Walter Huertas - Saga del ángel caído. El resiliente
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El “bonito” yacía en el piso cubierto con una especie de baba fétida y sangre en sus dedos. No propia, sino una que le había manchado parte del pijama también.
- ¿Mamá, lo viste al perro negro? - preguntó el Churi, agitado, con voz fuerte y nerviosa.
-Si, Churi. Debe ser de algún vecino…-
Días estuvieron averiguando en toda la manzana y otras cuadras si alguien tenía un perro de tales características. Nadie, absolutamente nadie, era propietario de tal perro.
Además, las paredes del fondo eran de más dos metros de alto, entrar se podía, pero saltar esa altura para salir, huir por los techos y patios de los demás vecinos que tenían perros (algunos eran bulldogs) y que no ladraran, era más difícil. Una experiencia que quedó guardada bajo siete llaves entre el Churi y sus padres.
Nunca se pudo explicar cómo la cama estaba totalmente desarmada, pero sin una mancha y el niño lleno de esa hediondez y con sangre en sus manos, cabello y ropa.
(3) Epidemia
En el invierno, una pequeña epidemia de tos convulsa se había apoderado de algunas vidas de niños pequeños, ya que los más grandes tenían más posibilidades de sobrevivir.
Por supuesto, nuestro “Bonito” no pudo escaparse de esta terrible enfermedad. Lo llevaron al médico con fuertes convulsiones y terrible tos. Inmediatamente lo ingresaron a terapia infantil. Los padres se quedaron afuera de aquella habitación y un par de enfermeras y un médico cerraron las puertas.
Mientras esperaba junto con su hermana y su cuñado, la madre del Churi se preguntaba y le preguntaba, desconsolada, a su esposo Poroto, qué estaba pasando, por qué no los dejaban entrar, cómo es que había sucedido esto.
Para entender un poco más, debemos retrotraernos unos días atrás en la vida de nuestro personaje.
Churi era un niño musical. En su interior, siempre había alguna melodía recorriendo su mente. Esto venía de familia, su papá siempre estaba silbando o tarareando alguna canción y Churi solía encontrarlo a veces por las noches tocando el laúd, otras la guitarra. Las melodías españolas y de tono oriental, con gran ritmo, habitaban el aire de la casa.
Para dormir y olvidarse de aquel demonio-perro negro, Bonito imaginaba alguna melodía. Eran tiempos en que el silencio reinaba en las casas.
Percibiendo esto, la mamá de Walter, un sábado por la mañana, después de la misa de las nueve, llevó al pequeño a unas cuadras, a la vuelta de la casa, ya en esos momentos embrujada, de los Casab. Feliza tocó timbre y le atendió una señora joven, de unos cuarenta años. Al Churi igualmente le parecía una vieja con cara de mala que resultó ser su nueva su profesora de piano y teoría y solfeo.
Desde ese día y durante dos años, los martes y los jueves, Churi tomaba los libros de música y partía a casa de su profesora con cara de mala.
Era el final del verano, en breve Walter comenzaría segundo grado, y mientras caminaba los metros que le faltaban para llegar, sus pensamientos lo aturdían: “no voy a tener tiempo para jugar, los sábados pintura, martes y jueves, música, después hacer los deberes, mi mamá que me encierra a la tarde porque se va a jugar a la Escoba o a la Escalera a lo de Ketty… ¿cuándo voy a ser niño?” pensaba cuando ya estaba sentado en la banqueta, frente al piano.
Zara, que era el nombre de la profesora de música, comenzaba con ejercicios para alargar los dedos. Churi tenía los dedos muy cortos para tocar el piano, así que lo obligaba a estirarlos sobre las teclas mientras ella con un puntero le apretaba las falanges y le decía:
-Estirá, estirá los deditos esos de porquería que tenés…-
Cuando el pequeño se equivocaba le pegaba un coscorrón fuerte en la cabeza.
-Repetí y no te equivoques. No estés paveando. -
Una hora y media tenía que soportar esto el Churi, dos veces a la semana.
La mente de Walter viajaba entonces cuando se quedaba sólo a practicar en el piano porque la profe se iba a tomar el té. Esa media hora era la única que estaba tranquilo y feliz.
Luego de una clase, Zara le dijo seriamente:
-Decile a tu mamá que venga. En el cuaderno de solfeo le mando una nota. -
Cuando llegó a casa, el niño entregó el cuaderno a su madre que, igualmente seria, le preguntó:
-¿No habrás hecho alguna travesura, vos…? -
-No mami. - contestó con ojos tranquilos, esos ojos color miel con un borde verde que caracterizaban al “Bonito”.
La nota sólo rezaba: “Señora Feliza, venga el jueves pues tengo que comunicarle algo.”.
Ese jueves Feliza estaba frente a Zara con el Churi a su lado.
-Es un niño muy callado, educado, pero vuela mucho. Mire, no le voy a cobrar de más, pero tiene que venir los viernes a las 15 horas a practicar por lo menos una hora en el piano que yo dispongo para estos casos. -afirmó Zara.
La mamá de Walter asintió y dijo:
-Si usted considera necesario, él vendrá todos los viernes. -
“¡Adiós a la Hormiga Atómica!” pensó tristemente el niño. Se terminaban los dibujos animados de los viernes. Ahora eran tres los días de música por uno de pintura y sumado a la escuela, poco tiempo le quedaba para leer y jugar al muchachito.
Cuando fue el primer viernes, lo atendió la madre de Zara, una mujer muy hosca y descortés que le escupió solo estas palabras:
-Ponele sordino y cerrá la puerta. No estés jugando, yo te aviso cuando se cumpla la hora. -
El resto de los viernes, sólo le abría la puerta y sin decir nada, le señalaba la dirección del piano de estudio. El olor a rancio y a disgusto que nuestro niño podía percibir en ese lugar era muy fuerte.
Así pasaron algunos meses, pasó el otoño, llegó el invierno y Churi seguía con su rutina como un pequeño robot de los de ahora, japonés.
Contaba los pasos para llegar, evitaba pisar las líneas de las baldosas, tomaba clase, sufría, volvía a casa a hacer deberes, media tarde, leía, cenaba, dormía. Sólo viajaba y volvía a la escuela, almorzaba y a sus tareas. Encima la madre había cambiado sábados por domingos para la misa, y algunos domingos Feliza lo llevaba a la finca de los abuelos o a casa de los tíos.
Por si fuera poco, los lunes comenzaría a tomar clases de inglés en lo de “tía Pituca”, que en realidad no era tía, pero si pituca.
Así era la vida de este chico, aquel muchacho que se había enfrentado a un demonio y lo había vencido. Era monótona, aburrida y tediosa.
Una tarde a comienzos del invierno, después de las vacaciones, Churi iba andando su camino de los viernes cuando se encontró en la esquina con un compañerito de la escuela que llevaba un fútbol. En ese momento, un fútbol era como oro sólido, ya que muy pocos chicos tenían uno, acaso alguien que lo había heredado o que los padres tenían mucho dinero. Por lo general, los chicos del barrio usaban una pelota vieja de goma o hecha con medias y trapos viejos.
-Hola Walter -lo saludó. Al Churi le decían Walter o simplemente Cuevach. -Vamos a jugar al fobal en la canchita del baldío de la Muni. -
En ese momento, invadió todo el cuerpo del Churi una sensación de deseo incontenible de hacer picardías.
La madre, para ir a la escuela lo vestía impecablemente, de punta en blanco, con zapatos acordonados, lustrados, peinado a la gomina, corbatín, guardapolvo almidonado y maleta de cuero. Y si llegaba a ensuciarlo era paliza asegurada.
Para ir a casa de la profesora, iba de pantalones cortos, así fuese invierno y nevara. Medias, zapatillas tipo sandalias de plástico, remera y pulóver tejido por su madre.
Walter pensó “la vieja no le va a decir nada a mi mamá…o mejor voy, entro, espero que se vaya y me vuelvo a ir…”. El pibe, casi azuzándolo le gritó mientras se alejaba:
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