Julio Rilo - Los irreductibles I

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En una sociedad con tendencia a la distopía, Kino, un escritor frustrado, jamás imaginaría que una decisión motivada únicamente por el dinero le llevaría a replantearse toda su vida, al acceder a una máquina que le permite revivir los recuerdos de su difunto padre. Lo que al principio era un simple experimento, terminará desembocando en una serie de decisiones que se le plantean a Kino, quien no está preparado para afrontar las implicaciones de que exista una máquina semejante.

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Esquivó sin mucho esfuerzo a algunos de los compañeros que enseñaban a gritos a otros compañeros cualesquiera que fueran las fotos o vídeos que estaban viendo en sus HSB, y es que por lo general el resto de los redactores le hacían a él el mismo caso que este les hacía a ellos. Pasando por una sucesión de cubículos «adornados» de acorde con la personalidad de cada uno de los pseudointelectuales que le hacían a diario la corte a Ronnie, Kino llegó por fin a la terraza de la cafetería.

La terraza era cerrada, como si de un invernadero se tratara, y es que fuera y más a la altura a la que se encontraban, hacía mucho frío. Muy pocos días hacía el calor suficiente como para abrir las ventanas y estar allí sentado a gusto. Estaba terminando el mes de septiembre, y Kino solo se había acatarrado cinco veces en lo que iba de año, lo que no estaba nada mal. Pasó de largo por las mesas donde había gente charlando más animadamente de lo que aquellas conversaciones merecían y se fue directo a la barra libre a prepararse un café.

Llenó una taza con agua del grifo y lo metió en el microondas, después se dirigió hacia donde estaban los cuencos con el café molido, sin hacerle caso a los condimentos como cacao o canela. Dentro del café había distintas variedades donde elegir, y cada cuenco tenía una etiqueta que indicaba su nombre, cada cual más exótico y difícil de pronunciar que el anterior. Pero Kino tampoco hizo caso a los nombres, pues era de su conocimiento que les cambiaban las etiquetas de un día para otro, pero los cafés siempre eran los mismos. Se inclinó sobre los cuencos y pasó la nariz por encima hasta que dio con aquel cuya fragancia lo sedujo. Sacó la taza del microondas, cuya agua ya estaba hirviendo, y le echó tres cucharadas del café molido y removió para mezclar. Cuando ya estuvo bien revuelto le echó una pizca de leche. Y nada más.

Kino recordaba las cafeteras de los bares de cuando era pequeño, y ver que cuando su padre pedía un café, solo con darle a un botón le salía un café solo o con la cantidad de leche que cada uno quisiera, con un ruido durante todo el proceso que al pequeño Joaquín le parecía el que debería de hacer una nave espacial despegando. Y luego quien quería le echaba azúcar o sacarina. Para un purista adicto al café como era Kino, aquel era un lujo que solo podía darse cuando iba a visitar a su madre a Galicia, que tenía en su casa una cafetera antigua.

La nueva moda del café deconstruido lo ponía enfermo, pero era infinitamente mejor que la época en la que a todo el mundo le dio por beber aquella mierda grumosa a la que se atrevían a llamar café helado. Con el café deconstruido por lo menos tenía la oportunidad de prepararse un café decente. Soluble, sí, pero decente, sin importarle cómo a la gente diese por tomarse el café ahora.

Mientras pensaba esto, el número 36 se le pasó por la mente como un ominoso recordatorio de que su juventud ya terminaba, sin importar lo que le dijeran en el banco. Entre eso y el pensamiento de «en mi época había café de verdad», Kino empezó a sentirse viejo, y al verse reflejado en el aluminio de la barra sobre la que se estaba preparando el café, pensó que las ojeras no ayudaban mucho, la verdad.

—Pero ¿qué haces, bro ?

Ante esa pregunta, Kino se giró extrañado y con lo que se encontró de frente le hizo sentirse más viejo aún. Llevaba trabajando allí cuatro años, y aún no se sabía sus nombres, lo único es que parecía que acababan de salir del instituto, aunque alguno de ellos ya estaba empezando su tercer máster. Delante de él se encontró con lo que, a falta de recordar sus nombres, su cerebro solo pudo identificar como la versión pálida y anémica de M. A. Barracus, Tintín con el bombín de Hernández puesto (o quizá el de Fernández) pero sin esconder el ridículo flequillo, y Júbilo, de los X-Men . Kino pensó en que ninguno de aquellos tres chavales sabría con quién les estaba comparando en su mente, y se sintió aún más viejo. El que formuló la pregunta había sido Tintín.

—Un café —respondió Kino con sequedad.

—¿Pero lo echas en el agua? —preguntó Júbilo tan asombrada que se levantó las gafas de sol rosas—. Qué asco…

—No tenéis ni idea, va de retro —intervino M. A.

—¿Cómo retro? —preguntó Júbilo todavía anonadada por ver a alguien tomarse un café en una taza.

—Es como tomaban antes el café —aclaró el Mr. T blanco—. Yo lo probé así una vez, y es una movida.

—¿Y a qué sabe? —preguntó con curiosidad Tintín.

—Pues a café. Pero más suave. No te entran ganas de toser.

Kino observaba la escena maravillado, pensando en la entropía, removiendo el café lentamente y dándole pequeños sorbos.

—Pero a ver —dijo Tintín—, si toses es que lo haces mal.

—O que no te gusta el café lo suficiente. Yo hace años que no me pongo a toser después de tomarme el café —dijo con orgullo Júbilo.

—¿Y por qué te lo tomas así? —le preguntó Tintín a Kino.

—Porque me gusta.

—¿Más que si te lo tomas normal?

Kino asintió lentamente mientras sonreía al oír la palabra «normal».

—Qué raro… —dijo Júbilo con una cara de excitación sexual que, a juicio de Kino, no se ajustaba demasiado bien al desarrollo de la situación.

—Yo ya sé lo que pretendes —dijo de pronto Tintín.

—¿Qué pretendo?

—Pues está claro. Vas de vaqueros, una sudadera negra, despeinado, y esa barba de una semana…Y encima tomando café como lo hacían nuestros abuelos. Tú vas de retro .

—Yo no voy de nada.

—Que no, dice —exclamó pedantemente Tintín—. Yo veo lo que tú pretendes. Quieres iniciar una moda. Quieres ir de viral, pero casi no tienes seguidores.

Después de decir esto, los tres personajes que sin saberlo parecían sacados de obras de ficción del siglo pasado empezaron a reírse con superioridad, pero Kino no se inmutó y siguió bebiendo su café a sorbos cortos. Cuando terminaron de reírse se creó un silencio, que la indiferencia manifiesta de Kino convirtió en incómodo. Entonces, y solo entonces, Kino habló:

—Pues tienes razón, me gustaría ser viral. Si por viral entendemos que te contagie alguna enfermedad que licue tus putas entrañas y te haga vomitarlas a base de ataques de tos.

Dicho esto, se incorporó y se fue caminando lentamente dejando a los tres chicos ofendidos por su grosería allí plantados, saboreando su café con leche. Lo del café deconstruido era algo que le parecía patético. Consistía en tomarse el café en seco. Te echas una cucharada de café en polvo en la boca, y luego se va sorbiendo de un pequeño sobre una leche muy condensada, para poder tragarlo. A quien le gusta el café con canela, cacao o virutas se lo echa también en la cucharada, y para dentro. Cappuccino instantáneo. Al parecer de Kino, aquella no solo era una manera de desperdiciar café, sino que también una forma innecesariamente desagradable de tomárselo.

Recordaba vagamente que, cuando era muy pequeño y descubrió YouTube, estaba de moda una cosa que se llamaba «el reto de la canela», que no consistía en otra cosa que tomarse una cucharada de canela en polvo a palo seco. Y aquellos vídeos eran tremendamente graciosos y paradójicos. Eran graciosos porque es imposible tomarse una cucharada de canela en polvo y no empezar a toser como si uno fuese a echar los pulmones, y la gente se grababa a sí mismos haciéndolo. Pero eran paradójicos porque, en su momento, había millones de vídeos de gente haciendo lo mismo, lo que al mismo tiempo significaba que había millones de personas que, de forma voluntaria, se habían expuesto a un ataque descontrolado de tos por ingesta de canela. Hermoso a su manera.

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