Perry S. W. - La marca del ángel

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Londres, 1590. El control de la reina Isabel I sobre su reino está resquebrajándose. En medio de un tumultuoso telón de fondo de conspiradores españoles, herejes católicos y guerras extranjeras que amenazan la frágil estabilidad del país, aparece el cadáver de un pequeño niño, con unas marcas extrañas que nadie puede explicar. Cuando, unos pocos días después, el médico Nicholas Shelby encuentra otro cuerpo con esas mismas marcas, se convence de que un asesino está atacando a los más débiles y desamparados de Londres. Decidido a descubrir quién está detrás de estos terribles asesinatos, Nicholas se une a Bianca, una tabernera misteriosa, que guarda secretos inconfesables. A medida que se descubren más cuerpos, la pareja se ve atrapada en una trama siniestra que los lleva al borde del abismo y la desesperación. Nicholas no tendrá opción, deberá salvar a Bianca o salvarse a sí mismo…

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—Las entrañas son las entrañas, Nick. Y, en mi opinión, deberían quedarse donde pertenecen.

Nicholas introduce sus pies con calzas en sus nuevas botas de cuero, tira de los pliegues de su gregüesco y se pregunta cómo despedirse antes de que las campanas imposibiliten la conversación a través de la pared. Normalmente se dirían las palabras de afecto apasionadas de siempre, seguidas de una serie de acercamientos y alejamientos, de besos interrumpidos y luego retomados con vehemencia, de promesas susurradas asegurando un pronto regreso a casa y de una despedida final renuente. Después de todo, apenas habían estado casados dos años. Pero hoy no iba a poderse. Hoy estaba el muro.

—No puedo quedarme más, amor. Sabes lo que sir Fulke Vaesy opina de las tardanzas. Seguramente hay un versículo en algún lugar de la Biblia sobre la puntualidad.

—No dejes que te intimide, Nick. Conozco a la gente como él. —Llega la voz de Eleanor como si viniera desde muy lejos.

—¿Y cómo es él?

—Cuando seas el médico de la reina, se postrará ante ti como un perro faldero.

—¡Tendré setenta años para entonces! Y Vaesy tendrá cien. ¿Qué clase de médico se postra ante alguien a esa edad?

—¡La clase de médico cuyos pacientes no pagan sus cuentas!

Nicholas sonríe al oír el sonido amortiguado de la risa de Eleanor y luego grita una despedida final. Sin embargo, su partida se siente apresurada e incompleta, prácticamente infausta.

A primera vista, nadie creería que el joven que está saliendo de su alojamiento bajo el letrero del Ciervo y adentrándose en el calor polvoriento es un hombre de medicina. Bajo el jubón de lona blanca, cuyas agujetas están hoy desatadas para permitir el paso de aire, se encuentra el cuerpo joven de un robusto campesino. Una maraña de pelo negro se despliega ingobernable bajo el ala ancha de su sombrero de cuero. Y aun si fuera la mitad del invierno y no el ardiente agosto, su bata doctoral, la cual ganó luego de una larga lucha contra toda una serie de miradas desaprobadoras de Cambridge, seguiría oculta, como ahora, en la bolsa de cuero que cuelga de su hombro.

¿Por qué esta modestia inusual, dado que en Londres el estatus de un hombre se conoce por la ropa que lleva puesta? Él, de seguro, diría que es para proteger la costosa prenda de los estragos de la calle. Una respuesta más sincera sería que, incluso después de dos años de practicar la medicina en la ciudad, Nicholas Shelby no puede dejar de pensar que el hijo de un terrateniente de Suffolk no tiene derecho a usar prendas tan exóticas.

Manteniendo un trote sudoroso en medio del calor, Nicholas pasa por el mercado de hierbas de la iglesia de Grass y se diri­ge hacia Fish Street Hill, hacia la Casa Gremial del Colegio. Se avergüenza cuando los empleados del lugar le hacen una reverencia extravagante. Todavía encuentra incómoda semejante deferencia. En una recámara lateral saca la bata de la bolsa y, como si se tratara de un secreto bochornoso, envuelve su cuerpo con ella. Luego entra a la sala de disección por una puerta, al tiempo que sir Fulke Vaesy entra por la otra.

Llegó a tiempo, con apenas segundos de sobra.

Mientras avanza para quedar junto a Simon Cowper, su amigo, Nicholas espera que el sujeto de estudio de la conferencia de ese día sea uno de los cuatro delincuentes adultos recién traídos del patíbulo a los que el Colegio tiene autorizado analizar cada año, tal como Eleanor lo había indicado. Pero ahora no ve más que un cuerpo diminuto tendido en la sábana, rodeado por los instrumentos del barbero-cirujano.

Y Simon Cowper, consciente de que Nicholas está a punto de ser padre, no es capaz de mirar a su amigo a los ojos.

* * *

Sir Fulke le recuerda a Nicholas a un procónsul romano preparándose para inspeccionar los rehenes de una tribu conquistada. Resplandeciente en su bata de miembro asociado con ribetes de piel y su gorro de seda con incrustaciones de perlas sobre su cabeza, es un hombre voluminoso, con un apetito legendario por el vino fortificado, el ganso y el venado. Se levanta de su silla oficial y se eleva sobre el diminuto cuerpo pálido que está sobre la mesa. Pero Vaesy no tiene la menor intención de ensangrentarse las manos. No es tarea del presidente de las conferencias lumleianas de anatomía comportarse como un carnicero común que descuartiza cadáveres en el desolladero parroquial. Los cortes a la carne los hará el maese Dunnich, el hombre alegre y calvo de la Excelentísima Sociedad de Barberos-Cirujanos.

—Un útero sano es como el suelo fértil del sagrado jardín del Edén —comienza Vaesy, con el acompañamiento bíblico de los truenos de la tormenta de verano, que ya está mucho más cerca—. Es el surco saludable en el que la semilla de Adán puede echar raíces…

“¿Está dando una conferencia o un sermón?”. A veces a Nicholas le resulta difícil distinguir ambas cosas. A través de las ventanas abiertas llega el olor de la calle: huele a los puestos de pescado y a estiércol de caballo fresco. En cada alféizar descansan las barbillas de los transeúntes, que estiran sus cuellos y miran boquiabiertos. El calor hizo que la conferencia fuera menos privada de lo que Nicholas había previsto.

—Sin embargo, este bebé, que fue encontrado apenas ayer por los pescadores en medio del río, es la expresión inevitable de la enfermedad, tanto física como espiritual. ¡Este niño claramente nació… —el gran anatomista hace una pausa para agregar dramatismo— hecho un monstruo!

Las vigas del techo de la Casa Gremial casi parecen sobresaltarse. Nicholas siente una repentina necesidad de cubrir al niño desnudo con la sábana de lino y decirle a Vaesy que deje de asustarlo.

Por “hecho un monstruo”, Vaesy quiere decir lisiado. La des­cripción le parece demasiado brutal a Nicholas, que se esfuerza por estudiar al niño con ecuanimidad. Observa que sus piernas atrofiadas se arquean hacia dentro por debajo de las rodillas; que sus dedos amarillentos se entrelazan como enreda­deras pasmadas. Es claro que no pudo haberse metido al río por su cuenta. ¿Acaso se metió gateando mientras jugaba en la ribera? Tal vez se cayó de una de las barcazas o de los botes de remos que desempeñan sus labores en el agua. O tal vez fue arrojado, como a un perro enfermizo al que nadie quiere. Sin importar qué fue lo que ocurrió en realidad, hay algo en aquel cuerpecito que le parece extraño a Nicholas. Sabe que la mayoría de los cadáveres que se sacan del río se encuentran flotando bocabajo, lastrados por el peso de la cabeza. La sangre debería acumularse en las mejillas y en la frente, pero el rostro del pequeño se ve blanco como la cera.

“Tal vez sea porque no ha estado en el agua mucho tiempo —piensa cuando nota la ausencia de marcas de mordeduras de lucio y de ratas de agua—. ¿Eso es una desgarradura pequeña a un lado de la garganta? Y tiene otra herida más profunda en la pantorrilla de la pierna derecha, como una cruz tallada en queso viejo”.

Una imagen espantosa se forma en la mente de Nicholas: el niño fue sacado del agua con un bichero de pescador.

—Las causas de las deformidades como las que vemos aquí, caballeros, ya son bastante conocidas para nosotros, ¿no es así? —dice Vaesy, e interrumpe los pensamientos de Nick—. ¿Podría alguno de ustedes tener la bondad de enumerarlos? Usted, señor…

Al instante, los ojos de todos los médicos de la sala quedan fijos en los cordones de sus botas, en el estado de sus gregüescos y, en el caso de Nicholas, en las cicatrices de la infancia que quedaron grabadas en sus dedos durante las cosechas; en cualquier cosa menos en la mirada imponente de Vaesy. Saben que el ilustre anatomista espera una disertación de al menos diez minutos sobre el tema, y todo en un latín impecable.

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