Perry, S. W.
La marca del ángel / S. W. Perry ; traducción Gina Marcela Orozco. -- Editora Alejandra Sanabria Zambrano. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2020.
440 páginas ; 23 cm. -- (Narrativa Contemporánea)
Título original : The Angel’s Mark
ISBN 978-958-30-6214-8
1. Novela histórica inglesa 2. Novela policiaca inglesa 3. Espionaje - Novela 4. Asesinatos - Novela I. Orozco, Gina Marcela, traductora II. Sanabria Zambrano, Alejandra, editora III. Tít. IV. Serie.
823.91 cd 22 ed.
Primera edición en Panamericana Editorial Ltda., febrero de 2021
Título original: The Angel’s Mark
Publicado por primera vez en tapa dura,
en Gran Bretaña, en 2018, por Corvus,
un sello de Atlantic Books Ltd.
© 2018 S. W. Perry
© 2020 Panamericana Editorial Ltda.
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Bogotá D. C., Colombia
Editor
Panamericana Editorial Ltda.
Edición
Alejandra Sanabria Zambrano
Traducción del inglés
Gina Marcela Orozco
Fotografías de carátula y guardas
© Shutterstock: Barandash Karandashich, Brocreative
Diagramación
Martha Cadena
ISBN 978-958-30-6214-8 (impreso)
ISBN 978-958-30-6399-2 (epub)
Prohibida su reproducción total o parcial
por cualquier medio sin permiso del Editor.
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Para Jane
“La medicina es la más noble de las artes,
pero debido a la ignorancia de aquellos que la practican…
hoy está atrasada respecto a todas las demás”.
HIPÓCRATES
“… deja ese maldito libro a un lado
y no lo mires, o tentará tu alma”.
CHRISTOPHER MARLOWE
La trágica historia del doctor Fausto
Capítulo 1
Londres, agosto de 1590
ESTÁ TENDIDO SOBRE UNA SÁBANA de lino blanco fino de Flandes. Con sus párpados cerrados y sus brazos regordetes cruzados sobre su hinchado vientre infantil, bien podría ser un querubín dormido, pintado sobre el techo de una capilla romana; lo único que le falta es un arpa y una nube de pasteles sobre la cual flotar. Las hermanas de St. Bartholomew lo prepararon lo mejor que pudieron: le quitaron el cieno del río, le sacaron las crías de anguila que anidaban en su boca y lo dejaron más limpio de lo que nunca estuvo en su vida. Ahora solo apesta como cualquiera de las cosas que los pescadores podrían sacar del Támesis en un Día de Lammas tan caluroso como ese.
“Varón, con deformidades en las extremidades inferiores, de unos cuatro años de edad. Hallado ahogado en las escaleras de Wildgoose en Bankside. Nombre desconocido, salvo para Dios”. Es lo que dice el breve informe de la oficina del forense real, en cuyo ajetreado perímetro de diecinueve kilómetros a la redonda de la excelentísima presencia apareció aquel niño con tanta impertinencia.
La recámara es oscura y tan sofocante que es casi insoportable. Un hedor a estiércol de caballo, pescado salado e inmundicia humana se filtra desde la calle exterior por entre las contraventanas cerradas. En algún lugar más allá de Finsbury Fields se intensifica resonante una tormenta de verano. Varios opinan que es clima de plaga. Si nos libramos de ella este año, tendremos mejor suerte de la que merecemos.
La puerta de la recámara se abre con el suave gemido de sus bisagras antiguas. Entra un hombrecito de aspecto alegre con un delantal de cuero. El sudor resplandece sobre su cabeza calva. Entre su cuerpo y su brazo derecho sostiene con recelo una bolsa de lona, como si acaso estuviera llena de contrabando. Mientras se acerca al niño en la mesa, comienza a silbar una canción alegre, popular en las tabernas en esos tiempos: “En lo alto gorjea el bisbita”. Luego, con el esmero exagerado de un sirviente que prepara la mesa de su amo para un banquete, coloca la bolsa junto al cadáver, aparta la solapa y procede a organizar su colección de sierras, cuchillos, dilatadores, pinzas y escalpelos. Mientras lo hace, pule cada uno con la esquina de la sábana y escruta el metal como en busca de imperfecciones ocultas. Es un hombre meticuloso. Todo debería hacerse así. Tiene directrices que cumplir; después de todo, es miembro de la Excelentísima Sociedad de Barberos-Cirujanos y, mientras esté allí en la Casa Gremial del Colegio de Médicos —un edificio con estructura de madera, de inesperada modestia, apretujado entre los puestos de los pescadores y las panaderías que hay al sur del cementerio de St. Paul—, se encuentra en territorio enemigo. La rivalidad entre carniceros y farmacéuticos ha existido, o al menos eso dicen, desde que el gran Hipócrates comenzó a atender pacientes en su polvorienta isla del mar Egeo.
Después de dos estrofas, el hombre deja de silbar y entabla una conversación amistosa y unidireccional con el niño. Habla del tiempo; de las obras que se presentan en el Rose; sobre si los españoles intentarán atacar Inglaterra de nuevo ese verano. Es su ritual. Como si fuera un verdugo compasivo, le gusta imaginar que está fortaleciendo la voluntad del condenado para lo que se avecina. Cuando termina, se inclina sobre el niño como si fuera a darle un beso de despedida. Coloca su mejilla izquierda cerca de las diminutas fosas nasales. Así culmina su ritual: se asegura de que el sujeto esté muerto en verdad. Después de todo, sería un desprestigio que se despertara con el primer corte del escalpelo.
* * *
—¿A quién planean cercenar hoy para divertir al público, Nick? —grita Eleanor Shelby a través de la pared de listones de madera y yeso que la separa de su marido—. No me sorprendería que fuera un pobre muerto de hambre condenado a la horca por robar una caballa.
Desde hace varios días, Eleanor y Nicholas se comunican solo a través del muro o por medio de notas garabateadas que se pasan en secreto con ayuda de su criada Harriet. Cada vez que Nicholas se acerca a la puerta de la sala de puerperio, Ann, la madre de Eleanor, que vino desde Suffolk para supervisar el alumbramiento y asegurarse de que la partera no se robe los utensilios de peltre, lo ahuyenta con gruñidos. La mujer está convencida de que, si logra siquiera entrever a su esposa, la expondrá a la inmundicia de las calles londinenses y de paso a una mala suerte terrible. Además, cada vez que tiene la oportunidad, lo reprende enfadada: “¿Quién ha sabido de un marido que vea a su esposa mientras está pariendo? ¡Imagine el escándalo!”.
Para empeorar la desgracia actual de Nicholas, cada campana desde la iglesia de St. Bride hasta la de St. Botolph comienza a anunciar la llegada del mediodía; los que van tarde compensan con esfuerzo el tiempo que perdieron. Ahora debe gritar aún más fuerte si quiere que su esposa lo oiga.
—Es aprendizaje, cariño. Los carniceros de East Cheap son los que cercenan en sus mataderos. Esta es una conferencia para el avance de la ciencia.
—Donde cualquier transeúnte puede asomarse por encima del marco de la ventana y ver todo gratis. Es peor que el hostigamiento de osos en Southwark.
—Al menos nuestros sujetos de estudio ya están muertos, no como esas pobres criaturas atormentadas. En todo caso, es una disertación privada. No se admite público.
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