Walter Huertas - Saga del ángel caído. El resiliente

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Saga del ángel caído. El resiliente: краткое содержание, описание и аннотация

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En una novela con la impronta «road trip», el protagonista es narrado y observado en un mundo que parece no ser habitado por él sino que lo describe yendo en busca de su propia naturaleza, entonces el mundo, el suyo, se grafica de una forma muy distinta.

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Jorge, el hermano mayor ayudaba en el negocio por la mañana, mientras Primo continuaba en la Universidad como secretario del decano de la facultad de arquitectura. Feliza cuidaba al Churi. Tenían un contrato de dos años para alquilar en Desamparados, que era una zona cara de San Juan.

Jorge además de atender el negocio por la mañana y a veces cuando Primo lo llamaba por teléfono, también trabajaba como ayudante del carpintero y en el armado de guitarras. Había decidido dejar la escuela para ayudar a su familia, y si todo resultaba mal, planeaba ir a la Marina y ser submarinista.

Con la caída del gobierno democrático del doctor Arturo Illia, la situación económica empeoró, se recortó de todos los sectores del Estado, se devaluó, cayó el consumo, aumentaron las tarifas y servicios, mientras que los sueldos quedaron congelados, receta que duraría hasta nuestros días, la de los “salvadores liberales”, de los gobiernos populares que hacen crecer el Estado ocasionando pérdidas para la Nación. Esto fue y es cíclico, no sólo en Argentina, sino en toda América Central y Sur.

Debemos destacar otro agregado, el de la militarización de las policías del Estado en aquella trágica época de las décadas de los 60 y 70 en nuestra Patria Grande, como decía San Martín.

Los recortes presupuestarios llegaron a San Juan y Primo, un mes antes de las navidades recibió el telegrama de despido de la Universidad. Aunque era de planta, lo dejaban cesante por “irregularidades en su comportamiento”, según decía el telegrama.

Así, la fuente segura de ingresos se desvanecía y la espada de la derecha económica cortaba al medio a Poroto y su familia. Cercano a cumplir 43 años, sólo le quedaba la fabriquita de guitarras.

Primo pidió audiencia con el Decano para ese día. Pero Alberto, el Decano, había sido reemplazado interinamente por un coronel del Ejército. Igualmente lo atendió y le dijo fríamente:

-Mire señor Cuevach, se le depositará su indemnización. Usted en realidad no trabaja más en la Universidad. Mantenga la calma, para mejorar a nuestra Nación debemos hacer sacrificios. -

Habían pintado la oficina del anterior Decano de un color verde pálido, y colgado un crucifijo y una bandera de guerra. Primo salió con lágrimas en los ojos de bronca e impotencia a la vista de los uniformados que estaban por todo el predio y pasillos de la Universidad. No volvería allí nunca más, y aquel socorro económico e intelectual comenzó a ser un valioso recuerdo que atravesaría el tiempo.

Por ese tiempo, sólo había sollozos y silencio en la casa de Desamparados.

Feliza, nuevamente se refugiaba en casa de Ketty, las cartas, y las galletitas con té al coñac. Había adquirido el hábito de ir contando lo que pasaba y desprestigiando a su marido, coincidiendo con las opiniones de sus amigas.

Desde las tres de la tarde hasta entrada la tardecita, a las seis o siete de la tarde, “la mujer del Poroto”, como se hacía llamar, desaparecía completamente para Churi y él debía hacer todo; armar su cama, preparar su merienda y hacer solo los deberes de la escuela.

Desde la caída de Illia, el hogar maravilloso que recordaba el Bonito simplemente desapareció. Aunque vivía en esa casa desde recién nacido, parecía otra en esa época. Las paredes descascaradas, las plantas del fondo secas, en la galería interior, la gran pajarera que albergaba más de veinte canarios estaba vacía y en las macetas apenas había algunos geranios y una abandonada boina de vasco.

Ya no existían flores en esa casa, las azucenas, malvones, rosas, margaritas y otras más se habían desvanecido poco a poco junto con el alma de la casa de Desamparados.

Todo esto lo percibía Churi, sin decir una palabra a su mamá o a su papá, y mucho menos a Jorge, que, además ya estaba en la Marina. Primo trabajaba horario completo tratando de vender guitarras, así que estaba ausente de la mañana a la noche.

El Bonito no sentía angustia ni soledad, sino paz. Churi recorría el silencioso caserón sin culpas. Su madre lo dejaba con llave los días que no tenía piano y a inglés ya no iba más porque no alcanzaba el presupuesto.

Las Billiken tampoco se podían costear más y en la tele sólo podía verse el canal 8, cuya programación para niños comenzaba los fines de semana recién después de las seis de la tarde. En las siestas durante la semana pasaban novelas o a Doña Petrona, un programa de cocina.

El Churi leía, dibujaba, pensaba. Tenía una actividad casi paranormal durante esas horas en que Feliza se ausentaba y él no iba a piano. Gracias a Zara que lo había becado, podía ir dos clases a la semana y pagar solo una.

Walter había creado un nuevo estilo de aventura en ese tiempo solitario. Iba hasta el fondo de la casa y trepaba por el horno grande, donde alcanzaba a agarrarse de una rama de árbol con la que se balanceaba hasta caer en el patio del vecino. De ahí se ponía a investigar los fondos y patios de los vecinos. Internamente quería encontrar a aquel perro negro. Vio muchas cosas extrañas en los fondos de las dos cuadras, pero nunca encontró a ese ser de mirada amarilla y olor fétido. No había ningún perro negro ni nada similar en los fondos vecinos.

La mamá del Churi se volvía día a día más agresiva y golpeadora y le daba palizas amenazándolo:

-Way que le contés a tu papá…porque te mato. -

Entonces en la vida del pequeño arreció la violencia. Tenía ropa limpia, casa, comida, pero todo esto no suplantaba la falta de cariño, algún gesto tierno por parte de su madre hacia él.

Casi dos años después de que Illia se retirara de la presidencia, Alsogaray pide “pasar el invierno”. Poroto elocuentemente trató con insultos aquellos dichos del entonces ministro de economía de Onganía.

Todo cambió para los Cuevach. Los padres parecían zombis, del hermano se sabía poco y nada, y los reyes no pasaron aquel seis de enero. De hecho, no pasaron más.

La casa olía a desesperanza. Hasta el tocadiscos se vendió, el juego de sillones, la pajarera, el juego de jardín.

Ya no fabricaban guitarras, Primo desde el comienzo del otoño estaba en Rio Cuarto y desde allí enviaba dinero. En el fondo de la casa, donde había un pequeño baño, vivía una inquilina para sumar ingresos al hogar y completar lo que se necesitaba para pagar el alquiler. Feliza trabajaba por las tardes en la confitería de un primo.

Churi dejó piano, se quedaba todas las tardes solo en su casa, encerrado, ya que Feliza ponía llave en la puerta de entrada. Sólo podía salir un ratito a la vereda cuando venía Esther, la inquilina, que tenía órdenes estrictas de que no dejara salir al niño. El Bonito sólo salía a mirar el panorama, y entraba de nuevo al comedor, donde ya no estaba la biblioteca que se había vendido con todo y libros.

La sala de estar tampoco tenía muebles, toda la parte delantera de la casa estaba vacía. Quedaban algunas macetas en la galería interna, con todo seco y muerto, igual que en el fondo donde sólo estaba Esther en la piecita.

Walter dibujaba en su mente los recuerdos de cuando todo era distinto. Imaginaba flores, muebles, comidas ricas, pero sabía que aquellas imágenes eran historia vieja.

“Cómo un presidente puede cambiar tanto la vida de las personas…” pensaba el Churi.

Lo único que quedó fue el tablero y sus acuarelas. Primo ya no pintaba, nunca estaba en casa, y a Churi le parecían años, no meses los que no veía a su padre.

En silencio y soledad, Churi podía registrar intensamente alrededor de cada persona al verla, olerla y podía percibir cómo era; si buena, mala, mentirosa, leal. Horas de meditación, calculando cual sería la hora. Tardes interminables de “Doña Petrona”, novelas que no entendía, hojas amontonadas llenas con dibujos.

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