Se abrió la puerta de la celda y entró De la Vega.
–¿Tan pronto? Pensé que no volverías hasta mañana.
–Ya me siento bien. No quise quedarme porque faltan camas y yo no tengo nada grave.
Salí con él al pasillo y me recargué en el barandal.
–¿Oíste algo al venir para acá?
–No, sólo supe que tal vez los médicos hagan una declaración pública.
–¿Sí? Pues no sé en dónde piensen publicarla. Ningún periódico la admitirá ni como inserción pagada. Ya veremos. ¿Pero no sabes nada más? Hace rato estaban diciendo que piensan entrar a la «n».
–¿No entraron?
–No, nada más a la «m» y a la «c». Están esperando la orden, pero no llegará.
–¿Por qué lo crees?
–¿Lo de la orden? Porque lo están comentando en la reja. Algunos se ven impacientes.
–No, por qué crees que no llegará.
–Ahí no hay nadie en huelga de hambre. Se acercó el Pino. Salía de la celda vecina.
–¿Cómo te sientes?
–Ya estoy bien –respondió De la Vega.
–Si quieres puedes irte a dormir, yo te aviso si pasa algo.
–¿Eh?
–Que yo te aviso si pasa algo.
Cuando empezó a amanecer me dormí un rato. Desperté cuando ya entraba sol y la celda estaba casi vacía. En las llaves aún no había agua.
–Al rato nos traerán agua caliente de las cocinas. Podremos hacer té.
Se están portando bien.
–Pero ésos son los muchachos, si la dirección se entera les pueden quitar la «comisión». Nos traerán también canela y azúcar.
–¿Te fijaste anoche en una cosa?
–¿Qué?
–No vino la «A».
–Es cierto, no vi uno solo. Ahí viene el Búho. Pregúntale.
–Al rato nos van a traer té de canela y azúcar –llegó diciendo el Búho.
–Qué bueno, yo tengo más de doce horas sin tomar agua ni azúcar. Esto ya es huelga de agua. Oye...
–¿Sí?
–¿Te fijaste en que anoche no entró ninguno de la «a»?
–Eso comentábamos hace un rato el Pino y yo. Lo que hicieron fue esperar en su crujía, con la puerta abierta, y cuando los demás pasaban con su carga les decían: «Presta compadre, yo te ayudo»; y les «bajaban» un televisor o una máquina de escribir.
–¡Ah! Eso sí está bueno.
–Si lo piensas bien te darás cuenta de que no entraron más de 600, cuando mucho, y en el penal hay 3 500 presos, todos con las puertas abiertas, orden de venir y un buen premio.
–Aquí mismo en la reja muchos se quedaron mirando cómo salían máquinas, televisores y otras cosas que les hubiera gustado tener, pero no entraban.
–Ahorita yo sólo quisiera una cobija...
...y poder comer.
–Bueno, en ese caso, no estar aquí.
–Y estos hijos de su chingada madre siguen «vigilándonos».
–¿No sabes si ya logró Raúl mandar el recado a Palacios o al general?
–Parece que el general ni está aquí, pero vimos pasar a Palacios.
–¿Y?
–Le gritamos, pero no se acercó. Ya le mandamos el recado con un muchacho de confianza.
–¿Sólo con lo de la vuelta a la normalidad?
–Sí, sólo eso.
–Está bien, primero que los metan y los encierren, luego ya hablaremos. Lo malo es que la dirección piensa que controla a esta gente y no es verdad. Éstos pueden hacer cualquier cosa en cuanto se les antoje y la dirección lo sabrá media hora después.
–Por eso es mejor que no baje nadie.
–Nadie ha bajado. Vamos con Raúl.
Raúl había estado toda la noche junto a la reja. No dejaba que nadie lo acompañara más que por un rato, después mandaba a todos a la celda.
–No debes estar solo, deja quedarme contigo.
–Quédese nada más uno, pues. Por la mañana ahí estaba todavía.
–¿Qué ha pasado?
–Nada. Le mandé el recado a Palacios.
–¿Y no ha venido?
–No.
–¿Cómo la ves?
–Por ahora menos mal pues a las nueve empiezan a entrar los defensores, pero a las dos, quién sabe. No te recargues en la reja. Me separé de los barrotes. Tras ellos nos veían los «guardias blancos». Algunos parecían poner atención a lo que hablábamos, pero otros se limitaban a pasearse de un lado a otro.
–Toda la noche se han estado turnando. Ahora están los de la «f».
Los miré después de lo que dijo Raúl. Había un círculo que se pasaba un cigarro de mano en mano. Algunos se acercaban a pedir cosas.
–Me gusta el suetercito.
–¿Sí? Pues tenlo– respondió Raúl y lo pasó entre las rejas con la expresión sombría que le he visto siempre en los momentos difíciles.
Recargado en la pared, uno de los presos, envuelto en una cobija, nos miraba. Al poco rato estaba más cerca.
–¿Ya viste a ése?
–Sí, no lo veas, déjalo acercarse; parece que quiere decir algo. Con un movimiento rápido llegó hasta la reja, dejó la cobija entre los barrotes y se fue sin decir nada. Tomé la cobija y lo vi alejarse de prisa.
«Toma, chavo», recordé. En cierto sentido fue similar. Sólo que en aquella ocasión era un soldado.
–Si algún día hacemos una huelga de hambre no vas a durar ni 24 horas, pinche Zama.
–Te diré, Pablito, que no tengo la menor intención de hacer algo parecido.
–¡Ah! ¿No, Zama? –le pregunté–. Yo suponía que se contaba con todo el partido.
–Bueno, bueno, ya veremos; mientras tanto no se hable más. Hoy tenemos pinche mil cosas que me gustan.
–¡Se me había olvidado!
–¿Qué?
–El Gilberto me pidió que lo invitáramos a comer. Voy a hablarle. No te preocupes, Zama, al fin que tenemos suficiente.
Que si podía invitar al Champiñón, preguntó Gilberto desde abajo.
–Dice que si trae al Champiñón.
–Pues que lo traiga –respondió Pablo.
–A ver si no llega con toda su corte, ya ven que siempre camina con niños alrededor. Está bien, ya súbanse.
Entró Gilberto con una gorra de estambre que siempre se pone para aplacarse el pelo rebelde y partido en dos matas iguales que le caen en mechones abundantes, separados por una raya a media cabeza. El Champiñón murmuró algo al entrar y se sentó al lado de Gilberto.
–Perdón, la sopa no debe sorberse, ¿verdad? Pórtate bien, Champiñoncito y al final no olvides darle las gracias al señor.
–No estés fregando –le dijo Pablo.
–Y esto, ¿me lo como con la cuchara o con el tenedor?
–Con lo que te dé la gana, hasta con los dedos.
–Yo sólo decía…
Cuando Pablo puso el café empezó la discusión de siempre. Que no hiciera su atole acostumbrado, decía Zama. Pues entonces no haría nada y que fuera Zama a preparar su agua descolorida.
–Pero a mí me toca la cocina hoy –respondió Zama.
–Por lo mismo cállate y tómatelo como te lo dé.
–¡Oye! ¡Amaneciste de buen humor, como siempre!
–Es que trae «carcelazo» –dije.
Gilberto lo miró un momento y preguntó si era cierto. Que ya no podía decir nada porque para nosotros era «carcelazo», respondió Pablo molesto.
–¿Y a poco no es? –insistió Zama y volteó a vernos con sonrisa de complicidad–. Cuéntanos, cuéntanos.
–¡Ya! Esta maldita cafetera no calienta.
–No te digo. Hoy todo te sale mal.
–Ya cállate, pinche Zama; ¿te crees muy brillante? A ver, dime qué tiene esta madre.
Zama se levantó para demostrar que era muy sencillo: sólo había que conectarla bien; pero al levantarse tiró el banco de fierro contra el piso y toda la celda se estremeció; con el codo volteó un plato y una cacerola con sopa que fueron a caer sobre el banco y, al agacharse para recoger los objetos caídos, se pegó en la frente contra la orilla de la mesa. Pablo dejó la cafetera para reírse mientras Zama abandonaba todo intento de poner remedio al estropicio y permanecía de pie, con las manos en las bolsas y sonrisa de culpabilidad.
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