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Después de las conferencias de Vaesy, los jóvenes médicos tienen el hábito de celebrar su supervivencia emborrachándose en exceso. Su taberna preferida se encuentra bajo el letrero del Cisne Blanco, cerca del cementerio de la Trinidad. La cerveza fuerte ya lleva un rato fluyendo cuando llega Nicholas, lo que provoca murmullos enojados de los otros clientes acerca de que los jóvenes médicos son más rebeldes que los practicantes en un día de fiesta. Nicholas arroja su sombrero empapado sobre la mesa mientras se sienta y nota con aire taciturno que la otrora alegre pluma está lánguida como la bandera de un ejército derrotado.
—¿Soy el único? —pregunta, mientras le hace señas a un mozo que pasa—. ¿Alguien más vio esas heridas?
—¿Heridas? —repite Michael Gardener, un colega de Kent que a sus veinticuatro años ya tiene aspecto de médico rural bien alimentado—. ¿Qué heridas?
—Las dos incisiones profundas en la pierna del niñito. La pierna derecha. Vaesy las ignoró por completo.
—El maese Dunnich seguro que las hizo por accidente; ya sabes lo descuidados que son los barberos-cirujanos —dice Gardener, mientras pasa los dedos por su barba exuberante—. Por eso nunca los dejo acercarse a esto.
—¿Las viste, Simon?
—No —dice Cowper, con el rostro encendido por la cerveza—. Estaba muy ocupado tratando de no volver a llamar la atención de Vaesy.
Gardener eleva su jarra hacia Nicholas y, con una espantosa sonrisa libidinosa dibujada en su rostro, grita:
—¡Basta de medicina! ¡Un brindis por nuestro valentón! Dentro de poco estará de vuelta en el ruedo.
—Es médico —se ríe alguien del grupo—. ¡Nick será el galán de Bankside!
Simon Cowper, que ya está pasado de copas, finge una sonrisa afectada femenina.
—Oh, querido Nicholas, ¿por qué debes pasar tantas horas con tan malas compañías, mientras yo debo conformarme con la costura y el salterio?
Nicholas está a punto de decirle a Simon lo mucho que se equivoca al caricaturizar a Eleanor de esa manera, pero las palabras se disuelven en su lengua. ¿Para qué animar a sus amigos a seguir burlándose de él? Suspira, esboza una sonrisa bondadosa y vacía su jarra.
Y, solo durante un rato, el niño muerto en la mesa de disección de Vaesy desaparece de sus pensamientos.
* * *
Anochece y Grass Street es apenas una franja oscura de casas voladizas con armazón de madera que atraviesa la ciudad hacia el río que hay cerca de Fish Hill.
Nicholas yace solo en su cama, con la cabeza apoyada en el cabezal y los ojos fijos en el muro. Se imagina a Eleanor tendida cómodamente al otro lado, apenas a centímetros de él, pero tan inaccesible que bien podría estar en la lejana Moscovia. Ahora está dormida, tomando un merecido descanso de la gravidez que se agita dentro de ella.
Eleanor es el hilo en el tejido de su alma. Es la luz del sol que se refleja en el agua, el suspiro del viento cálido. Los versos no son suyos. Los tomó prestados del en exceso poético Cowper, pues sus propios sonetos eran sin duda acartonados. Eleanor era la novia perfecta que su hermano mayor Jack solía describir en sus momentos de ardorosa fantasía juvenil: increíblemente bella, por completo desprovista de restricciones amorosas, en necesidad apremiante de ser rescatada y por lo general con un nombre mitológico.
Para Jack, el mito resultó ser Faith, la hija de un labriego: tenía extremidades como ramas de un roble robusto, e incluso le brotaban bellotas con regularidad cada dos años. Pero Nicholas, para su inmenso y perpetuo asombro, encontró un mito hecho realidad, aunque si acaso era necesario un rescate, fue Eleanor quien lo llevó a cabo. Nicholas no puede creer su suerte.
Revive a menudo el momento en el que bailaron una pavana por primera vez. Fue en la feria de mayo de Barnthorpe. Tenían trece años y los cumplían a una semana el uno del otro. Él, el segundo hijo hirsuto de un labriego de Suffolk, y ella, un hada pecosa de extremidades ágiles, difícil de mantener en un solo lugar, como la gasa que flota en una brisa de verano. Se conocían desde la infancia. Nicholas la llama su primera lección de medicina: a veces el remedio para un mal puede estar delante de uno, pero uno es demasiado estúpido para verlo.
Durante las últimas dos horas, Harriet, su criada, ha jugado a ser su intermediaria secreta. Cada vez que Ann y la partera insisten en que Nicholas y Eleanor dejen de hablar, Harriet encuentra alguna razón para entrar a ambas habitaciones: un poco de caldo caliente para Eleanor…, carne de cordero y pan para Nicholas…, esteras que deben cambiarse antes de la mañana…, orinales que hay que vaciar… Se vale de esas excusas para transmitir mensajes susurrados, y lleva a cabo dichas tareas con toda la destreza furtiva de un espía del Gobierno con comunicaciones cifradas.
—¿Cómo está el joven Jack, mi amor? —le había preguntado Nicholas en el último intercambio de palabras entre marido y mujer. Podía percibir la somnolencia en la voz de Eleanor incluso a través de la pared.
—Grace está bien, esposo mío, gracias.
Jack, si es niño, en honor al hermano mayor de Nicholas; Grace, si es niña, en memoria de la abuela de Eleanor.
Cuando había vuelto a hablar, no recibió respuesta, solo un “¡Por el amor de Dios, cállese!”, mascullado por su suegra.
Al final de la jornada laboral, Nicholas Shelby nunca dudó en discutir un diagnóstico difícil con su esposa, o en hacerla reír a carcajadas al imitar a algún paciente particularmente pomposo o difícil. Pero esa noche, con Eleanor tan próxima a dar a luz, ¿cómo podía siquiera mencionar lo que había visto en la Casa Gremial? Iba a tener que soportarlo solo, con la compañía del sonido de su propia respiración.
Toca el yeso y deja sus dedos apoyados allí un rato. Aunque el muro es apenas más grueso que el palmo de su mano, se siente frío e impenetrable como el de un castillo.
De repente, teme que llegue la noche. Teme tener pesadillas; soñar con bebés muertos ensartados en horquillas españolas; con un niño desangrado flotando en el río; con filas de niños sin vida, pálidos y de mirada vacía, marchando a través de un paisaje árido que es mitad las orillas fangosas del río Támesis, mitad pólder neerlandés. Y cada uno de ellos es el hijo de Eleanor y suyo. Más que nada, le teme a su propia imaginación.
De hecho, para su sorpresa, duerme profundamente. Solo se mueve cuando el magnífico gallo del alojamiento canta media hora antes de que suene la campana de la iglesia de la Trinidad.
* * *
Sin la posibilidad de ver a Eleanor, y sin pacientes por visitar a la mañana siguiente, Nicholas busca a William Danby, el forense real. Si bien es posible que a Fulke Vaesy no le importe que la corta vida de un niño sin nombre y sin parientes termine de esa manera, en las circunstancias actuales sí es muy importante para Nicholas Shelby.
“Las sensiblerías perfectamente naturales del futuro padre”.
“Insúlteme si quiere —le dice a un sir Fulke imaginario conforme se dirige a Whitehall—. Algunos de nosotros todavía recordamos por qué elegimos la medicina como profesión”.
El forense real es un hombre meticuloso, con gafas, vestido con una bata negra. Nicholas lo encuentra en una habitación más parecida a una celda que a una oficina, llenando el registro semanal de defunciones de la ciudad. Escribe con una caligrafía lenta y metódica sobre una delgada cinta de pergamino, copiando cuidadosamente los nombres de los muertos registrados en los informes individuales de las parroquias.
“¿Qué se sentirá —se pregunta Nicholas mientras espera a que el hombre note su presencia— pasarse el día registrando fallecidos? ¿Qué pasa si uno escribe mal un nombre? Si un Tyler en vida se convierte en un Tailor estando muerto por una simple distracción, ¿siguen siendo la misma persona en la posteridad cuando los recuerda una esposa o un hermano? Tales errores pueden ocurrir fácilmente, en especial en tiempos de plaga, cuando los encargados no pueden escribir a la velocidad que se necesitaría para mantener los registros completos”.
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