Luis González de Alba - Los días y los años

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A 47 años de su publicación, el lector tiene en sus manos un testimonio irremplazable. Un joven —Luis González de Alba— representante de la Facultad de Filosofía y Letras ante el Consejo Nacional de Huelga, recrea la vida en el Palacio Negro de Lecumberri de los presos políticos del movimiento estudiantil de 1968. Al mismo tiempo rememora los acontecimientos y el espíritu de aquel despertar que acabaría por modificar de manera radical el ánimo público en México. Asambleas, marchas, brigadas, debates, son el combustible de los recuerdos. Pero también, las esperanzas, los planteamientos, las diferencias, las corrientes políticas que marcaron aquella movilización libertaria que se topó con el autoritarismo y la paranoia del poder. Los días y los años fue el primer texto publicado por uno de los dirigentes del 68 cuando aún se les mantenía en la cárcel; es un relato certero vívido, informado, por momentos gozoso y por momentos trágico, un mural de los anhelos truncados de una generación que reclamó y ejerció la libertad en un ambiente opresivo; de unos estudiantes que reivindicaron la necesidad de un Estado de derecho y que inspiraron, queriéndolo o no, a muchas de las generaciones que los sucedieron.

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El lunes por la tarde todo el Politécnico estaba en huelga y en su mayoría las escuelas universitarias habían iniciado paros. En Filosofía, Ciencias y Ciencias Políticas la huelga ya era indefinida. Economía estaba en asamblea permanente, pero pronto se votó la huelga. Faltaba el «ala técnica». A la demanda de libertad a los presos del 26 se habían añadido otras: disolución del cuerpo de granaderos; destitución de Frías, además de Cueto y Mendiolea, como responsable directo de los abusos cometidos por los granaderos. Ya se hablaba de pedir la liberación de todos los presos políticos, pues en la Universidad recordábamos la entonces reciente huelga de hambre que Vallejo había iniciado como último recurso para obtener su libertad después de diez años de encarcelamiento. Otro dirigente ferrocarrilero, Valentín Campa, también se encontraba encarcelado a causa de la huelga de 1958. En 1965 había sido aprehendido el periodista Víctor Rico Galán y su grupo; el movimiento de los médicos había terminado con ceses y detenciones, algunos médicos seguían en la cárcel; en 1967 se inició, de manera sistemática, la aprehensión de dirigentes estudiantiles.

Ciencias Políticas estaba en huelga indefinida en pro de la liberación de Vallejo cuando se produjeron los sucesos del 26 de julio. La demanda de libertad a todos los presos políticos surgió naturalmente de la exigencia inicial. Con el aumento de la represión se hizo necesario pedir el deslindamiento de responsabilidades, pues ya no se trataba únicamente de excesos policiacos. El creciente número de heridos y lesionados tenía que producir la inclusión de otra demanda: indemnización. La derogación del artículo 145 del Código Penal, la demanda de carácter más político, se incluyó porque este artículo había sido el instrumento jurídico para mantener encarcelados a los ferrocarrileros.

Al anochecer continuaban las asambleas en la Ciudad Universitaria. Las escuelas que entraban a la huelga hacían un llamado a las faltantes. En el monumento a Obregón se había concentrado una gran fuerza policiaca y, en el mismo lugar, se detenían los camiones urbanos que entran a cu. En el barrio universitario los enfrentamientos eran cada vez más violentos, pues la policía ya había decidido tomar las preparatorias; en La Ciudadela, las vocacionales resistían y contestaban los ataques.

La reunión de las escuelas en huelga sería en el salón 11 de la Facultad de Filosofía. Todos los grupos políticos estaban presentes. No había un criterio previo que permitiera controlar el acceso a la reunión, llegaban los comités de huelga elegidos esa tarde, los comités ejecutivos, los dirigentes de los grupos políticos y las bases también. Llegaron las delegaciones del Politécnico y de Chapingo. La reunión se inició ante la imposibilidad de comprobar si los presentes eran o no representativos. Empezaron a relatar los acontecimientos los delegados de las escuelas agredidas, pero se les interrumpía con frecuencia. Además de las sospechosas interrupciones, la tendencia a sobresalir y darse a conocer desde el primer día acabó con el poco orden que se había podido conservar. La reunión se volvió imposible, nadie hacía eso de la presidencia de debates y continuamente recibíamos informes contradictorios y alarmantes. En todo momento nos manteníamos informados de la situación imperante en el barrio universitario, estábamos en constante comunicación telefónica; pero con frecuencia llegaban rumores acerca de la proximidad del Ejército. Después de las doce nos dijeron por el teléfono que los ganadores se retiraban del barrio universitario. Por un momento pareció que habían desistido de su intento de ocupar las escuelas. Las últimas «molotov» se apagaron en el pavimento y la atmósfera se limpió de gas lacrimógeno. Las calles vacías quedaron en silencio.

De la prepa 3 avisaron que el Ejército se acercaba.

–¿Te acuerdas del sonido de las botas claveteadas bajo la bóveda? –le comenté a Escudero.

Habíamos estado en Morelia durante la ocupación de la Universidad.

No pensábamos en una ocupación militar de la preparatoria, pero los informes se agravaban: la tropa había rodeado. Seguíamos en comunicación permanente. Nos repetíamos «no entrarán». Las razones para creerlo así eran muchas, entre las principales estaba lo breve del conflicto: en dos días de disturbios estudiantiles no utilizarían el Ejército; para eso eran los granaderos.

Después del comentario a Escudero, sentí un vacío en el estómago: son tan parecidos el edificio de la preparatoria en Morelia y el de la Preparatoria 3. Entre el humo, el aire viciado y los gritos, cada nueva noticia agravaba el desorden. Yo tenía cada vez más presente la desagradable sensación de impotencia, rabia y miedo que produce una ocupación militar: es lo más parecido a ver un ejército enemigo desfilando en triunfo por las calles de la ciudad derrotada; uno nunca llora, pero siente como si lo estuviera haciendo. Escudero había salido para informarse directamente de la situación en San Ildefonso. Cuando volvió me imaginé que la situación era grave, se subió al escritorio y pidió que escucháramos con calma. Todos esperamos.

–El Ejército acaba de entrar a la Preparatoria –dijo–; tiraron la puerta con un mortero.

Los que estaban sentados en los respaldos de las sillas se dejaron caer en el asiento. Mortero o bazuka, como se supo después, para el caso era lo mismo.

Salí de la celda de Gilberto y caminé, golpeando el barandal, hasta la 38; estaba sola y olía a encerrado, un poco a humedad y otro poco a cocina apagada, fría. Bajé y me detuve junto a la reja, a mirar el redondel; había muy poco movimiento. Pasó un «fajinero», le sacaron un ojo hace tiempo, se le ve uno negro y el otro blanco, azuloso. Me saluda y con el ojo negro mira hacia adentro.

–De veras que se ve resolo, verdá bueno –comenta balanceando la cabeza.

Y así es. El patio está completamente vacío, sucede a ratos, ratos largos, siempre por la tarde, en los meses en que comienza el frío. Por la mañana nunca está solo, las mañanas siempre son alegres, hasta en la cárcel. En las mesas que hay en el centro del patio se juega ajedrez bajo el sol que empieza a arder en el cuello y en la espalda. En el primer cuadro muchos esperan a que los llamen para ir a «defensores», están bañados y con pantalones limpios; otros juegan básquet al fondo, en un aro oxidado que ya se ha caído varias veces; últimamente juegan poco y se han vuelto a poner pantalón largo; en el verano llegó la furia por los cortos, hasta algunas personas mayores los traían; pero ya es noviembre y con el frío se volvieron a usar los zapatos, se guardaron los huaraches y los shorts.

–De veras que se ve resolo.

Las tardes son distintas, sobre todo en noviembre. Se acabaron los paseos alrededor de la banca y la jardinera en las tardes tibias. El viento mueve una puerta abierta. Se escucha una televisión y, en otra parte, el repiquetear de una máquina de escribir.

–Verdá buena.

Sí. En esta época todos los patios son opresivos, la gente sale a la calle y las banquetas se llenan, los cafés se llenan, los cines también; porque es difícil ver apagarse la tarde en un patio cerrado. En los pueblos no hay cafés, ni cines, a veces ni banquetas; la gente pone una silla en el zaguán y se sienta a mirar a los que pasan, a los niños que ya están tan grandes, a las muchachas que van al pan, al hijo de la vecina que se ha hecho tan flojo y hasta va al billar, al de los elotes asados que ya no lleva a su mujer con él, al desconocido que nadie sabe quién es pero desde ayer come en la fonda al lado del cine; se oye un silbido de bocina y en seguida bajan el volumen, golpean con el dedo el micrófono, la plaza se llena con el ruido de una aguja que raspa en el borde del disco y la música del cine llega hasta los zaguanes: se acabó la tarde, hora de cenar. Y las cocinas empiezan a oler a café con leche y a pan.

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