Julio Rilo - Los irreductibles I

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En una sociedad con tendencia a la distopía, Kino, un escritor frustrado, jamás imaginaría que una decisión motivada únicamente por el dinero le llevaría a replantearse toda su vida, al acceder a una máquina que le permite revivir los recuerdos de su difunto padre. Lo que al principio era un simple experimento, terminará desembocando en una serie de decisiones que se le plantean a Kino, quien no está preparado para afrontar las implicaciones de que exista una máquina semejante.

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Se sentó resoplando cansado en una de las sillas que había alrededor de la mesa de IKEA que usaba para comer, las pocas veces que comía en el piso. Tras un largo suspiro extendió su brazo izquierdo, en el que llevaba la pulsera, sobre la mesa. Aún no había abierto el correo de su hermano.

A la hora de comer le llegó una notificación de un correo, algo poco habitual. La gente usaba principalmente Facebook para comunicarse, algo que Kino odiaba. Por lo que abrió el correo con curiosidad y su sorpresa fue mayúscula cuando vio que quien le había escrito el correo no era otro que su hermano Raúl, con quien hacía casi seis meses que no se intercambiaba palabra. Y era la línea del Asunto lo que más lo inquietaba: «Tenemos que hablar».

Con el brazo extendido, contemplando su pulsera, Kino decidió que aún no estaba preparado para ver qué coño querría su hermano, pero sí que se le ocurrió qué tipo de mensaje quería redactar. Encendió la pulsera y los menús se desplegaron, y en el menú del chat buscó el contacto de Rebe y abrió la conversación. Suspiró taciturno al ver el historial de la conversación de otros días, una sucesión de mensajes escritos por él, que solo eran contestados a veces, y con pocas palabras. Hizo de tripas corazón y una vez más se tragó su orgullo y le envió un saludo, preguntándole qué tal el fin de semana.

No esperaba una contestación en los próximos minutos, así que se fue directamente a la ducha. Fijó el grifo para que el agua saliera caliente. Muy caliente. Salía tan caliente que casi quemaba, y le picaba la piel de los hombros y el pecho, pero era justo lo que necesitaba. El calor le relajaba los músculos agarrotados de la espalda (después de los treinta viajar en tren ya no era tan cómodo), y sentía como si el agua extremadamente caliente limpiase mejor que el agua más templada. Salió del baño envuelto en una niebla digna de Londres, y con la toalla a la cintura se acercó a comprobar si Rebe le había contestado. No era así.

Se puso el pijama y fue a prepararse la cena, que no era otra cosa que unos noodles precocinados que metió en el microondas con un poco de agua encima, que acompañaría más tarde con un trozo de pan. Mientras el bote de plástico daba vueltas bajo la luz, y después de meter un trozo de pan congelado en el pequeño horno que tenía colocado sobre la nevera, Kino volvió a comprobar el chat y vio con desagrado que Rebe seguía ausente. Fue hasta las estanterías donde tenía sus colecciones de películas. También tenía unas cuantas series de televisión con todas sus temporadas. Anduvo divagando, pasando el dedo distraído por encima de los títulos, sin terminar de decidir qué le apetecía ver aquella noche.

Le apetecía algo familiar, algo que ya conociera, ya que de aquella manera daba igual si era una película densa que él podría permitirse no prestarle el cien por cien de su atención. Le apetecía algo llevadero pero tranquilo. Nada de acción o, si la tenía, poquita. Quizás algo en blanco y negro. Vio unos cuantos títulos de películas antiguas que le llamaron la atención, y finalmente se quedó con dos opciones: Solo ante el peligro y La dama de Shanghái . Inconscientemente volvió a pensar en si Rebe le habría contestado y fue hasta la mesa del salón, que era donde seguía la pulsera. Nada. Por lo que al final se decantó por La dama de Shanghái . Mientras conectaba el DVD con un cable alargador a la entrada del proyector, Kino pensaba que tampoco le importaría ver Sed de mal . Pero esa sería otro día, que hoy ya se había decidido.

Mientras terminaba de preparar el proyector, el timbre del microondas sonó con un alegre ding , por lo que sacó los fideos del microondas y el pan del horno y dejó ambas cosas sobre una bandeja de plástico encima de la mesita de madera que había enfrente del sofá. Antes de sentarse fue a por su cajita de turrón y comprobó por última vez sus mensajes. Rebe seguía sin contestar, así que Kino cerró malhumorado el menú del chat, lo que dejó a la vista la bandeja de entrada del correo, que estaba abierta en una pestaña detrás del chat. Allí, arriba de todo, en negrita al no haberlo abierto todavía, seguía esperando el mensaje de su hermano. Kino lo ignoró una vez más, apagó la música (en esos momentos sonaba Café Quijano) y silenció su holo-pulsera, dejándola sobre la mesa. Se sentó delante de su cena (por llamarla de alguna manera), dejó su cajita del turrón a un lado, para luego darle al play .

IV

A Kino le encantaba el distintivo sonido característico de las bandas sonoras de hacía un siglo. Esas melodías sinfónicas y grandiosas, que a pesar de sonar rasgadas y antiguas seguían siendo majestuosas. Era un sonido característico. Los violines y el piano dieron paso a los nombres de Rita Hayworth y Orson Welles flotando sobre la superficie del mar en blanco y negro, y a Kino su cena precocinada le supo infinitamente mejor desde el momento en el que una de sus películas favoritas dio comienzo.

Tenía recuerdos muy gratos de aquella película, pues fue una de las primeras que recordaba ver de pequeño. A sus padres, cuando todavía estaban juntos, les gustaba acurrucarse en el sofá y ver películas antiguas. Y cuando sus hijos los acompañaban, pues mejor. Al principio acostumbraban a ver una película cada noche, pero con el tiempo aquello derivó en que solo los fines de semana eran las noches de película, y con el tiempo quien quería ver una película se la veía en su cuarto.

Cuando Kino hablaba de «películas para todos los públicos», era a películas como aquella que estaba viendo ahora a las que se refería. Por supuesto que no era una película para niños y en ella se trataban temas adultos, pero el guion de La dama de Shanghái era lo suficientemente ingenioso como para no decir nada abiertamente, con diálogos astutos repletos de dobles sentidos. Y aunque había violencia y suspense, no era nada que pudiera traumatizar a un niño, ni mucho menos. De manera que si un niño ve esta película, no entenderá todo lo que se dice, pero sí sabrá seguir el hilo de la acción. Y tal y como ocurre con las mejores películas, esta era una que, a medida que vas creciendo y la vuelves a ver una y otra vez, descubres cosas nuevas con cada visionado.

Era cierto que Orson Welles no era el mejor actor del mundo, y en aquella película el acento irlandés que había escogido no sonaba particularmente convincente (Kino, por supuesto, veía todas las películas en versión original), si bien no importaba, pues sabía controlar los matices de una forma suficientemente sutil. Además, ayudaba mucho tener a Rita Hayworth y Everett Sloane adueñándose de la pantalla cada vez que entraban en plano. Pero no eran las interpretaciones la magia de esta película, no, sino el ritmo trepidante con el que se iba deshilando el intrincado argumento, culminando en el magistral clímax en la casa de los espejos. Una escena que se había imitado, parodiado e intentado replicar hasta la saciedad con el devenir de los años, pero nunca llegando al efecto logrado por un director famoso por crear técnicas de rodaje revolucionarias.

Para cuando Michael O’Hara entra a trabajar en el barco del perverso matrimonio que lo enredará en un peligroso triángulo amoroso, Kino ya había terminado la cena y se sentía con el estómago lleno, por lo que apartó la bandeja sobre la que había cenado y cogió su cajita de turrón. Al abrirla, sacó papel largo, cartón, el grinder y su bolsita de marihuana, que estaba más mermada de lo que a él le gustaría.

Su cajita era un recuerdo de la infancia. Era una caja redonda de latón color beige de turrones El Almendro, y desde siempre la había usado como su cofre del tesoro. Solo que, con el tiempo, los juguetes y recuerdos de la infancia habían dejado paso a uno de sus vicios, el único que no se planteaba dejar. En su cajita tenía sus suministros, tanto de hachís como de marihuana, pero como ya era de noche y no tenía nada que hacer optó por la segunda. Tenía la norma de no fumar marihuana antes de las nueve de la noche; antes de la cena. De esa manera, podía seguir fumando hachís durante el día y seguir rindiendo a un ritmo normal, ya que había desarrollado tolerancia con los años y él se los hacía poco cargados. A Kino le gustaba considerarse como un fumeta funcional.

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