Julio Rilo - Los irreductibles I
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Se lio el porro con mucha parsimonia, pues no había nadie con quien compartirlo y le gustaba prestar atención a la película que ya había visto decenas de veces antes, con la intención de descubrir detalles que hasta ahora se le hubiesen pasado por alto. Al mismo tiempo que Orson perseguía a Rita por las calles de Acapulco al ritmo de los tambores, Kino se recostó en el sofá y, tras contemplar brevemente y con satisfacción lo bien que se lo había liado, se lo puso en los labios y lo encendió.
Algo más de cuarenta minutos más tarde, con la colilla consumida y mientras los créditos finales ponían el cierre, Kino se incorporó con un suspiro. Miró alrededor y vio el desorden que reinaba en su piso. Hacía como mínimo dos semanas que no se ponía a limpiar, y las sábanas empezaban a pedir a gritos que alguien las cambiase. Aunque, obviamente, en aquellos momentos no se iba a poner.
Se levantó y se acercó hasta la mesa, que era donde descansaba su pulsera, y la esperanza ardió en él cuando vio parpadear la lucecita que indicaba que tenía mensajes nuevos sin leer. En la fracción de segundo que tardó en ponerse la pulsera y abrir el chat se imaginó diez versiones diferentes de la conversación que le apetecía mantener con Rebe, pero cuando lo abrió y vio que las tres burbujas de chat no eran de quien él quería saber, la esperanza y las conversaciones desaparecieron al instante de su cabeza.
El Tarro y Álex le escribían para salir de fiesta cualquier día de la próxima semana, le decían que dejase de comportarse como un ermitaño amargado y saliera de su cueva a que le diera el aire con los colegas. Tres cuartos de lo mismo era lo que le decía Belén, que le recordaba que le debía un café desde hacía tres meses. La verdad es que a Kino le apetecía ver a los tres; Belén tenía que contarle qué tal le iba desde que se fue a vivir con su novio, y la verdad es que le apetecía pillarse una borrachera con los otros dos. A lo mejor podía organizar para quedar con los dos el mismo día e irse los tres por ahí. Sabía lo que sus amigos pretendían hacer sacándolo de casa, y les agradecía sus intenciones.
Pero lo cierto es que en aquellos momentos la única persona con la que Kino quería relacionarse era la única persona que no le hacía caso. Abrió la burbuja del chat de Rebe, y para su disgusto vio que, una vez más, lo había leído, pero no le contestaba. Escribió un tímido «¿Hablamos mañana?», y al cerrar la conversación volvió a ver una vez más el correo de su hermano, colocado primero en la bandeja de entrada. Dejó la pulsera sobre la mesa con la misma cara que si le acabaran de decir que a partir de mañana le obligarían a seguir una dieta estricta y exclusiva de brócoli, pero esta vez dejó las notificaciones de audio activas. Por si acaso respondía Rebe.
Se lavó los dientes con rabia, sintiendo una mezcla de tristeza y rencor, y al terminar apagó todas las luces del piso y se fue a dormir pensando en Rebe, pero su mente le traicionó y terminó pensando en su hermano. ¿Qué diablos querría Raúl?
Kino se metió en la cama sin saber qué pensar. Hacía más de medio año que no se intercambiaba palabra con su hermano Raúl. No por ningún motivo en particular, es solo que Kino pensaba que Raúl era gilipollas, y el sentimiento era mutuo. Simplemente se ignoraban siempre que podían evitar tener que dirigirse el uno al otro directamente y entablar una conversación como dos personas adultas. Lo que de verdad le intrigaba era el asunto del mensaje. Kino se preguntaba cuáles serían los motivos que podría tener su hermano para que la primera frase que usara para ponerse en contacto con él fuese el mayor cliché de lo que una pareja que está a punto de convertirse en ex te puede decir cuando menos te lo esperas.
Y la parte de «cuando menos te lo esperas», la había clavado. Además, tampoco es que quisiera divorciarse y dejar de ser su hermano por el hecho de ser un capullo. De mamá no creía que se tratara, porque acababa de volver de estar el fin de semana con ella. Así que no entendía qué podía haber en el mundo que causase que Raúl Lázaro necesitase hablar con su hermano. Lo sabría si leyera el correo, pensaba mientras miraba su holo-pulsera apoyada en la mesilla de noche, pero al darse la vuelta volviéndole la espalda a la mesilla se dijo a sí mismo que «El mundo está lleno de misterios».
V
La calada fue tan fuerte y larga, que después de apartar el filtro de sus labios, a Kino le quedó mal sabor de boca y se vio obligado a escupir por la ventana, preguntándose si le acertaría a algún calvo. Estaba en la cafetería de las oficinas de 5 Minutos , la misma donde hacía tres días se había parado a hablar durante un minuto con los tres postadolescentes de casi treinta años. Y a una hora como aquella, la cafetería estaba prácticamente vacía.
Más o menos se había aprendido los hábitos de sus compañeros (no le gustaba pensar en ellos de esa forma) de trabajo, cosa que no era muy difícil para alguien que fuese mínimamente observador. El grueso de la plantilla iba a comer a las dos de la tarde, y eran muy pocos, poquísimos, los que se quedaban a comer en la oficina. La mayoría iban a por un menú de Starbucks, en grupitos de tres o cuatro personas, y allí pasaban las dos horas que tenían de tiempo para comer, sentados en círculos mientras atendían sus redes sociales.
Los raritos antisociales (término alcanzado por mutuo acuerdo del resto, que conste), eran los que se quedaban a comer en la oficina, solían terminar de comer a las dos y media y volvían a ponerse con su trabajo de inmediato con la esperanza de poder abandonar aquel edificio lo antes posible. Aquello permitía a Kino tener, por lo general, una hora en la que normalmente tenía la cafetería entera para él solo. Sin nadie que le molestase. Lo que hacía en ocasiones como aquella, era abrir la ventana de par en par y encenderse el porro de después de comer, que él siempre decía que era el mejor del día.
Los días que hacía mucho frío, como aquel, se arrepentía y pensaba que en realidad no había motivos para abrir las ventanas, ya que allí estaba permitido fumar. Aunque hubiese más gente en la cafetería, la generación próxima a la suya no había llegado a saber lo que era el cannabis, por lo que no reconocían el olor de los canutos de Kino. Así que nadie le diría nada por fumar porros en el trabajo.
El hecho de que las nuevas juventudes no reconocieran el olor de un cigarro aliñado, a diferencia de Kino que tenía un auténtico radar en su nariz para todo lo relacionado con lo cannábico, no se debía a que las nuevas juventudes ya no se drogaran. Ni muchísimo menos. El motivo era algo mucho más esperpéntico.
Hacía casi doce años desde que se había legalizado tanto la marihuana como el hachís, debido principalmente a dos factores: el primero era la ridícula y abrumadora cantidad de pruebas y estudios que había sobre los beneficios médicos del cannabis, así como una clarísima evidencia de que otras drogas ya legales (como el alcohol) eran mucho más perjudiciales, pero el segundo motivo fue el motivo de peso. Con la proliferación en los años veinte de las nuevas drogas de diseño, lo cierto era que el dinero había dejado de estar en el tráfico de cannabis y lo que realmente daba beneficios a los narcotraficantes eran los nuevos viales de Python , la droga de moda. Por tanto, desde que los beneficios en el narcotráfico de hachís y marihuana empezaron a descender, curiosamente hubo una corriente de legalización del cannabis apoyada por la mayoría de los Gobiernos de países occidentales.
De manera que, por patético que pueda parecer desde que se legalizó, lo cierto es que el cannabis perdió grandísima parte de su sex appeal entre las juventudes, que siguieron consumiendo cocaína de forma mayoritaria. Seguía siendo ilegal, pero nadie enarcaba siquiera una ceja si veía a alguien meterse una raya en medio del bus. El único motivo por el que un policía se acercase a ti si te ve metiéndote una raya de farlopa, es que a él se le acabó la suya. Por supuesto la gente seguía bebiendo alcohol para evadirse en sus ratos libres como si no hubiese un mañana, pero era con la cocaína con lo que empezaban la mayoría de los adolescentes a salir de fiesta. Y luego ya estaba el Python .
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