos por orden alfabético.
Aprovecho que el abuelo está cocinando —no con la PFG 500, esa ya la escondí— y el hecho de que todavía tengo una maleta sin desempacar. Saco la ropa de ella y la vuelco sobre la cama para doblarla. Es común que cuando uno empieza a ordenar se termine por distraer con sus propias cosas y después le dé flojera seguir, así que vuelve a guardar todo y el desorden no desaparece, solo se esconde en el cajón.
Intento evitar eso y casi lo logro. Cuando voy por el tercer par de pantalones, golpean la puerta. Sé que no es el abuelo porque él tiene poco respeto por la privacidad ajena.
No he visto a Jaden desde la mañana. Me mantuve enfocada en el trabajo y resistí las ganas de llamar a papá para que me distraiga al hablar de la exportación de carne en Argentina, la citogenética o sobre quién tiene las mejores posibilidades de ganar el Super Bowl entrante. Me abstengo de pedirle consejo a mamá sobre qué hacer cuando quieres enviar al diablo a alguien aunque sabes que tiene, en cierta parte, razón.
—Lárgate —digo al mismo tiempo que la puerta se abre y dice:
—Gracias por invitarme a pasar.
Niego con la cabeza y, sentada en el piso, vuelvo a enfocarme en doblar con precisión las prendas.
«Ángulos prefectos, Billy», me digo cuando se acerca. «Mantente callada para hacerle saber que no quieres hablar, vamos, piensa en hacer triángulos rectángulos con tus pañoletas y cuadrados con los pantalones».
Toma asiento frente a mí.
—¿Qué hacías?
—Estoy jugando a las cartas.
Sí, eso de quedarme callada no funcionará cuando prácticamente me invita a sacar a relucir mi sarcasmo con preguntas innecesarias para las que ya tiene respuesta al ver la pila de ropa que hay a mi alrededor.
—Creo que jugaré contigo entonces.
Para mi sorpresa, no hay rastro de burla en su voz. En silencio, alcanza una camiseta y empieza a doblarla con la misma minuciosidad que yo. Espero que acote algo más, aunque no lo hace. Extrañada, pero también aliviada, sigo doblando. Escucho a lo lejos el tarareo del abuelo, el sonido del cucharón chocar con el interior de la olla y el leve murmullo que proviene de la televisión mientras continuamos con el quehacer hasta que la montaña en la cama se reduce a la mitad.
Diez minutos pasan. En esos seiscientos segundos repaso nuestra conversación de esta mañana y analizo cuánta de la cruda verdad se animó a decir él en voz alta y cuánta he querido negar.
—Creo que gané. —Hace un ademán a la pila doblada a su lado.
—Solo por dos faldas y una camiseta. —No dejo de doblar—. Y no era una competencia.
—¿No lo era? —Arquea una ceja.
Suspiro. Sé que hace referencia al puesto de trabajo en juego. Levanto la mirada y me encuentro con que hay seriedad en sus ojos almendrados. Es raro no ver rastro de diversión en ellos.
—Siento lo de esta mañana, Billy. —Rodea con sus brazos sus rodillas y juguetea con un gorro de lana que me tejió la vieja señora Hyland antes de quedarse ciega.
—Está bien, aunque no me guste asumo que es lo que los demás piensan en la oficina. Supongo que me enoja que tengan razón, al menos en parte —reflexiono—. Creen que no merezco lo que tengo y lo gano porque me encapricho y me lo facilita mi familia.
—Nadie debería subestimar tu capacidad ni asumir nada por tu apellido —dice firme y arrepentido—. Y no deberías presionarte para demostrar que están en lo incorrecto.
Me desconcierta pesar en su voz porque va más allá de mí; lo noto porque aparta la mirada al hablar y se muerde su labio inferior. Parece que se debate entre decir lo que quiere o callar.
—¿Cómo sabes que soy el tipo de persona que se exige para romper con el concepto que tienen de ella?
Hace un ademán a mi alrededor con el gorro girando en la punta de su índice.
—Hay libros apilados en el piso porque los estantes que pusiste no te bastan. Tu escritorio de la oficina, a pesar de que te lo dieron hace un par de días, ya tiene una pila más grande de papeles de los que alguna vez tuve. Rapunzel se quejó de la cantidad de cosas que has enviado a imprimir en tu corta trayectoria en Adrenike Cod. —Una pequeña sonrisa le curva los labios—. Además, es fácil reconocer a una mujer que lucha para cerrarle el trasero a todos y llegar a la cima.
—¿Pero?
—¿Por qué asumes que diré pero?
—Porque, según mi madre, siempre hay un pero.
—Tu madre es una mujer inteligente y, según las pocas fotos en las que ha salido con tu padre en internet, muy sexy. Ya quiero conocer...
Alcanzo un calcetín de la pila en la cama y se lo lanzo.
—No tienes permitido hablar de la sensualidad de mi madre, zoquete corrompido.
—¿Zoquete corrompido? ¿En serio, amor? —Agarra el calcetín y me lo tira de vuelta.
Nos sostenemos la mirada y su sonrisa empequeñece. A pesar de que no lo conozco mucho, es una persona que encaja a la perfección con la definición de radiante. Su personalidad es alegre, boyante, pero cuando la oportunidad de ver algo en profundidad se presenta, esa luz se atenúa. Es tan fácil leerlo cuando brilla; pero ahora no tengo ni la menor idea de lo que pasa por su cabeza. Todo se oscurece.
Y, aunque sería un poder que todo lector querría, no puedo leer en la maldita oscuridad.
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