Luis González de Alba - Los días y los años

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A 47 años de su publicación, el lector tiene en sus manos un testimonio irremplazable. Un joven —Luis González de Alba— representante de la Facultad de Filosofía y Letras ante el Consejo Nacional de Huelga, recrea la vida en el Palacio Negro de Lecumberri de los presos políticos del movimiento estudiantil de 1968. Al mismo tiempo rememora los acontecimientos y el espíritu de aquel despertar que acabaría por modificar de manera radical el ánimo público en México. Asambleas, marchas, brigadas, debates, son el combustible de los recuerdos. Pero también, las esperanzas, los planteamientos, las diferencias, las corrientes políticas que marcaron aquella movilización libertaria que se topó con el autoritarismo y la paranoia del poder. Los días y los años fue el primer texto publicado por uno de los dirigentes del 68 cuando aún se les mantenía en la cárcel; es un relato certero vívido, informado, por momentos gozoso y por momentos trágico, un mural de los anhelos truncados de una generación que reclamó y ejerció la libertad en un ambiente opresivo; de unos estudiantes que reivindicaron la necesidad de un Estado de derecho y que inspiraron, queriéndolo o no, a muchas de las generaciones que los sucedieron.

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Estábamos en la 1, la celda de Raúl, oyendo discos; pero ya ninguno prestaba atención a la música.

–¡Ah!, pero eso sí –dijo el Búho sentado en el suelo–, en la Unión Soviética tienen todo un instituto para investigar si las comas que aparecen en cierta edición de Lenin son las originales o erratas de imprenta.

–¡Hazme el favor! –exclamó Raúl y se dio un golpe en la frente–. ¡La deformación a que necesitas llegar para preocuparte por semejante cosa! Claro, el Búho exagera un poco; pero hay mucho de cierto. Aquí mismo lo ves: si, en medio de una discusión sobre un problema concreto, alguien recuerda una cita de Lenin que dice exactamente lo contrario de lo que tú afirmas, ya te fregaste. Ahí se acabó la discusión.

–A final de cuentas –dije–, va a resultar cierto que el socialismo surgirá en los países avanzados, en Inglaterra, en Suecia. Todos los ensayos anteriores han quedado en caricaturas más o menos desastrosas.

Pocas veces nos reunimos para tratar un asunto en particular, y cuando lo hacemos es para cuestiones que requieren una solución inmediata. Pero, como todos tenemos preocupaciones similares, frecuentemente aparecen éstas en la conversación. Una plática de este tipo puede durar horas; no rinde ningún resultado práctico, pero conduce a nuevas inquietudes y nuevos planteamientos.

–Aquí no vamos a tener muchos problemas –dijo Saúl.

–¿Qué? –exclamé–. ¿Aquí? ¡Qué bárbaro, Chale! ¡Nomás imagínate a los mexicanitos haciendo de las suyas en nombre del socialismo! Es precisamente aquí donde se presentarán problemas más graves. Cincuenta años de pri, burocracia, compadrazgo, corrupción, «mordidas», venalidad y quinientos de caciquismo. ¡Para empezar!

Por un rato nos quedamos en silencio. Gamundi llegó a la celda y se detuvo en el umbral.

–No sé cómo, pero habrá que evitar todas las deformaciones que han surgido –dijo Raúl bajando los bigotes y mirándose los dedos de los pies. Se quitó las sandalias y cruzó las piernas sobre la litera.

–Descentralizando –le respondí.

–No, Luis, el problema es mucho más complejo –dijo el Chale.

–Ya lo sé, Saúl; pero un primer paso es acabar con ese maldito poder central en que se convierte un partido leninista cuando triunfa. Cuando se trata de acabar con el orden burgués, el partido necesita tener las características señaladas por Lenin; pero cuando se trata de iniciar la construcción del nuevo orden la maquinaria de guerra debe cambiar. Las circunstancias propias en que nació la Unión Soviética explican el rígido centralismo y ciertos métodos de gobierno ajenos al socialismo; pero a esa concepción, justificada por la guerra civil, las invasiones, la miseria y el aislamiento, le han agregado cartón y cola hasta hacer una maquinita que se lo traga todo.

–Es verdad –dijo Raúl–. El partido tiene derecho a cualquier cosa, desde husmear en tu vida privada, planificar la economía, cambiar la planificación porque metieron la pata, hasta decidir cuestiones de literatura, física, sociología y forrajes para vacas. Después de todo representa al pueblo.

–¿Pero lo representa?–le pregunté.

–¡Óyeme, óyeme! ¡Qué te pasa! –exclamó el Búho desde el suelo–. Eso ya no está bien. Si vamos a preguntamos que si el pcus representa al pueblo soviético… De que lo representa, lo representa. La cuestión es otra. Estábamos hablando de cómo, hasta ahora, no ha sido posible evitar el surgimiento de burocracias.

–No hablo de cierto partido. Es evidente que en los países socialistas, el gobierno y el partido representan a la inmensa mayoría; pero esa representatividad es más formal que orgánica. Es decir que la gente, aunque cree en la necesidad de construir el socialismo y en el partido como instrumento adecuado a ese fin, no está integrada orgánicamente a la vida política de su país.

–Te entiendo –responde Gilberto, sentado junto a mí–; pero creo que no lo has dicho claramente.

–Quiero decir que los niveles de decisión son tan lejanos que se convierten en mandos y dejan de ser receptores. Y si la comunicación entre los diversos niveles se rompe, ¿hay representatividad real? Una cosa es el convencimiento de la población que acepta la guía del partido, y otra que esta guía realmente conduzca hacia el socialismo.

–Bueno, representatividad sí la hay –dijo el Búho–. El problema consiste en que, en nombre de la planificación, se cometen verdaderas barbaridades y, en nombre del desarrollo económico, se ha sacrificado el político.

–Pues entonces no la hay.

Ya teníamos mucho rato hablando de lo mismo y no podíamos ponemos de acuerdo en todo; pero, en general, teníamos la convicción de que en algún sitio estaba la clave. Hacía falta estudiar y buscar nuevos ángulos de enfoque.

–Hay algo por ahí que no está funcionando –continuó Raúl–. No podemos simplemente hablar de «estalinismo», «burocracia», etcétera. Es al contrario: hay un elemento que permite el fenómeno, que permite el ascenso de individuos como Stalin.

–Y su tolerancia por años –interrumpí.

–Sí, por algo llegan y se les tolera. Lo más alarmante es que no sucedió en un país: en diversos grados afectó a todos los países socialistas. ¿Pero qué es? ¿En dónde está? Hay un error que se viene cometiendo sistemáticamente.

–La centralización –insistí.

–Tú y tu pinche centralización.

–Pues claro. ¿Cómo es posible pretender que un organismo sea tan altamente eficiente como se pide a un partido comunista en el poder? La discusión no es si los partidos son lo que pretenden ser, sino si pueden serlo.

–¿Y cuál sería la solución, según tú? –preguntó Gilberto, que hasta entonces sólo escuchaba.

–Pues no lo sé. Pero en principio, creo que una planificación con márgenes muy amplios, que permita una gran movilidad y poder de decisión a los organismos municipales y regionales.

–Eso no es posible –dijo Raúl–, porque la industria pesada y algunos otros sectores de la economía no pueden dejarse al arbitrio de varios cientos de municipios. En el petróleo, por ejemplo, ¿cómo puedes dar los márgenes amplios de que hablas?

–Es cierto. Sectores como acero, petróleo, industria química, etcétera, tendrán que estar bajo control directo; pero la producción regional y los organismos de que depende pueden ser autónomos en gran medida.

–Habrá que estudiar economía para ver si eso es posible– respondió Gilberto.

Se hizo otro largo silencio. Siempre que hablábamos de lo mismo el resultado era similar: una vaga inquietud, malestar y descontento. Nadie desea un régimen como el soviético, que con toda tranquilidad vende carbón a Franco para romper la huelga en Asturias; pero tampoco son deseables las multitudes chinas con los ojos en blanco y el catecismo rojo en la mano, listas a asestar la cita.

–Decir que la respuesta está en garantizar la democracia real en todos los niveles es trivial, pues persiste la pregunta: ¿cómo? –dijo Raúl rompiendo el silencio.

–Tal vez respetando a los sindicatos y las organizaciones populares, como pequeñas células democráticas; de esa manera se podría proteger a los individuos.

–¿A los individuos? –dijeron varios.

–Sí. Yo creo que todo Estado es aplastante y se convierte en un fin en sí mismo; no hay «conciencia», por elevada que sea, que impida el proceso. Se necesita, además, fuerza en la base para cortar los procesos deformantes que, de otra manera, tendrán que presentarse en la cúspide.

–Tal vez los cubanos estén dando en el clavo –comentó el Pino.

–Eso parece, pero no tienen más que diez años de haber empezado, aún no se puede decir mucho. Además, algunos síntomas que han aparecido recientemente, son poco alentadores –dijo Raúl.

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