Luis González de Alba - Los días y los años

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A 47 años de su publicación, el lector tiene en sus manos un testimonio irremplazable. Un joven —Luis González de Alba— representante de la Facultad de Filosofía y Letras ante el Consejo Nacional de Huelga, recrea la vida en el Palacio Negro de Lecumberri de los presos políticos del movimiento estudiantil de 1968. Al mismo tiempo rememora los acontecimientos y el espíritu de aquel despertar que acabaría por modificar de manera radical el ánimo público en México. Asambleas, marchas, brigadas, debates, son el combustible de los recuerdos. Pero también, las esperanzas, los planteamientos, las diferencias, las corrientes políticas que marcaron aquella movilización libertaria que se topó con el autoritarismo y la paranoia del poder. Los días y los años fue el primer texto publicado por uno de los dirigentes del 68 cuando aún se les mantenía en la cárcel; es un relato certero vívido, informado, por momentos gozoso y por momentos trágico, un mural de los anhelos truncados de una generación que reclamó y ejerció la libertad en un ambiente opresivo; de unos estudiantes que reivindicaron la necesidad de un Estado de derecho y que inspiraron, queriéndolo o no, a muchas de las generaciones que los sucedieron.

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Habían sido cercados, decía el del Poli, esperaban que simplemente se les impidiera el acceso al Zócalo; pero nunca que se les cercara en una calle tan estrecha como Madero.

–No podíamos retroceder –continúa–, pues nos habían cortado todas las retiradas. Algunos lograron colarse y dieron aviso a los que se encontraban en el mitin, pero éstos también fueron rechazados. Se lanzaron de nuevo contra nosotros y las personas que habían quedado acorraladas; luego nos dispersamos, yo tiré unas pedradas y seguí corriendo.

–Por todo el centro de la ciudad se veían personas golpeadas –dice el de la prepa– y grupos de granaderos que irrumpían en los lugares donde pudiera haber estudiantes escondidos. En la prepa 2 iban saliendo de clase, aquí habíamos tenido un festival, y lo mismo: saliendo nos estaban esperando, regresamos a refugiarnos en la escuela sin entender el motivo del ataque pues ni siquiera habíamos estado en la manifestación.

La policía fue tan eficiente que en una sola tarde golpeó a los politécnicos que protestaban por las agresiones policiacas iniciadas esa semana; a los universitarios de las prepas, que son los más rápidos en responder; a los miembros de diversos grupos políticos de izquierda presentes en la manifestación que conmemoraba el 26 de julio y, entre ellos, al mismo Partido Comunista que tan felices declaraciones acababa de hacer a raíz de la entrevista sostenida con Díaz Ordaz. Las acciones de la policía lograron lo que parecía imposible: la unión Politécnico-Universidad, y la de los grupos de izquierda.

–¿Y el camión incendiado hacia el que venían los granaderos cuando entramos? –pregunté.

–Lo pusimos nosotros como barricada cuando, después de esperarnos a la salida del festival, la policía continuó sus ataques. Tomamos camiones, los rociamos de gasolina y, cuando trataban de pasarlos, los incendiábamos.

El director de la prepa, una persona alta que llevaba una gabardina de color claro, organizaba la defensa del edificio. Me uní al grupo que lo acompañaba y subimos las escaleras. Pasamos juntos a los murales de Orozco, casi no podían distinguirse porque sólo algunas luces estaban encendidas; seguimos por una galería muy larga, otro patio, éste vacío y en absoluto silencio, una escalera estrecha y las azoteas. Vi algunas caras conocidas entre los que hacían guardia: eran de las «porras», ellos también me reconocieron. Pensé que mientras ayudaran a defender el edificio no estaría mal su presencia, pero no dejaban de inquietarme. El director dio algunas indicaciones, preguntó por los guardias, después de conversar con algunos de ellos volvimos a bajar. En la enfermería improvisada se encontraba un muchacho que tenía varios dedos rotos, era del Poli y había buscado refugio en la prepa durante la persecución. Traté de hablar con él, pero se mostraba muy receloso.

Salí en un momento en que se encontraba la puerta abierta, me acerqué al camión quemado y observé que los atacantes tomaban posiciones al final de la cuadra.

Supimos que en Economía del Poli se estaba celebrando una asamblea pero cuando llegamos ya se había terminado. Únicamente el Comité de Huelga, recién elegido, se encontraba en el estrado. Subimos para preguntar qué acuerdos habían tomado y nos encontramos a Sócrates, Zárate y Osuna, quienes después serían los delegados ante el cnh; estaban en huelga y la demanda era: cese de Cueto y Mendiole, a cargo de la policía.

Como ya era muy tarde, no regresamos a la Ciudad Universitaria. Sería difícil tomar una decisión conjunta en sábado, pero trataríamos de reunir al mayor número de representantes posibles para iniciar el lunes con asambleas y paros.

Ya el 26 mucha gente intervino a favor de los estudiantes. Desde los balcones de sus casas, las señoras arrojaban objetos pesados contra los granaderos que avanzaban en filas cerradas; uno de ellos fue herido con un macetazo que le hundió el caso protector.

El sábado se presentaron dos funcionarios de la Universidad, el director de Servicios Sociales, profesor Julio González Tejada, y el doctor Millán. Llegaron a las inmediaciones del barrio universitario para tratar de mediar entre los estudiantes y la policía, pero fueron detenidos. El doctor Millán trataba de identificarse, hecho que seguramente molestó a los agentes secretos, los cuales lo sacaron a empellones del auto y, ya tirado en el suelo, lo atacaron a patadas. Después les permitieron entrevistarse con los muchachos; la golpiza fue únicamente un arrebato de mal humor en los policías ofendidos por la credencial de maestro.

Como consecuencia de la entrevista, los estudiantes prometían entregar los camiones urbanos y abandonar las barricadas si se ponía en libertad a los detenidos el día anterior.

Además de las aprehensiones efectuadas durante los encuentros, la policía detuvo a buen número de dirigentes del Partido Comunista, cuyas oficinas fueron ocupadas esa noche. Otros miembros del partido fueron aprehendidos en distintas circunstancias, después del 26.

Los estudiantes entregaron la mitad de los camiones y retuvieron el resto para cuando la policía cumpliera con su parte del trato. Pero los presos no fueron liberados y el domingo se reiniciaron los choques frente a las escuelas y en otros lugares céntricos de la ciudad.

El lunes volvieron a aparecer las barricadas, se tomaron camiones y de nuevo quedó interrumpido el tráfico en las calles más céntricas. Por todo el primer cuadro de la ciudad se veían pasar los transportes de granaderos. En La Ciudadela no cesaban las escaramuzas, en cualquier momento se veían pasar estudiantes correteados por la policía, explotaban las bombas lacrimógenas, las macanas asestaban los primeros golpes en cabezas y espaldas, los comercios cerraban apresuradamente; al poco rato, los granaderos regresaban a toda velocidad y buscaban protección en sus camiones bajo una lluvia de piedras y botellas; en una esquina aparecía un camión incendiado, un tranvía detenido: una nueva barricada. Los granaderos volvían con refuerzos.

La versión oficial de los hechos era muy clara y no admitía réplica: todo el conflicto lo causaban los comunistas y otros agitadores profesionales que habían iniciado otra campaña de desprestigio contra México; los estudiantes «fósiles» y algunos golfos se prestaban a los planes de los agentes internacionales que vagan por el mundo para la perdición de las almas. En septiembre esta infantil explicación, muy de esperarse en un policía o en un burócrata asustado, recibía la más alta santificación y era elevada a la categoría de dogma: Díaz Ordaz, investido de todos sus atributos y con la banda presidencial cruzada en el pecho, hizo saber ante el gobierno en pleno, los altos jefes militares y la nación que lo escuchaba, que los disturbios de la llamada «Revolución de Mayo», en Francia, no se habían iniciado por casualidad cuanto todo el mundo estaba atento a las pláticas Vietnam–Washington; y que la proximidad de los Juegos Olímpicos convertía a México en blanco favorito para los mismos agitadores, quienes después la emprenderían con otro país donde se fuera a celebrar un señalado evento. Los diputados, senadores, ministros y militares aplaudieron a rabiar el análisis presidencial de las conmociones estudiantiles y populares que han sacudido al mundo en los últimos años. El mismo análisis fue presentado, al poco tiempo, por el Ministerio Público para dejar «probado» a todas luces que existía una conjura internacional de la que nosotros formábamos parte.

Además de en La Ciudadela, los disturbios se recrudecieron en el barrio universitario y se iniciaron en los alrededores de la voca 7, situada en la Unidad Tlatelolco.

La huelga se extendía. En las preparatorias los estudiantes reprochaban a sus dirigentes la entrega de camiones, pues los presos no habían sido liberados. La posibilidad de resolver el conflicto en sus inicios se alejaba. Fueron tomados más camiones. En pleno corazón de la ciudad, a una cuadra de Palacio Nacional y casi bajo los balcones históricos, se cruzaban las bombas lacrimógenas con las «molotov»; el tráfico era desviado en las avenidas que desembocan en el Zócalo, las calles aledañas olían a gases. Entonces hubiera bastado con liberar a los presos del 26 y días siguientes, y con olvidar la cacería de «comunistas», «agitadores» y «agentes internacionales».

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