Nadie quiere jugar al tutifruti con los Beasley porque siempre usamos nombres como esos en la categoría de mundo. A diferencia de los Hyland, nosotros no inventamos lugares, solo ponemos los más remotos, extraños e impronunciables.
Así ganamos.
—Siempre que alguien dice que no piensa en nada, piensa en algo. Sobre todo, si me conoce y puede pensar en mí.
Entrecierro los ojos y alzo las manos como si estuviera protegiéndome del sol.
—Tu ego me ciega.
—Mi ego excita.
—Excita mi necesidad de golpearte.
—Lo siento, pero el sadomasoquismo no es lo mío. Mi cuerpo es un templo que necesita ser cuidado y venerado, no azotado.
—Nunca conocí a alguien que inhalara vanidad, la convirtiera en autoestima y exhalara con tanta seguridad de sí mismo —confieso—. Es irritante, pero también un poco admirable. Si las personas tuvieran un cuarto de tu confianza, dejarían de tener complejos.
—No lo creo. Es usual que los que aparentan comerse el mundo terminen siendo devorados por él.
Me cuesta creer que este chico es inseguro, pero eso me da a entender. Conozco gente que parece cómoda en su propia piel y mente, pero en realidad no lo está. Puede ser uno de esos casos.
—¿Me dirás por qué le mentiste a la señora Damon? —pregunto en su lugar.
—Después del tercer burrito —promete con un guiño cuando se acerca el mesero.
—Como compañeros de piso y trabajo creo que deberíamos conocernos un poco más —dice mientras rellena mi vaso con una bebida gaseosa, y luego el suyo—. ¿Te parece una ronda de preguntas?
Mientras esperamos por burritos, tacos y nachos, aprovecho para borrar los mensajes de Lennox y reír con uno del abuelo que dice «Ayúdame». Sin embargo, noto que él ni siquiera saca su teléfono. Es raro. Estoy tan acostumbrada a tener este maldito aparato de por medio que me resulta extraño que alguien más no lo tenga también. Es algo que naturalizamos y no deberíamos, por lo que al rato apago el celular y noto que Ridsley sonríe como si supiera de mi reflexión y estuviera de acuerdo.
—También deberíamos aprovechar para dividir los quehaceres.
—Eres pésima a la hora de hacer amigos, ¿lo primero que quieres preguntarles es si les apetece fregar los pisos y limpiar el retrete? —dice incrédulo.
—«Divide y vencerás» —resumo, porque no viviré en un chiquero ni seré su mucama—. No por nada lo dijo el personaje más famoso del Imperio romano. Por cierto, yo friego el piso.
Cae en la cuenta de que le tocará el baño y me mira con súplica.
—Está bien, ¿sabes qué más dijo Julio César? —Se lleva el vaso a los labios y pestañeo un par de veces, desconcertada. Usualmente solo mi padre sabe quién es el autor de las frases que cito—. Que la experiencia es la maestra de todas las cosas.
—¿Hay una connotación sexual ahí? Porque nosotros solo tendremos experiencia en odiarnos si sigues con esa clase de insinuaciones.
—«Odiamos a algunas personas porque no las conocemos, y no las conoceremos porque las odiamos». No creo que odiarnos nos beneficie, amor.
No puedo creer que acaba de citar a Charles Caleb Colton de memoria.
—Ya que citaste a un escritor, entre otras cosas, intentaré conocerte un poco al preguntarte algo muy personal y que dice mucho de ti —advierto—. ¿Libro favorito?
—¿Se puede tener solo uno?
Punto a su favor.
—¿Comida favorita? —sigo.
—La de mi abuela.
Creo que me derretí un poco.
—¿Te gustan los niños y los animales?
—¿A quién no?
Me echo en mi asiento como si hubiera corrido todas las millas que le debo a Bill Shepard.
—¿Cómo es que alguien que es un grano en el trasero también sea un potencial candidato a novio que los padres aceptarían con gusto? —digo, confusa.
—¿Recién nos conocemos y ya proyectas una vida conmigo? —pregunta. Abro la boca para protestar pero justo llegan los burritos, así que decido comer y dejarlo creer que es el sol de mi sistema solar—. En fin, mi turno. —Ambos hacemos una pausa y damos un gran mordisco a la vez—. Empecemos con algo fácil, ¿color favorito?
—Me gusta el zinnwaldita, pero también el carmín de alizarina y el cinzolino, no sé —digo con la boca llena; él se queda con el burrito a medio camino de los labios, confundido—. Es broma, me gusta el azul, pero fue una pregunta demasiado superficial y quería hacerla más interesante.
—¿Me estás llamando superficial?
Asiento mientras doy un trago.
—Hazme una pregunta profunda. Junta dos neuronas y formula algo interesante, Ridsley.
—De acuerdo. —Se frota las manos, pensativo y emocionado—. ¿Cuál es tu mayor arrepentimiento?
—¿Además de conocerte? —acoto y me lanza una mirada de sabemos-que-no-es-cierto—. Me arrepiento de no haberme preguntado si estaba lista para ciertas cosas.
Esa oración se resume al nombre de Lennox; Jaden intenta descifrar a qué me refiero, pero me adelanto:
—Y ya que estamos merodeando en el tema profundidad y derivados, ¿me podrías decir por qué mentiste en la entrevista? Es obvio que no quieres ese puesto solo para ganar más salario o escalar jerárquicamente en Adrenike Cod, Jaden.
Su pecho se infla lentamente y se desinfla al mismo compás.
—Tengo un pasado complicado.
—Todos lo tenemos, en mayor o menor medida. Sé que puedo estar cruzando un límite al preguntar, pero ¿esto tiene que ver con tu discapacidad?
Su sonrisa es pequeña cuando asiente.
—Solía jugar al americano —confiesa, y no me sorprende; sabía que era un fanático desde que reconoció a mi abuelo, y su contextura física reforzó la teoría—. Tuve que dejarlo tras mi accidente y, sin saber qué hacer exactamente con mi vida, me anoté en la carrera de periodismo. Así al menos estoy cerca de lo que amo... Amaba hacer.
No digo lo que pienso en el momento: no puedes dejar de amar tu pasión. Tampoco expreso en voz alta que creo que lo único que hace al buscar ese empleo es torturarse.
—¿Cuál es tu equipo favorito? —pregunto y desplazo a un lado el silencio mientras agarro un taco.
Me mira agradecido por el cambio de tema:
—Mi abuela me educó como un orgulloso fanático de los Kansas City Chiefs.
—Creo que entonces eres el sueño de Bill Shepard para mí: gay y fanático de los Chiefs.
Me guiña un ojo mientras va por otro burrito.
—Seré tu sueño algún día también, amor —apuesta.
Luego, me sonríe con carne picada entre los dientes. Río con tanta fuerza que me sale la gaseosa por la nariz. Es vergonzoso y desagradable. Aunque lo peor es que ni al tener restos de tejido animal cocinado a fuego lento entre sus incisivos y caninos deja de ser atractivamente asqueroso.
Capítulo 9
En cloro
Jaden
Estoy desayunando huevos de pez (la gente fina le dice «caviar»), en un hotel 5 estrellas, con una indigente que conocí en el parque anoche. Se llama Jennifer. Hicimos una pijamada y vimos pelis de mujeres pateatraseros, las que me gustan. ¿Tú cómo estás, Jae-Jae? ¿Sigues molesto conmigo por los inquilinos?
Te amo hasta y después de la tumba, pero no mueras antes que yo porque soy la hermana mayor por 3 minutos y 5 segundos.
Casi se me cae el móvil del susto al oír un estruendo.
—¡Te lo juro, Billy Anne! —El coach estrella su puño contra el desayunador, como un niño pequeño en medio de un berrinche—. ¡No era producto de mi imaginación! Era Timberg, con el trasero más arrugado.
La chica intenta no reírse mientras se llena la boca con cereal.
—¿Y qué hacías tú mirándole el trasero a este señor, en primer lugar? Piccolo curioso, piccolo furbo... —pregunta un entretenido Bernardo.
—¡Se interpuso en mi camino! ¿Crees que mis ojos seguirían esa perturbadora imagen por voluntad? Me los hubiera sacado con cuchara, pero no nos dejan usarlas sin supervisión. Por lo que me contaron, un abuelo usó de catapulta una y le dio con un garbanzo a otro en el ojo...
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