Luis González de Alba - Los días y los años

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A 47 años de su publicación, el lector tiene en sus manos un testimonio irremplazable. Un joven —Luis González de Alba— representante de la Facultad de Filosofía y Letras ante el Consejo Nacional de Huelga, recrea la vida en el Palacio Negro de Lecumberri de los presos políticos del movimiento estudiantil de 1968. Al mismo tiempo rememora los acontecimientos y el espíritu de aquel despertar que acabaría por modificar de manera radical el ánimo público en México. Asambleas, marchas, brigadas, debates, son el combustible de los recuerdos. Pero también, las esperanzas, los planteamientos, las diferencias, las corrientes políticas que marcaron aquella movilización libertaria que se topó con el autoritarismo y la paranoia del poder. Los días y los años fue el primer texto publicado por uno de los dirigentes del 68 cuando aún se les mantenía en la cárcel; es un relato certero vívido, informado, por momentos gozoso y por momentos trágico, un mural de los anhelos truncados de una generación que reclamó y ejerció la libertad en un ambiente opresivo; de unos estudiantes que reivindicaron la necesidad de un Estado de derecho y que inspiraron, queriéndolo o no, a muchas de las generaciones que los sucedieron.

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–Pues aquella pobre está muy inquieta y hasta me preguntó: «Oye, Arturo... ¿qué es lo que sabe?»

Los dos nos reímos un buen rato. Me acabé la dona con el café y fuimos a comprar otra. Después estuvimos de pie del lado del sol hasta que llegó un vigilante a decirnos que había terminado la visita.

–¿Te acuerdas de lo que te recomendó cuando iba a nacer tu hijo?

–Claro. Menos mal que fue hombre... si hubiera sido mujer me pongo a regalar donas en vez de puros, como me aseguró Selma que se hacía.

De regreso en mi celda tendí la litera y barrí. Pensaba ponerme a escribir, pero vi que en la celda de enfrente, la que usamos de «comuna», Zama ya estaba preparando el almuerzo; así que me fui a acompañarlo mientras terminaba.

–Va a venir Félix a almorzar –me dijo.

–¡Ah! ¿Y ese milagro? Desde que se cambió de «comuna» nunca había venido.

–Es que ha de estar pasando hambre.

–Seguro. Óyelo, viene en la escalera con Pablo. ¡Goded Andreu, no sabes el gusto que me da verte por tu «ex comuna»!

–Aquí me tienen. Pensé que ya me estarían extrañando.

–Tampoco exageres.

–Pasa, Félix –dijo Zama–; te estoy haciendo una ración especial porque de seguro la necesitas.

–Gracias, Zama. Tú sí sabes ( lo cual no quiere decir nada ).

–Ve nomás cómo viene este pobre muchacho: ñango, entelerido, dado al queso.

–Por eso te hice pinche mil huevos con chorizo, todos para ti.

–¿Para mí? Pretextos, pinche Zama; eres un tragón.

–Siéntense, porque ya les voy a servir.

–¿Así como están? –reclamó Pablo–. ¡Estás loco, pinche Zama, esos huevos todavía tienen caldo!

–¿Cómo van a tener caldo, si no les puse ningún caldo!

–¡Pues el caldo de los huevos!

–¡Cuál caldo!

–¡Ése!, ¡ése!, ¿no ves? ¡Tienen caldo!

–Está bien, los voy a dejar otro rato. Es que ya tengo mucha hambre.

–Eso no lo dudo. Tú te los comerías crudos, si así te comes la carne.

–¡No exageres, Pablo. ¡Por fa-vor!

–Ya niñas, no se arañen.

Félix parecía muy complacido de que la discusión hubiera llegado a un punto que conocía muy bien desde cuando comía con nosotros: el hambre de Zama y los consejos culinarios de Pablo que siempre acaban con cualquier tema anterior y, como su llegada lo convertía en blanco seguro de una hora de bromas pesadas, se sentía aliviado al ver a Pablo y a Zama enzarzados en la discusión habitual entre ellos a la hora de comer. Pero no supo seguir pasando inadvertido, habló y con ello cometió un error:

–Sí, pinche Zama, haz el favor de no darme la comida cruda.

–Pues ni tan «Zama», pinche Félix.

–Pues ni tan «Félix».

– Mira, ni hables porque me acuerdo de tus comidas que siempre quemabas, y del conejo, que sabía a meados.

–El que la quemaba era Pablo.

–No te hagas. Si para lo único que sirves es para dejar recaditos debajo de las puertas –dijo Zama riéndose mientras hacía el ademán de arrojar un papel bajo una puerta.

–¡Nomás piensa que por un papelito así te detuvieron, y que entonces tenías un mes de casado! –dijo Félix.

–¿Qué? ¿Qué pasó?

–¿No lo sabías? –preguntaron Zama y Félix al mismo tiempo.

–No.

–A ver, Zama –empezó a decir Félix–: conéctate con el número once y cuenta.

–Pues que después de la manifestación del 26 de julio quedamos de reunimos en un café…

–Eso sí lo sé.

–Pero esa noche Zama no lo sabía, entonces yo pasé a su casa y como no estaba… –prosiguió Félix quitándole la palabra a Zama.

–Sí estaba, pero no le abría a nadie; no quería visitas.

–Bueno, pues como no abrió, dejé un recado bajo su puerta.

–Para verse en el café de las Américas.

–No, en el Viena, que está enfrente –respondieron al mismo tiempo.

–¿Y desde cuándo hablan como Hugo, Paco y Luis?

–Desde… –dijeron juntos y voltearon a verse–. Deja de arremedarme, pinche Zama.

–Ni tan «Zama». Y ahí fue donde nos detuvieron a todos.

–¿Y por qué se citaron precisamente ahí?

–No sé. Yo nada más le avisé al Zama porque no lo habíamos visto después de la manifestación.

En la puerta apareció De la Vega: alto, flaco, con una gran nariz, hizo un gesto de admiración:

–¡No! ¡No es posible! ¡No puedo creerlo! I don’t believe it!

¡Están oyendo otra vez «Zama y el café Viena»! Qué aguante. Renovarse o morir, queridos.

–Mira quién lo dice, que-ri-do.

–Pero si es casi como oír otra vez «Pablo y Sofía».

–O bien, «De la Vega y la subidita que su papá mandó hacer para el coche diez años antes de tener coche» –añadió Pablo en venganza.

–¡Ah! Pero ésa es muy buena –respondió De la Vega.

–Pues yo no la conozco.

–¿No? ¡Cómo que no! Este pinche De Alba, ¡eres un provocador!

–Pues resulta –empezó a decir De la Vega– que mi papá vio una vez que la banqueta que estábamos haciendo (porque antes no había ni banqueta) era muy alta, y pensó…

–¡Ya ves! –protestó también Zama–. ¡Mira lo que has hecho! Ya nadie lo calla. ¡Eres un provocador!

–«…Cuando acabe la casa podré empezar a juntar para comprar un carro, y sin una subidita…»

–¡Ya cállate!

–¡Qué educación! Yo sólo hacía el intento de...

–¡El desorbitado intento! –dije y me reí solo. Los demás me veían sin entender–. Perdón, me equivoqué de auditorio. Es una frase de otro sitio.

–Seguramente del «pre» –dijo De la Vega.

–¿El «pre»? –interrogó Zama.

–Sí, hombre, el «pregrupo»: Raúl, Pino, Gamundi, este pinche De Alba, el Búho, Guevara, etcétera. Pero, ¿qué era «eso» que decías, que-ri-do? Termina.

–¿Así que no conoces la frasecita? ¡Por fa-vor! ¡Hay que leer a Unzueta! Resulta que cuando salió ¿Revolución en la revolución?, Unzueta le respondió a Debray y entre otras cosas decía en su repuesta que Debray «hizo el desorbitado intento de oponerse a los partidos comunistas».

–Ah, está muy bueno –dijo De la Vega riéndose–. ¡Muy bien, chamaco! ¡Te la sacaste! ¿Así que «hizo el desorbitado intento»?

–Este pinche De la Vega se ríe de cualquier tontería –añadió Pablo sin voltear–. Yo no le veo la gracia.

–Sí –dijo Selma peinándose frente al espejo–; «ésos son los días que después se recuerdan como una cicatriz».

Me quedé sorprendido, viéndola desde la litera mientras afuera los tambores anunciaban el final de la visita.

–¿Y tú cómo sabes?

–También lo he sentido.

–¿Pero cómo conoces la frase?

Me puse una camisa y salí por la canasta de los trastes. En la reja estaban Chata y Rosa María. Pablo bajaba de la 38.

–Hola, Selma.

–Hola, Pablo, ¿cómo estás? ¿Cómo está tu niña, Chata?

–Está malita del estómago, fíjate.

Puse la canasta en el suelo mientras terminaban los abrazos, los saludos y las despedidas.

–El sábado no vendré, pero nos vemos el domingo temprano. Me lo dijo Arturo. ¿Por dónde se van?; yo voy por el Viaducto y luego Insurgentes y Revolución.

IV.

–¿No es cierto, Pino? –preguntó Raúl tamborileando sobre la mesa una escala. Terminó con un acorde final y se mordió las puntas de los bigotes rojizos–. En ninguna ciencia hay un gran maestro al que se recurra en busca de una opinión última y con­tundente. Y eso es lo que han hecho con Marx.

–En Física –respondió el Pino– todos los conceptos están sujetos a continuo cambio. Una teoría nunca se considera completa, ni mucho menos se piensa que la opinión de un fulano sea definitiva.

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