Luis González de Alba - Los días y los años

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A 47 años de su publicación, el lector tiene en sus manos un testimonio irremplazable. Un joven —Luis González de Alba— representante de la Facultad de Filosofía y Letras ante el Consejo Nacional de Huelga, recrea la vida en el Palacio Negro de Lecumberri de los presos políticos del movimiento estudiantil de 1968. Al mismo tiempo rememora los acontecimientos y el espíritu de aquel despertar que acabaría por modificar de manera radical el ánimo público en México. Asambleas, marchas, brigadas, debates, son el combustible de los recuerdos. Pero también, las esperanzas, los planteamientos, las diferencias, las corrientes políticas que marcaron aquella movilización libertaria que se topó con el autoritarismo y la paranoia del poder. Los días y los años fue el primer texto publicado por uno de los dirigentes del 68 cuando aún se les mantenía en la cárcel; es un relato certero vívido, informado, por momentos gozoso y por momentos trágico, un mural de los anhelos truncados de una generación que reclamó y ejerció la libertad en un ambiente opresivo; de unos estudiantes que reivindicaron la necesidad de un Estado de derecho y que inspiraron, queriéndolo o no, a muchas de las generaciones que los sucedieron.

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Ha sucedido algo que no me explico en este momento: los presos que entraron a robar y golpear son de las crujías «e» y «d», donde se encuentran los juzgados por robo y delitos de sangre; pero no he visto a ninguno de la «a», la de reincidentes, que en todo el penal es la de más triste fama. ¿Por qué no entraron? La dirección de la cárcel tenía todo bien preparado. El pretexto: retuvo las visitas de algunos compañeros. En un patio estuvieron mujeres y niños durante horas, esperando que les permitieran salir. Era día primero del año y a las cuatro, como todos los domingos y algunos días de fiesta, había terminado la visita. La vigilancia argumentaba que no encontraban la llave de una puerta. Después la misma vigilancia dejó saber a los compañeros de la «m», otra crujía de presos políticos, que sus visitas estaban secuestradas hacía horas, cuando ya se les suponía en sus casas. Ya avisados, los de la «m» pudieron oír los gritos de las mujeres, que para esa hora estaban desesperadas, y el llanto de los niños. Lo primero que se les ocurrió fue salir de su crujía para tratar de llegar al patio donde estaba detenida la visita. Algunos vinieron a informar a la «c» de lo que ocurría, pero aquí tomamos el informe con cierto recelo y no nos adelantamos en el redondel. Únicamente algunos llegaron hasta la «m». En ese momento ya se habían escuchado los primeros disparos. Eran aproximadamente las ocho de la noche.

Los compañeros que regresaban nos informaron que las crujías estaban sin candado en las rejas. En cualquier momento la vigilancia abriría las puertas.

–Ya tienen todo dispuesto para atacarnos.

Nadie entendía muy bien lo que pasaba. ¿Atacarnos? No hay ningún motivo. ¿Por qué con los presos? ¿no tienen la vigilancia? Nos hacíamos éstas y muchas otras preguntas que no sabíamos responder, cuando, ante nosotros, el vigilante que se encontraba de guardia en la reja de la «b» empezó a abrir el candado. Nos quedamos mirando la reja donde se agolpaban varias decenas de presos, pero ninguno de ellos salió.

Los disparos cesaron un rato largo y también los gritos dejaron de escucharse. Fue un silencio largo, tenso, durante el cual cada uno trataba de adivinar lo que estaba ocurriendo en otro lugar del callejón circular que une a todas las crujías, dispuestas como rayos en torno a un eje. Cuando el silencio llegaba a su máxima tensión surgió un grito, un solo alarido que venía de la crujía directamente frente a la nuestra y que, por lo mismo, no alcanzábamos a ver. Por el callejón, el redondel le llaman aquí, se oyó el ruido de cientos de pies que se acercaban.

–¡Ya los soltaron! –dijo Raúl con los dientes apretados, y trató de cerrar la reja, pero por dentro no es posible hacerlo.

Tampoco otra pequeña reja interior era posible cerrarla porque la puerta estaba vencida. Raúl todavía trataba de echar el pasador cuando ya los teníamos enfrente. Empezamos a tirarles botellas, los únicos proyectiles con que contábamos. Todos hubiéramos sacado fuerzas del hambre, pero desde lo alto de nuestro propio patio, a nuestras espaldas, la vigilancia empezó a disparar. Algunos pudieran pensar que trataban de contener a los atacantes, pero no era así. Disparaban contra nosotros para dispersarnos y permitir la entrada a la turba que habían soltado con la promesa de un buen botín. Nos replegamos contra las paredes buscando protección, pero el tiroteo arreció. Cada uno de nosotros se metió en la primera celda que encontró abierta y apandó.

Mi puerta tenía varios agujeros y por ellos vi pasar mesas, televisores, cajas de libros, cobijas. Los vigilantes impedían las riñas por los objetos más valiosos y apresuraban la acción. A los pocos minutos los asaltantes se dieron cuenta de que era difícil cargar todo en los hombros y pidieron los carros en que se reparte la comida. De esta manera podían vaciar más rápidamente las celdas. Los «comandos», presos que la dirección nombra para mantener el orden en cada crujía, gritaban por todas partes:

–¡Esa «e»! ¡Esa «e»! ¡Vámonos, moviéndose, moviéndose!

La primera oleada de atacantes se retiró sin abrir las puertas. Se limitaron a saquear las celdas que quedaron abiertas. Pero pronto entró otro grupo: eran de otra crujía y ya venían armados con palancas.

–No puedo caminar. Por favor, ¿qué me va a pasar? ¡Mira! ¡Mira cómo se me hacen los pies!

Logramos bajar las escaleras. Ya por lo menos no se caerá del piso alto, pensé.

–Siéntate en esta banca, te traeré agua.

Entré en varias celdas pero todos los garrafones estaban rotos y aún no había agua en las llaves.

–Lo siento, pero no hay agua en la crujía.

–Consígueme, De Alba, consigue una poca.

–La única que hay está muy sucia. Por lo menos mojaré unos papeles.

Los mojé y se los puse en la frente. No sé ni para qué, pero, ¿qué más hacía? No dejaba de torcerse sin control. Las manos se le iban doblando y las piernas se le sacudían. También las puntas de los pies estaban arqueadas. Le puse papel mojado pensando en que ése era el remedio que usábamos de niños para detener una hemorragia de la nariz. Ahora, claro, el caso no tenía ninguna similitud; pero sólo había papeles y un poco de agua sucia.

–Ya pronto vendrá la camilla. Entra en esta celda y recuéstate un momento en la litera.

Estábamos vigilados por verdaderas «guardias blancas». No se veía un solo policía, únicamente presos con varillas de metal en las manos. Teníamos un grupo como de cien o más apostado frente a la reja. Las crujías continuaban abiertas.

Después que se llevaron a De la Vega subí de nuevo a la celda e intenté dormir.

–¿Qué tenía? –me preguntaron.

–No sé, estaba muy raro. Espero que no sea nada. Tal vez la tensión.

En la celda habían prendido un cabo de vela. Era la única luz que teníamos.

–¿Qué irá a pasar?

–Ya duérmete.

–Pero tú qué crees.

–No sé nada. Duérmete.

–¿Y si vuelven? Ahí están todavía. Creo que ni siquiera han puesto el candado y si lo pusieran sería lo de menos. ¿Me oyes?

–Sí.

–Ni siquiera tenemos botellas y cualquier movimiento que hagamos, hasta cambiar de celda, es observado por ellos. ¿Y los vigilantes?

–No están.

–¿Qué tenía De la Vega?

–No sé, ya cállate.

Durante un rato creí que ya se había dormido, pero pronto volvió a empezar.

–¿Cuántos estaremos aquí?

–Como cuarenta o más.

–¿Y los otros?

–Están enfrente.

–Hazte un poquito para allá, quiero estirar esta pierna.

–Qué bien chingas.

–¿Ya viste?

–¿Qué?

–En la pared.

–Qué, pues.

–Las sombras de la vela. Me acuerdo de cuando viajaba en tren y se detenía por la noche, ya muy tarde, en alguna estación. Siempre hacía mucho frío, como hoy, y se oían estos mismos ruidos: los cuchicheos, las toses apagadas en el vagón, la respiración de los dormidos, exactamente como ahora. Sólo faltan unos pasos que se acerquen por afuera, alguien pisando la grava junto a la vía, y la voz de alguna vendedora, la última en irse o la primera en llegar, envuelta en su rebozo y echando vaho junto a la ventanilla. Hasta espero el primer jalón de la máquina, el rechinido que acaba con el silencio de las estaciones frías en la madrugada.

Tenía razón. Yo sentía lo mismo pero no se lo quise decir porque entonces nunca habría terminado. También pensaba en las estaciones alumbradas por un solo foco, apenas un tejabán con paredes de piedra, perdidas entre los chaparrales y en medio de una llanura que sólo atraviesa el tren; el olor de la madrugada, el frío, la respiración de la gente dormida, el silencio donde se oía el voltear de la página de un libro y las voces del exterior: breves, cortadas por el frío. Esperaba oír: «¿Quesos?, ¿quesos?, ¿un quesito?», seguido por el anuncio de cajetas.

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