Por lo tanto, no es de extrañar que se afiliase precozmente a la FUE y después con dieciséis años a las Juventudes Socialistas Unificadas en el Instituto Luis Vives. Es allí donde se establecen las primeras complicidades que perdurarán toda la vida y se reforzarán al compartir los mismos ideales por los que luchará toda una generación. Complicidad que lleva a una amistad incondicional, entendida en el sentido más amplio, verdadero y profundo, una amistad sin titubeos ni vacilaciones, en la que disfrutas de la felicidad o sufres la desgracia del compañero como si fuese tuya, porque el amigo es ese otro yo donde nos miramos y nos reconocemos. Así pues, estas son unas memorias de amistad y de vida. Amistad que continuará después en el frente de batalla, en los campos de concentración, en la resistencia, en la cárcel, en África, en la lucha por la subsistencia…
Ya al principio de sus memorias, cuando se encuentra en Valencia tras haber sido reclamado del frente de Madrid junto a Ricardo Bastid por ser menores, dice: «me di cuenta de que me faltaba el calor de mis compañeros y a medida que pasaban los días se me acentuaba la nostalgia de la camaradería de los amigos de la FUE y empecé a reconocer que mi sitio no estaba en la retaguardia». Con estas líneas nos está introduciendo en ese clima de compañerismo que va a flotar sobre todo su relato.
Es una amistad que perdurará a través de los años, a pesar de la diáspora y la inevitable separación que supone la lucha por la vida. Por lo tanto para entenderla no podemos separarla de la memoria. Amistad y memoria van unidas, y la memoria, no hay que olvidarlo, conforma también ese espacio que constituye nuestra ideología. Los compañeros de la FUE serán siempre algo muy especial porque comparten memoria e ideología, estén donde estén y a pesar del tiempo.
Además, el discurrir de la vida también le va a permitir conocer a personas entrañables y decisivas, como fue Ferdinand Pinsot, empresario francés que por medio de mi padre apoyó a los miembros de la resistencia española en el París ocupado, corriendo riesgos que podían haber tenido graves consecuencia para él. Este gran amigo, con sus relaciones sociales conseguía todo lo que le pedían y redimió en parte la insensibilidad de algunos franceses ante el drama que vivieron los refugiados de la guerra civil española.
Pero fueron muchos más los que le apoyaron. Es emotivo el episodio de la señora Coulodin cuando a ese joven español desarrapado y hambriento recién llegado a Milly desde un Tonnerre inhóspito, abriéndole una habitación acogedora y confortable de su casa burguesa le dice: «Juan, esta es la habitación del hijo que tengo en el frente de batalla y mi esposo ha decidido que seas tú el que la ocupes y a mí me agradaría mucho que lo aceptases».
Con simples relatos como este nos hace experimentar la solidaridad de la que estaba tan necesitado ese batallón de refugiados que empiezan a salir de los denigrantes campos de concentración, donde por cierto había más dignidad que la que tuvieron los gobernantes franceses con su política de no intervención y su posterior actuación cuando el ejército republicano cruza la frontera.
Es la solidaridad necesaria para superar el sufrimiento que se produce tras la derrota. Sin ella hubiese sido más difícil poder sobrevivir, sobre todo en el París ocupado. Son muchos nombres: Soria, Escuer, Paquita Velas, Vizcaíno, María García, Calpe, Talón, Collar, Hurtado, Baruch, Royo… y tantos otros citados en sus memorias los que van a necesitar de la fraternidad y camaradería para soportar el miedo y los silencios que acompañaron su vida. Miedos y silencios que a su vez se entremezclan con momentos de felicidad, porque el miedo se tiene que olvidar para seguir viviendo. Y vivieron intensa y apasionadamente, de tal manera que incluso de este periodo tan difícil y peligroso, el recuerdo que tienen de París es inolvidable. París, a pesar de la ocupación nazi, a pesar de las ejecuciones de los alumnos del Liceo Buffon, y otros más, incluso con la reclusión en la cárcel de la Santé y todas las penalidades, aparecerá, durante toda su vida, como una estela de juventud, de afecto y de lucha. Del miedo y de los silencios ya se encargó la dictadura cuando regresaron a España.
Otro de los elementos destacables de la biografía de mi padre es la suerte. La tuvo durante la guerra civil, en Francia, en África…, pero en la suerte de mi padre también intervino su inteligencia para utilizar los recursos, argucias y resquicios que se le presentaban, sus reflejos rápidos y la capacidad de acertar en sus decisiones que, en más de una ocasión, lo sacaron de momentos muy peligrosos. «Nunca me consideré una persona valiente –escribe–, y en cada situación y según la gravedad he tenido miedo, pero he sabido disimularlo y eso sí que ha sido en mí una buena cualidad». Como cuando es detenido por la policía colaboracionista francesa y al ser interrogado por la Gestapo rechaza instintivamente a los sanguinarios traductores alsacianos que tergiversan las palabras de los detenidos y realizando su defensa directamente en alemán ante sus interrogadores consigue que esta transcurra por el único camino que puede salvarle de la deportación a Alemania. O cuando, castigado a realizar el servicio militar en África, sus conocimientos lingüísticos hacen que sorprendentemente lo adscriban al Servicio de Información, todo ello con un expediente «de persona desafecta al régimen», que por circunstancias excepcionales había ido a parar directamente a los archivos pero que en cualquier momento podía salir a la luz. Sin embargo, a pesar de este riesgo no dejó de emitir informes favorables de los desplazados que llegaban a la frontera con intención de regresar a la península y recomendarles lo que debían decir para evitar el control de las autoridades franquistas. Sí, mi padre fue un hombre valiente. Es cierto que hay muchas formas de mostrar el valor, unas son consecuencia del arrebato audaz, instantáneo, heroico, épico, pero también hay otras más modestas, más discretas y cotidianas pero que requieren de mucha firmeza para ser mantenidas día tras día como hizo mi padre en la territorial del Quert, en aquellos tiempos del fin de la Segunda Guerra Mundial en la que son muchas las personas que pasan por la frontera del Protectorado español en Marruecos, donde del interrogatorio de estos transeúntes y su posterior informe dependía su destino.
Posteriormente, la lucha por la vida, los tiempos del pluriempleo, el intento de seguir adelante con dignidad. Todo esto ya lo vivimos sus hijos y lo recordamos con cariño y emotividad, más aún con el paso del tiempo que, en vez de atenuar las vivencias las refuerza y da más valor al sacrificio de nuestros padres que se esforzaron para que nuestra infancia y adolescencia fuese lo más feliz posible.
Yo de pequeño recuerdo a mi padre siempre muy activo, trabajando junto a mi madre, muy unidos y compenetrados y muy atentos a todas nuestras cosas, aunque éstas fuesen de poca importancia. Lo recuerdo llegar a casa con su prensa y revistas francesas bajo el brazo, que nos hacían intuir un mundo diferente al que vivíamos. También lo recuerdo escuchando la Pirenaica o la BBC, noche tras noche. La libertad que nos daba a todos los hermanos, la tolerancia que tenía con nosotros. Las visitas a la casa de la calle de la Nave, esa «casa abierta» siempre llena de gente, donde te podías encontrar a tantos amigos de mi padre, como Rafa Izquierdo, que fue el primero que me habló de la FUE y me contaba aventuras extraordinarias. Con todas mis tías: Carola, Manola, Cándida, la tía Concha y sus amigas –casi todas hijas de padres represaliados– el tío Tomás, la tía Mariví, el tío Vicente, el tío Enrique Tomás y la tía Juanita, los primos… Las comidas en la playa de las Arenas que tanto disfrutaba, los amigos de Picassent…
Читать дальше