1 ...6 7 8 10 11 12 ...18 El Python era una droga líquida de diseño que venía pegando fuerte durante los últimos cinco o seis años. Se transportaba en pequeños viales con un pequeño botón en un extremo. Cuando dicho botón se apretaba, un aerosol salía despedido por el lado opuesto, con una dosis individual aplicada directamente al globo ocular. Y es que esta nueva droga se ingería por vía ocular, de esa manera llegaba más rápido al cerebro al filtrarse a los vasos sanguíneos del ojo.
El alcohol, por supuesto, seguía siendo legal, pero como tardaba mucho más en matarte que la cocaína y que por supuesto el Python , había descendido mucho su consumo. Así, el cannabis que no mata y aún encima van y lo hacen legal, pues perdió toda el aura de peligro que lo rodeaba, de manera que a medida que pasaba el tiempo los únicos que seguían fumando eran aquellos que tenían alguna condición médica y la veían mejorada gracias a su consumo, o la gente que simplemente le gustaba.
Kino era de los últimos, a no ser que se considerase condición médica el tener claros síntomas de depresión crónica. En ese caso, el noventa y cinco por ciento de la población necesitaba tratamiento (o fumarse un porro). Lo cierto es que unos años después de terminar la carrera empezó a sufrir ataques de ansiedad al poco tiempo de incorporarse al mercado laboral, y fumar le ayudaba bastante a mantener la ansiedad bajo control. Pero más que nada lo hacía porque le gustaba. Le ayudaba a poner sus pensamientos en orden.
Era verdad que cuando estaba fumado actuaba más lento y estaba un poco más espeso, pero oye, no se puede tener todo. Por lo demás, a Kino fumar le daba la serenidad necesaria para pensar las cosas más de dos veces. Muchas veces, cuando intentaba explicárselo a alguien, les preguntaba:
—«¿Nunca te ha pasado que estás de fiesta, todo borracho, y tienes una idea que piensas que es la idea del siglo pero a la mañana siguiente, de resaca, te acuerdas de la idea y dices “Menuda gilipollez”? Pues a mí con los porros me pasa justo lo contrario. A lo mejor estoy sereno, tengo una idea que me parece buenísima, me fumo un porro, me sereno, me la pienso bien… y digo: Menuda gilipollez».
Kino volvió a escupir a través de la ventana, pues el regusto amargo aún no había desaparecido de su boca. «Menuda calada que le acabo de pegar… las prisas no son buenas», pensó mientras una lenta canción del grupo inglés The Beat sonaba en sus auriculares.
Aquella larga calada había sido fruto de que eran casi las cuatro de la tarde, lo que significaba que debía reanudar su jornada en breve y, lo que era peor, que dentro de poco los pasillos de 5 Minutos se volverían a llenar de todos los que habían ido a comer al Starbucks. Volvió a mirar la hora en su pulsera, que marcaba las 15:52 en números iridiscentes, y observó su canuto, que estaba por la mitad. Si le daba con prisa lo echaría a perder, pensó. Se inclinó sobre la mesita que había colocado al lado de la ventana, que era también donde había dejado posado su humeante café con leche, y le dio un sorbo. Después, volvió a apoyarse en el marco de la ventana abierta con los antebrazos, contemplando la línea del horizonte de Madrid, cubierta como siempre de su perenne cúpula de contaminación. Parecía un campo de césped cuyas briznas estaban hechas de cemento y vidrio.
Desde aquella distancia no se distinguían, pero Kino llevaba su mirada de forma inconsciente hacia los edificios del Paseo de la Castellana y, más en particular, la sede de Industrias Lázaro. El no haber leído el correo de su hermano ya no era otra cosa más que cabezonería. Llevaba pensando en él desde el lunes por la noche, y por mucho que lo intentaba no era capaz de apartar su pensamiento de Raúl. De hecho, el último artículo en el que había estado trabajando eran «Las 10 senseries más esperadas de la nueva temporada», y Kino odiaba las senseries. Si pensaba en ellas era porque el mensaje de su hermano le rondaba la mente.
Si era sincero consigo mismo, la curiosidad le corroía. Así que, por fin, desplegó los hologramas de su pulsera y abrió el correo. Seleccionó el correo de su hermano, el que le recordaba en el asunto que tenían que hacer aquello que tanto llevaban sin hacer, lo abrió y empezó a leer.
“Buenos días, Kino:
Lo primero es que me gustaría preguntarte cómo estás. Hace mucho tiempo que no hablamos y no sé nada de ti, la verdad. Bueno, miento. Lo poco que sé sobre ti me lo cuenta mamá. El caso, ¿cómo te va todo? ¿Todo bien? ¿El trabajo bien?
En fin, creo que me voy a dejar de rodeos e iré directamente al grano. Necesito tu ayuda, Joaquín. Las cosas van bastante mal en la empresa, no sé si lo sabes. Llevamos varios trimestres presentando pérdidas en la cuenta de resultados, algo que en una empresa internacional multimillonaria como es esta, implica pérdidas de millones. Por lo tanto, estamos obligados a hacer algo antes de que la Junta Directiva tome cartas en el asunto. No creo que esto a ti te importe, ya que desde siempre dejaste bien claro que no te interesan estos asuntos, pero a pesar de que la Junta no controla la mayoría de las acciones de Industrias Lázaro sus miembros sí que tienen una serie de derechos de accionistas. Derechos que no están pudiendo ejercer al incurrir la empresa en pérdidas, por lo que, de seguir esto así, me veo que pretenderán sacarme de la dirección. Y eso no lo podemos permitir.
Básicamente, me temo que esté en peligro el legado de nuestro padre. Él dejó esta empresa en nuestras manos por un motivo, y creo que tengo en mis manos la herramienta para demostrar que no se equivocó. Por supuesto, la ayuda que te pido no sería gratis, ya que estarías trabajando en un proyecto de entretenimiento de alto secreto que, espero, cambie el rumbo de Industrias Lázaro volviéndola a poner al frente de nuestro sector. De manera que, si me ayudases a desarrollar tanto un producto como una estrategia, ten por seguro que recibirías el mismo sueldo que un encargado de contenidos sénior.
Por desgracia, no te puedo contar nada más acerca de este asunto por aquí, y es que como he dicho, es alto secreto. En cuanto leas esto, te agradecería que me lo hicieras saber para, si estás interesado, poder ponernos en contacto lo antes posible y tratar el asunto en profundidad y en persona. Un saludo, Raúl.”
Kino se quedó mirando el holograma donde se proyectaba el correo de su hermano atónito. Mientras lo iba leyendo lo único en lo que pensaba era en lo mal que redactaba el cabrón, parece mentira que pongan a alguien que no sabe redactar ni un correo al frente de cualquier tipo de responsabilidad en una empresa que se supone que debe ser creativa. Pero cuando por la mitad del texto se empezó a dar cuenta de que lo que su hermano quería era su ayuda (en un proyecto, nada menos), la confusión se apoderó de él.
Cerró el holograma y se asomó a la ventana para volver a fumar. La calada volvió a ser más larga de lo aconsejable, pero en esta ocasión no era porque tuviera prisa, sino porque no entendía nada. Mientras el humo inundaba los pulmones de Kino, a su mente solo llegaron tres palabras: «¿Pero qué coño…?».
Raúl, el importante empresario, hablando de pérdidas millonarias. Cómo le gustaba darse aires al calvo cabrón. El vagón del metro, que se había quedado quieto los últimos minutos en medio de un túnel por una avería, se volvió a poner en marcha. Eran las siete de la tarde del viernes, y a Kino le faltaban tres paradas para llegar a Cuzco, que era la parada de metro más cercana a la sede de Industrias Lázaro. Y allí era también donde estaba su hermano, esperándole.
Ayer, al salir del trabajo, por fin había llamado a su hermano. Y, por supuesto, quien contestó fue su secretario. Después de explicar a Kino de todas las formas imaginables que su hermano estaba demasiado ocupado para atenderle en aquellos momentos, pero que no tendría problema en fijar una cita, él accedió a regañadientes.
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