Walter Huertas - Saga del ángel caído. El resiliente
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-Quedate acá, Churi. Con papá vamos a ver algo…no salgas. - tomó del brazo a su marido y salieron los dos.
Churi obviamente no acató las órdenes de su madre y se asomó hasta la puerta, desde donde vio como muchas personas corrían hacia la casa de los Casab. De pronto escuchó el grito “¡Andrés!” y se acercó hasta la vereda. Allí vio como la ambulancia se iba y detrás de ella, el auto de don Casab.
La sirvienta se había quedado con los otros dos hermanos de Andrés, y había mucha gente y policía en los alrededores, pero con el pasar del tiempo comenzaron a dispersarse.
Churi se volvió a los escalones y poco después llegaron sus padres. Primo sostenía a su madre que lloraba, impresionada. Los dejó pasar y volvió a caminar lentamente hacia la esquina, envuelto en la noche tibia y estrellada.
De pronto sintió como una voz y miró hacia el balcón de la casa de los Casab, donde le pareció divisar algo rojo que volaba. Luego escuchó una risa y finalmente un grito.
Walter volvió corriendo hasta la vereda de su casa y atravesó la puerta. En el living Primo consolaba a Feliza que, entre sollozos, preguntaba “¿por qué lo dejaron solo?”.
A la mañana siguiente, Churi fue a buscar a Gabriel. No había ningún chico en la calle, ni en la vereda. Ketty, la patrona de la madre del Gabi, lo atendió y dulcemente le dijo:
-Hola Churito…ya te llamo al Gabi. - La casa era una especie de mansión de principios del siglo XX y la servidumbre vivía en el fondo.
Ni bien apareció Gabriel, Walter indagó
-Negro, ¿vos sabés algo? -
-Parece que el Andrés, peleando o discutiendo con la hermanita, le dijo que con el traje de Superman podía volar… Se tiró del balcón y cayó al pasto. Parece que murió esta mañana…mi mamá habló con la empleada del Andrés en el almacén. - respondió conciso, Gabriel.
Ese diálogo, que tanto recordaría Churi durante su vida, se vio interrumpido por el grito de la mamá de Gabriel, que lo llamó a entrar y cada uno se fue a su casa.
Con el tiempo los Casab se fueron de esa casa, ya que su hija más pequeña también murió dentro, al caer por las escaleras. La esquina dejó de ser el centro de reunión, se tapiaron puertas y ventanas y aquel pino, que había iluminado todo el barrio, se secó rápidamente hasta quedar como un poste, con sus ramas delgadas caídas.
Había noches en que algunos vecinos decían escuchar gritos y risas de niños dentro de esa casa. Walter nunca más quiso mirar aquel balcón, aunque cuando pasaba frente a él, de camino a comprar sus “Billiken” sentía una especie de ruego y cierta presencia dulce que seguramente habitaba aquel caserón de dos pisos.
Todo comenzó a cambiar luego del episodio de Andrés, pero lo más importante fue que Churi se dio cuenta que los días ya no pasaban en vano, que había despertado.
Nuevos sucesos, algunos gloriosos y otros no tanto, tendrían lugar todavía en aquel verano.
(2) Perro Negro
Cuando recordaba a su amigo de la esquina, lo pensaba con observación más minuciosa. Se acordaba que siempre tenía esa sensación cuando Andrés volvía a su casa ofendido o enojado. No era un niño tan bueno, era muy malcriado y ciego a la realidad del mundo, siendo un chico que tenía de todo.
El Churi no podía darse los gustos. De todos sus amigos del barrio, él era el único que vivía en una casa alquilada. El padre de Walter era un pequeño empresario, tenía un taller de armado de electrodomésticos. No les faltaba nada, pero no podían salir de vacaciones, a lo sumo iban a la finca de unos tíos o de sus abuelos. Vivía otra realidad.
Pero el Churi sí estaba seguro, cada vez más, de que experimentaba una inexplicable sensación y que el tiempo se detenía cuando percibía que algo iba a suceder. Su percepción era todavía muy rudimentaria, ya que tenía apenas siete años.
Poroto, como le decían al papá de Walter, de mañana trabajaba en la facultad de arquitectura como secretario del decano. Consiguió para Churi que los sábados en la mañana fuera a pintar a los talleres de acuarela, al aire libre, en el parque de la ciudad.
Su mamá lo acompañaba, pues tablero y carpeta no podía llevarlos solo. Feliza se quedaba con él las dos horas que duraba el taller. Siempre contaría orgullosa como su hijo pintaba y dibujaba mucho mejor que algunos de los estudiantes de aquella facultad.
Cuando pintaba la naturaleza, el Churi copiaba exactamente lo que veía. Desde niño tuvo una característica irrefutable; sólo jugaba o hablaba de lo que veía, no imaginaba, tenía un pensamiento muy fáctico y un razonamiento absolutamente desprovisto de fantasías, salvo cuando imitaba a los personajes de la TV, pero que sabía que no eran reales.
Con el estudio de la acuarela y el dibujo del natural, afianzó su anclaje a la realidad, a todo lo que se podía ver y tocar.
El Churi percibía desde otra perspectiva la realidad de su niñez y la de sus pares, aunque no dejaba que esto fuera un impedimento a la hora de dejarse llevar en algún juego con otros niños. Pero por lo general Walter era un niño solitario, siempre enfrascado en algún proyecto o nueva búsqueda de conocimiento.
Una tarde no se sintió bien, tenía tos. Había jugado mucho a la pelota en el baldío de enfrente que, aunque estaba tapiado, el Churi se las ingeniaba para entrar y jugar con otros niños.
Se le tomó la fiebre, tenía 38 grados. El médico fue a atenderlo a su casa, algo muy común también en aquella época y le recetó reposo y un jarabe, tres días en la cama, dieta, sopa y compota. “Una porquería el jarabe y la sopa” rezongaba en su interior el Churi, pero el médico era uno de los mejores de la ciudad, así que sabía que debía obedecer calladito, si no, además, vendría correctivo con chancleta incluida.
Estaba ya en el tercer día, la fiebre había subido desde el segundo, pero le llevaban el desayuno y el almuerzo a la cama, dibujaba, pintaba y leía. Se sentía como un rey atendido en su propia casa.
Su madre abrió la gran ventana que daba al patio y galería del fondo, entró la luz y el aire de la mañana. Recién terminaba de desayunar y había retirado el desayunador así que estaba recostado, esperando que su madre le trajera el jarabe.
Cuando transcurría todo esto, de pronto tuvo una extraña sensación. Algo, alguien, estaba en el patio de atrás. No era grande, no sabía qué era. Miró hacia la ventana, entornando apenas los ojos y distinguió una sombra en medio de esa mañana clara.
Súbitamente, un perro negro trepó al borde de la cama, saltando desde el patio, pasando por la ventana y depositando sus cuatro patas a los pies de esta.
Quedó perplejo, los ojos rojizos del perro parecían los de un lobo y tenía un aliento muy pestilente. El animal gruñó y quedaron los dos mirándose frente a frente.
El niño fue hacia el respaldar que daba a la pared este de la casa y también se puso en cuatro patas.
Luego de mostrar con rabia los dientes blancos y sus enormes colmillos, se arrojó sobre el niño. Éste, sin inmutarse, lo esperó casi como un nadador y se tiró en una especie de clavado hacia la boca de aquel ser que parecía un perro y que se iba agrandando a medida que se abalanzaba contra el pequeño.
El chico, gritándole “¡demonio, te voy a destrozar!” se introdujo dentro del perro, entrando por la boca y destruyendo sus entrañas a medida que la fuerza de aquel clavado, casi como un trampolín hacía que avanzara fuertemente en el interior de la bestia.
Walter salió entonces por el culo del animal negro, cayó a los pies de la cama y se fue por el impulso al piso.
Feliza oyó el grito y un ruido, corrió hacia la habitación desde la cocina y al llegar vio como una figura oscura, con cola y patas se iba tras la ventana.
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