− la gran expansión colonial, ante todo de Inglaterra y de Francia, volcadas sobre inmensos territorios, las vuelve menos interesadas en debatir sobre litigios intraeuropeos8. Algo semejante sucede a la nueva gran potencia emergida al fin de la guerra franco-prusiana, la Alemania reunificada. Su canciller Bismarck (1862-90), con mano férrea, trata a continuación de apartar a Alemania de todo conflicto armado, de no provocar a sus vecinas Francia y Rusia, ni a Inglaterra en el gran reparto colonial9.
− el general gran auge económico de la época enriquece a las más altas clases sociales y les da la euforia de que nada grave ha de suceder; auge, que beneficia también a los más necesitados, pero con frecuencia muy lentamente. Muchos emigran a las ciudades (o a América) al ser desposeídos de sus tierras o anulados los tradicionales contratos de arrendamiento por largos plazos y módicas rentas10. Luego, estas poblaciones, en sus nuevos lugares de trabajo, sometidas a duras condiciones, se proletarizan sin que intervenga el Estado hasta casi el final del XIX (en Inglaterra, algo antes) frente las amoralidades provocadas por el liberalismo económico de la época11.
− en las distintas naciones de vieja raíz cristiana crece una alta sociedad desapegada de la fe, sobre todo entre los varones, cuyos intelectuales se imbuyen en las filosofías de la época y tantas veces acuden a París a beber “en las fuentes”, incluso desde la América hispana12. A la vez que son hostiles a la Iglesia, están convencidos de que marchan por el buen camino, de que la pura razón del hombre, y no otros principios (la salvación por Cristo), han de traer el bien y progreso a la humanidad. En Francia (y en las naciones de Iberoamérica), la filosofía ad hoc, de confianza del hombre en el hombre, fue entones ante todo el positivismo de Augusto Comte (1798-1857)13; en España, más lo fue, en la época y hasta los años 1930, el importado kantismo del alemán Friedrich Krause (1781-1831)14.
− en Alemania, en el XIX-XX, prosigue el profundo influjo de Kant (1724-1804) en sus universidades, y con alcance universal llegará hasta el presente –piénsese en la ONU– con su mensaje de regeneración de la humanidad por su desvinculación de toda religión revelada y el consiguiente imperio de “la religión de la pura razón” –la única digna para el hombre, por “no heterónoma”– ; regeneración moral, que ha de conducir a “la paz perpetua”, título de una conocida obra suya, y cuyo significativo subtítulo es “el milenio”. Daba así Kant extensión universal al pensamiento de Rousseau, del que fue admirador, y al del pseudomesianismo de los ilustrados del XVIII15.
− también en Alemania, y ante el fallido intento de Kant (que no logra, como reconoce, su “propósito capital de restaurar la Metafísica” para una válida fundamentación de la Ética), Hegel (1770-1831) construye su total sistema filosófico de la Metafísica idealista. Influirá enseguida en el mundo de Occidente, en sus universidades y en los programas políticos liberales, por su comprensión de la historia en clave dialéctica como puro proceso en el que no existe principio alguno fijo sino permanente movimiento de los principios (al modo de Heráclito) por el despliegue de la Idea o Espíritu Absoluto, hacedor y deshacedor de religiones, culturas, instituciones políticas y jurídicas... De la llamada “izquierda hegeliana” provendrán a continuación Feuerbach (1804-72) y Marx (1818-83)16.
− la nueva concepción del mundo al margen de la fe en Cristo que se impone con más o menos radicalidad en la alta política europea y en gran parte de su intelectualidad ha contado durante el XIX-XX con conocidos y principales difusores en las universidades de Occidente, en los distintos medios de comunicación, y en especial en el llamado Estado Docente, director de la enseñanza pública –y en gran parte también de la privada– por la que han pasado generaciones y generaciones de alumnos que reciben una cosmovisión, en mayor o menor grado, adversa a la Iglesia, presentada como rémora del progreso y de la que logra la modernidad liberarse de su influjo en la sociedad, paso a paso, a partir del Renacimiento y, sobre todo, por medio de una pléyade de filósofos que del XVII en adelante han pensado cómo el mundo ha de caminar por sí mismo hacia el progreso, la justicia y la paz17.
Actitud y respuestas de la Iglesia ante estos antecedentes
La Iglesia, anunciadora al mundo de la total necesidad de ser salvado por Cristo, no niega el orden natural (“los valores naturales”), pero afirma que la ley natural por sí sola es insuficiente, se corrompe (“no prosigue largo tiempo y con vigor”). Esta advertencia, singularmente proclamada por san Agustín ante el naturalismo de Pelagio, pierde fuerza, es bastante desoída, durante las mundanidades del Renacimiento.
El Magisterio de los papas del XIX-XX, ante el avance del naturalismo en Occidente, no ha dejado de señalar cómo aquellas mundanidades, que entonces no llevaron a la pérdida de la fe, no obstante, han concurrido notablemente a que se sigan muy graves consecuencias. Ante el naturalista proceso de implantación del liberalismo en Occidente, el Magisterio de los papas ha sido constante y unánime. Consúltese una u otra de las colecciones de encíclicas publicadas; ya enteras, o en extractos en el Denzinger18.
A partir de Gregorio XVI (1830-46) no han dejado de pronunciarse los romanos pontífices en sus encíclicas y decretos (dirigidos al episcopado universal) sobre la pretensión de fundar una sociedad al margen de Dios. Al mismo tiempo, han proclamado cómo el verdadero camino es el de la fe en Cristo; proclamado siempre como el Salvador, tanto en la paz como en las situaciones más adversas de persecuciones contra la Iglesia.
Aquellos romanos pontífices impulsan, en medio de las graves dificultades y contradicciones de la época, a las que se suma la aparición del llamado “catolicismo liberal”, un extraordinario crecimiento de la piedad del pueblo católico (en el que prende con extraordinario vigor el culto y devoción al Corazón de Jesús, y recrece el amor a la Virgen) que superará las frialdades del XVIII, y responderá generosamente con toda suerte de iniciativas apostólicas de clérigos y laicos, y con un extraordinario aflujo de vocaciones sacerdotales y religiosas dedicadas a la cura de almas, la enseñanza, la beneficencia, las misiones extranjeras...
La adhesión al sucesor de Pedro, ferviente en el católico pueblo llano, crece durante el XIX también entre las jerarquías eclesiásticas que dejan de lado el galicanismo y otros regalismos, y también entre notable parte de laicos de la alta sociedad que pasan a sincera adhesión al Papa y a laborar apostólicamente con gran entrega: en la extensión de las catequesis, la buena prensa, la promoción entre el pueblo fiel de la Liturgia y la lectura y meditación de las Sagradas Escrituras, el apoyo a las misiones extranjeras, la acción social y benéfica, la promoción de obras y patronatos parroquiales... Aquellos seglares son el origen del asociacionismo apostólico moderno de los laicos –de los llamados “movimientos apostólicos”– que confluirá sobre todo en la Acción Católica, promovida por Pío XI (1922-39).
El legado del papa León XIII (1878-1903) al mundo del siglo XX
León XIII, en su pontificado de más de 25 años, transmite a la Iglesia y al mundo un extraordinario legado. Prosigue el gran impulso de su antecesor, el beato Pío IX, a la vida sobrenatural en la Iglesia. Promueve y fortalece la piedad y el culto del pueblo católico¸ muy en especial a la Virgen María (a la que dedica no menos de quince encíclicas o amplios escritos para exhortar al rezo del Rosario), y de manera muy significada al Corazón de Jesús, al que en 1899 consagra el universo entero (“el acto más grandioso de nuestro pontificado”). Presenta la devoción al Corazón de Jesús (encíclica Annum sacrum) en su doble vertiente, íntima y social, vinculada tanto al trato íntimo con Cristo (en especial, en la Eucaristía), como a construir el reino de Cristo en el mundo.
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