1 ...6 7 8 10 11 12 ...16 Se hizo un absoluto silencio. La delegación del Poli, que había salido para dejar a los universitarios ponerse de acuerdo, ya estaba de regreso. El salón se encontraba atestado y no era posible imponer el orden, las intervenciones más fuera de lugar se sucedían unas a otras. El anuncio hizo el efecto de un interruptor. La comunicación telefónica se había mantenido hasta el último momento.
–¡Que nadie salga! –gritó alguien, rompiendo el silencio.
–¡Cierren la puerta!
La reunión era una indescriptible mezcla de mutuos ¡cálmense! y ¡cierren la puerta! Con la puerta cerrada con seguro, adentro prosiguió la confusión, el aire se enrarecía.
Dos miembros del Comité de Huelga de Filosofía salimos a observar los alrededores porque, cada vez con mayor insistencia, se decía que el Ejército se acercaba a la cu. Cuando volvimos, sin haber visto soldados en las avenidas que conducen a la Ciudad Universitaria, encontramos la reunión disuelta. El único acuerdo tomado era celebrar otra reunión con un solo representante por escuela e informar, hasta última hora, a ese representante, del lugar en que se realizaría.
Esa misma noche, la tropa ocupó también la preparatoria 2 y las vocacionales 2 y 5.
–¿Te acuerdas de cuando vimos al rector para pedirle que encabezara la manifestación del 1º de agosto? ¿Fue el miércoles? –le pregunto a Gilberto.
–No, fue el martes 30 de julio.
–Tienes razón. Le pedíamos la manifestación para el miércoles y él se opuso. Dijo que era necesario prepararla bien y para eso necesitaba por lo menos un día. Como la manifestación fue el jueves, entonces lo vimos el martes: el mismo día en que izó la bandera a media asta.
–¿Fue ese día?
–Sí, el bazukazo a la prepa fue en la noche y a la mañana siguiente Barros Sierra estaba izando la bandera frente a la rectoría.
Mes y medio después, cuando el Ejército tomó la cu, un pelotón de soldados la arriaba por la noche, sin ninguna ceremonia y, encima de esa imagen, mientras nos lanzábamos en auto a toda velocidad para salir de Insurgentes, teníamos la otra: la del sol de julio sobre la explanada de la rectoría y la bandera sin ondear, a media asta. No había la menor brisa y empezaba a sentirse el color del mediodía.
Hoy por la tarde vino Selma y me pidió que le cantara las canciones. Francamente ya no me gusta cantar las mismas dos o tres veces por semana. Primero me estuve haciendo disimulado un buen rato, pero finalmente me lo preguntó:
–Qué, ¿hoy no vas a cantarme?
–Si no he hecho nada nuevo.
–No importa. Cántame las mismas. Ándale, trae la guitarra.
–Está desafinada, mejor hoy no.
–Bueno, si no quieres no cantes...
–¿De veras quieres oír las mismas?
–¡Pues claro!, te lo pido de veras.
Yo no estaba muy convencido, pero traje la guitarra. Ya sé en qué orden debo empezar: primero las que le gustan, pero no tanto; al final las que le gustan mucho.
–Ya no me cantas La niña.
–Ésa no.
–Pero, ¿por qué? ¡Si es mi canción!
–Es que ya no me gusta.
–¡Pues qué fino detalle! ¡Verdaderamente uno no gana para vergüenzas contigo! ¡Si es mi canción!
–Es cierto, pero ya no me gusta.
–¡Qué tontería! Es muy bonita. Ándale, cántala y dime por qué ya no te gusta.
–Es que aquí no les gustó y ya he acabado por creer que tienen razón: es como muy mensa.
–¡Ah! ¡El papelazo que has hecho! Pues ahora me la cantas. A mí me gusta mucho, aunque tus amigos digan lo contrario.
–No todos, a Raúl sí le gusta.
–¿Ya lo ves? Empieza.
–Está bien, está bien; pero déjame poner primero en agua estas flores, si no cuando te vayas ya estarán marchitas.
–¿Te gustaron?
–Mucho. Y huelen muy bien, ¿cómo se llaman?
–No sé. Las compro en el mercado y son muy baratas. La semana próxima te traigo más. Ya casi no hay, porque son de verano.
–Me dijiste que no vendrías porque vas a Cuernavaca.
–Es cierto; pero le diré a Luisa que te traiga unas con la comida del jueves.
Por fin se la canté y al hacerlo descubrí que sí me gusta aunque, en efecto, sea una canción infantil.
–No sé por qué le tenía aversión. Tampoco creas que era sólo porque a los muchachos no les haya gustado, después de todo tampoco les gusta Aldebarán y a mí me parece la mejor.
–Era una agresión tuya.
–¡Ah! Sí, sí, la psicóloga. Ésa debe ser idea de Cueli.
–¡Es tan chistoso! Yo nunca había tenido un analista como él.
–¡Oye!...
– ¿Sí?
–¿...Y también se analiza con él Greta?
–¿Quién?
–Greta. Acuérdate.
–¡Ah! ¿Y ahora por qué le dices Greta?
–Tú por qué crees... Pues para no escribir su nombre; y por aquello que te leí hace tiempo, donde se llama Greta.
–Pues sí, ella también se analiza con Cueli.
–¿Te dije que fue mi maestro? Sus clases eran una variedad con ese acento de Tepito que tiene. Si no estuviera instalado en la magia sería buen psicólogo.
–Pero como analista es bueno –respondió Selma–. ¿Por qué me preguntabas si analiza también a Greta?
–Por nada, se me ocurrió.
–...Y que además fue tu maestro.
–Era sólo un comentario.
–¡Ah!, ¡pues qué fino detalle de tu parte! Además, ya lo sabía.
–¿Que fue mi maestro?
–No. Lo de la casa de Greta.
–Seguro te lo contó el chismoso de José Visitación.
–¿Y quién más? También me dijo que en eso llegó...
–Sí, sí, ya; no digas más.
–...que después se rompió el tubo del desagüe y si no hubiera estado un cesto de ropa sucia abajo...
–Eso sí que no es cierto.
–Pues también se lo contó a Pus.
–¿A quién?
–A Pus –repitió Selma.
–Pobre Paz; ya te peleaste otra vez con ella, ¿o no?
–Es que le traigo mucho coraje por todas las que me ha hecho. A ella y también a la loca. ¡Ay, maldita mujer! ¡Ya no la aguanto, no la aguanto, no la aguanto! ¡No, no, no!
–Parece que estás en escena. Te verías bien en Las troyanas como Casandra para que gimieras y aullaras con los pelos al aire.
–Es que de veras ya no la aguanto.
–¿A Paz?
–No, a la loca.
Al rato salí para traerle la canasta con los trastes de la cocina.
–Ya es hora, Selma; hace rato que tocó la banda. Dile a Vísit que me escriba.
Al abrirse la puerta del elevador, un calor de persianas asoleadas hacía más intenso el aroma de la madera barnizada que recubre los descansos en cada piso de la torre de Humanidades. Las plantas del octavo piso humedecían el aire. Subí las persianas, abrí todas las ventilas y entró el sol de la tarde por los cristales. Ojalá llueva en la noche, pensé. La puerta estaba abierta. Al fondo se podía escuchar el mimeógrafo funcionando.
El piso era muy cómodo y amplio. En un extremo tenía un salón grande rodeado de cubículos, en ellos habíamos instalado el mimeógrafo, el sonido de «Radio Humanidades» y la cafetera eléctrica. En el salón grande había otro mimeógrafo y mesas para cortar los volantes. Las sillas estaban apiladas en un rincón. Otro cubículo lo usaba Revueltas para escribir los manifiestos de la Asamblea de Intelectuales y Artistas y, después, los análisis que presentaba al Comité de Lucha, pues éste había sido ampliado con algunos compañeros que no pertenecían a la Facultad. Muchas oficinas estaban vacías. El piso tenía otra ala, ésta mucha más elegante, alfombrada por completo de rojo, con cortinas blancas, libreros y sillones. Di un vistazo por todas partes, pasé por las oficinas vacías y regresé. Junto a la puerta de entrada había otra puerta, toqué y durante un rato se escuchó que alguien se acercaba hablando.
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