Luis González de Alba - Los días y los años

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A 47 años de su publicación, el lector tiene en sus manos un testimonio irremplazable. Un joven —Luis González de Alba— representante de la Facultad de Filosofía y Letras ante el Consejo Nacional de Huelga, recrea la vida en el Palacio Negro de Lecumberri de los presos políticos del movimiento estudiantil de 1968. Al mismo tiempo rememora los acontecimientos y el espíritu de aquel despertar que acabaría por modificar de manera radical el ánimo público en México. Asambleas, marchas, brigadas, debates, son el combustible de los recuerdos. Pero también, las esperanzas, los planteamientos, las diferencias, las corrientes políticas que marcaron aquella movilización libertaria que se topó con el autoritarismo y la paranoia del poder. Los días y los años fue el primer texto publicado por uno de los dirigentes del 68 cuando aún se les mantenía en la cárcel; es un relato certero vívido, informado, por momentos gozoso y por momentos trágico, un mural de los anhelos truncados de una generación que reclamó y ejerció la libertad en un ambiente opresivo; de unos estudiantes que reivindicaron la necesidad de un Estado de derecho y que inspiraron, queriéndolo o no, a muchas de las generaciones que los sucedieron.

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–¡Ah!, ¿sí? –dijo Gamundi desde la puerta–. ¿Qué pasa?

–Hay una lentitud desesperante en el trabajo. La gente se pasa las horas normales haciéndole al tonto para que le paguen horas extras.

–Pero eso es casi sabotaje en las condiciones de Cuba.

–Claro. Lo grave es que mucha gente hace lo mismo y las pérdidas son dobles: primero, por la pérdida de tiempo en la jornada normal, y luego, por el pago de las horas extras.

–¿Y eso a qué se debe? –preguntó el Pino.

–No lo sé –respondió Raúl–; pero demuestra que en esferas superiores está sucediendo un fenómeno parecido, aunque con consecuencias más graves. Es la actitud típica del burócrata.

–Del burócrata arriba, y del desalentado abajo –añadí.

–Se puede explicar fácilmente esa actitud nociva, como procedente de los residuos dejados por Batista; pero hay más en el fondo, pues durante los primeros años de la revolución el fenómeno era desconocido. ¿Por qué se presenta ahora?

Saúl se levantó como si fuera a salir.

–Ya ven, yo por eso estudio Ciencias Políticas.

–Y por eso no sabes nada, pinche Chale –dijo el Pino.

–¡Ah! ¿No? Mira, güerito, ayer te pregunté que si sabías qué era El Kolokol y no supiste.

–¿El qué? –dije.

–Kolokol. Quiere decir «La Campana». Era un periódico que…

–¡Sácate de aquí tú y tu Kolokol! –le gritamos todos.

–¡Vete a seguir leyendo a Max Weber! –dijo el Pino.

–¡Y a la madre de Max Weber! –concluyó Gamundi.

Salió de prisa porque le empezaban a llover bolas de migajón. Que ya veríamos cuando le fuéramos a pedir que nos escribiera a máquina un trabajo.

– ¡Cretini! ¡Mascalzoni! ¡Maledeti! –gritaba desde el patio.

–Ya sacó todo su vocabulario italiano, ahora nos va a lanzar el francés.

Subiendo la escalera gritó:

–¡Betes noires!

–Ya está.

Desde el mediodía se nubló y ahora ha empezado a llover. Es una lluvia fina, persistente, de las que en esta ciudad, y en otoño, duran horas. En Guadalajara no llueve así nunca. En verano cae una tormenta como si todo el cielo fuera pura agua, dura un rato y escampa. Cuando vuelve a salir el sol, poco antes de ponerse, hay un olor a laurel que la lluvia vuelve más intenso. La piedra también huele. Bajo los portales, la gente se mueve más de prisa y, de las fuentes, el agua brota con el color dorado de las plazas y el naranja del aire. En cambio aquí llueve gris y persistente.

El pasillo que comunica las celdas superiores está protegido por un techo inclinado. Desde el barandal, la crujía se ve abandonada. No hay nadie afuera y hace largo rato que ni siquiera se ve que alguien cruce corriendo el patio. Todas las puertas están cerradas. Es como una «vecindad»: un cordel con ropa tendida, que alguien olvidó recoger, aumenta el parecido; el patio rectangular, las puertas que se abren a un solo cuarto mal iluminado. Todo es como en una «vecindad». Hasta la vida en común, los disgustos, los apodos, las pláticas.

–¿Sabes? –me decía De la Vega ayer por la tarde–. Sigo haciendo mis ejercicios. ¿Barra?, barra. ¿Yoga?, yoga. ¿Tus lagartijas?, mis lagartijas.

Muy bien, que lo pondría en su puntuación.

–¿Cómo ves mi caso? ¿Merezco una oportunidad en el «pregrupo»?

–Pues te diré –respondí con aire de seriedad–, lo estamos estudiando.

–Y cómo voy, por favor dímelo, no me tengas en este suspenso porque ya no resisto más.

–Regular, muchacho, regular; no pierdas las esperanzas. Tienes madera, llegarás. Yo te lo haré saber.

–¡Ah! ¡Qué descanso!

–Supera tus marcas actuales y podrás presentar la última prueba.

–¡No! ¡No me digas que hay otra! ¡Ya no! ¡No lo soportaría!

–Claro que sí. Falta la de matemáticas.

–¿Matemáticas? ¿También se necesitan para entrar al «pre»? ¡Por supuesto!, se me olvidaba que el «jefe de patrulla» es matemático.

–Pues sí, ya ves.

–Es una prueba muy maldita.

–Pero te basta con cálculo. Eso sí, bien sabidito.

–Dominado –y tronó los dedos.

–Sí. Dominado.

Está buscando el contraataque, pensé al verlo distraído. Se sonrió. Que si la clase de nudos también se computaba. ¿De nudos? No entendía.

–Sí, o qué, ¿no está dando clase de nudos Raúl? Si es como la «guía del explorador».

–Ya sé por qué lo dices. Seguro viste cuando estábamos junto la reja con un cordel. Eres una víbora, pinche De la Vega, no se te podía escapar.

–Raúl hacía lacitos, se los metía entre los dedos y jalaba. No se puede negar que los tenía atentos. Pinche «pre».

Lo peor era que sí habíamos estado hablando de nudos. Raúl estuvo un tiempo en Colima y en la costa de Jalisco. Anduvo en un camión de carga que transportaba piedras o arena, ya no me acuerdo; pero no importa. El caso es que tenía que afianzar las redilas con cuerdas muy gruesas, o poner la lona en tiempo de lluvia. En fin, era necesario hacer nudos especiales. Esa noche no se le podía pasar a De la Vega que el «pre» recibía su clase de nudos. Cosa que seguro comentó durante un mes, por lo menos.

–¡Oye! ¡Y esa vida interna! ¡Qué pasa! ¡Hay que democratizarla!

–Ninguna vida interna –le respondí–. Sólo tenemos un lema: Para que nada nos separe, que nada nos una. Y por cierto, cómo va el congresito del pc, ¿ya mero tiras a la dirección?

–Nosotros ya mero, pero tú... nomás te truenan el látigo y llegas corriendo. ¡Control, muchacho! ¡Eso se llama cooon-trol!

–Bueno, pero por lo menos las diferencias de la «base» con la dirección no las tratamos en la cocina y a gritos y sombrerazos.

–Ahora sí me chingaste. Te la has sacado, muchacho. Ya no digas nada porque la echas a perder.

¿No irá a dejar de llover? Empieza a soplar un viento que mete la lluvia bajo el techo del pasillo. Raúl está oyendo Radio Universidad en su celda, bajo la mía. El «mariscal», pienso con una sonrisa. Ahora ya le inventaron que no es «mariscal» sino «almirante» y, en una plática que duró hasta las tres de la mañana, los amigos decidieron que se le habían descubierto algunos puntos medio oscuros en su vertiginoso ascenso y que, sobre todo, el paso de «mariscal» a «almirante» no era muy limpio. Seguramente mañana se lo dirán y ya me imagino la risa del Búho, que siempre habla riéndose. Desde que se le ocurre algo gracioso lo anuncia con una carcajada; luego, entre risas, hipo y golpes en la mesa, emprende el relato que anunció tan ruidosamente. Por supuesto, cuando acaba, necesita brincar del asiento y salir corriendo al patio, pues otra cosa, dado el preámbulo, sería como no reírse. Por lo menos durante tres días, la broma preferida será la del «oscuro y no muy limpio ascenso del ‘mariscal’ a ‘almirante’». La costumbre de poner grados militares se inició con el «comandante» Dávila, un muchacho del Poli al que la policía acusa de haber intentado dinamitar el Viaducto después del 2 de octubre. Llegó con tantos cargos referentes a armas que los muchachos lo empezaron a llamar «comandante». En el antiguo edificio del Conservatorio, en Guadalajara, había dos naranjos que, cuando llovía, quedaban brillantes, con las hojas verde oscuro goteando. De cada lado del patio había tres arcos. Era una casa vieja. Cuando supe que Raúl había estudiado música pensé: ha de tocar Martha en puras octavas, o Tico-Tico. De nadie he tenido una imagen más falsa que de él. La noche que lo conocí en el Consejo, a la mitad de la sesión, me pareció insoportable. Movía los brazos encima de la cabeza como un papá asustando a su hijo. Ya aquí en la cárcel, yo seguía pensando que el creador de la frase «bien concretito» (supongo que fue él), que todo el Poli usaba en el Consejo, no podía tocar más que Tico-Tico. Luego, un día me comentó que se ponía de mal humor cuando alguna obra de El clave bien temperado se le dificultaba especialmente.

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