A estas ideologías hemos hecho especial referencia en Apuntes 4 y 5, y cuyas raíces tienen que ver, en realidad, con errores muy antiguos, deformadores de la fe apostólica, y denunciados por el Magisterio de la Iglesia para bien de sus fieles y del mundo entero ya desde sus primeros siglos. No puede, por ejemplo, hablarse con propiedad del marxismo sin hacer referencia al error judaico denunciado por el apóstol Pablo de una pretendida salvación antropocéntrica1; ni del idealismo hegeliano, sin referencia a las gnosis del siglo II racionalizadoras de los misterios de la fe2. La reflexión paulina de que “el griego busca ciencia y el judío resultados”, mientras él en cambio anuncia “a un Cristo muerto y resucitado”, luz tenida por “necia”, y fuerza despreciada por “ineficaz” e “impotente”, es de permanente validez en la historia.
La atenuación en la práctica de los efectos o consecuencias de estas ideologías en las distintas naciones, al no dar sus dirigentes unas u otras leyes adversas a la Iglesia, o dejar de aplicarlas con rigor, guarda relación con múltiples factores: en especial, con la fe y la vigencia de la tradición religiosa de cada país, con el espontáneo respeto de las gentes a la ley natural y, muy decisivo, con la actitud de la Santa Sede y de los episcopados de cada nación en sus relaciones y acuerdos con los Estados para la defensa y bien de los fieles en las materias de fe y moral que trascienden a la vida pública de un país (sobre matrimonio, enseñanza, moralidad pública, defensa de la familia y la vida, calendario de festividades religiosas, presencia de la Iglesia en las escuelas públicas, en los hospitales, en las cárceles, en la asistencia religiosa al ejército...).
La Iglesia, en unión con Cristo hasta el fin de los tiempos y animada por el Espíritu Santo, sigue cumpliendo su misión de que el orbe entero tenga a Dios por Padre. Las dificultades y contrariedades de la Iglesia, obviamente, son: unas, comunes o universales; y otras, más particulares, según personas y circunstancias de cada lugar.
Para el caso que más a la inmediata nos afecta, el de nuestra España contemporánea, cabe decir que han concurrido sobre ella factores históricos de gran bien, y otros enormemente desquiciadores, y que pese a éstos no puede incurrirse en olvidar o menospreciar los tan numerosos signos de persistencia en la fe que se dan por toda nuestra geografía. Quizá hoy uno de los mayores, después de la específica vida litúrgica y sacramental del pueblo fiel, es la arraigada piedad popular, que celebra públicamente –no sólo en el templo– los misterios de Cristo (nacimiento, pasión, muerte, resurrección, presencia real en la Eucaristía...), así como las solemnidades de la Virgen y de los santos patronos en las fiestas anuales de cada pueblo o ciudad.
A la vez que estos Apuntes relatan hechos históricos de reconocida trascendencia, se pone especial empeño en relacionarlos, exponer antecedentes y consecuencias. Se invita al lector a reflexionar sobre cómo la historia corrobora la verdad conocida por la fe: las palabras de Cristo “sin mi nada podéis hacer”.
Sobrepasa el objeto de los Apuntes –pues compete a la Teología de la historia– el tratar acerca del sentido de la historia a la luz de la Revelación como en su día hace san Agustín ante la caída de Roma y acerca del futuro de la Iglesia. Pero no deja de ser un misterioso signo de los tiempos el curso histórico de nuestro mundo de Occidente.
Decimos “signo misterioso” por la obvia razón de que la gran extensión del ateísmo contemporáneo no ha provenido de naciones paganas o aún por evangelizar, sino del mundo más cristiano, al que la fe dio extraordinario vigor para edificar una civilización, la más próspera del orbe, y que en la medida en que Occidente olvida la raíz de tal civilización –la fe en Cristo– ha sido y es el gran difusor por el universo entero de una “cultura” sin Dios, de unas ideologías inmanentistas y de grandes relajaciones morales3.
A este misterioso proceso aluden en especial los anteriores Apuntes, y con el acento puesto en que es la Iglesia –pese a miserias y faltas en su mismo seno– la roca de Pedro, la que permanece firme anunciando a Cristo –Camino, Verdad y Vida– por todo el mundo, con frutos y vitalidad humanamente inexplicables, y a la vez con enormes pruebas, aún aumentadas en el siglo XX, al que no sin razón suele llamarse “el siglo de los mártires”.
Signo especial de nuestro tiempo, en que crece el ateísmo, pero que lo diferencia del anterior de la modernidad, marcada por las ideologías incubadas en Occidente desde el XVII y luego difundidas por el orbe entero, es el del derrumbamiento de las utopías generadas por tales ideologías prescindentes de Dios o declaradamente contrarias. La tremenda realidad de los hechos (dos guerras mundiales, y otros grandes desastres actuales) han conducido a las desesperanzas de la llamada postmodernidad, aunque no a la conversión. Sigue faltando el amor a la Verdad. Tal declive de las utopías ha contribuido a la caída de los comunismos. No obstante, en ambientes más intelectuales, sigue teniendo enorme influjo la ideología marxista, en síntesis con el liberalismo burgués, para desarraigar –“desalienar”– de toda creencia, tradición religiosa y principios de ley natural sobre la familia, la protección de la vida desde la concepción hasta su término, la distinción de sexos, el derecho de los padres a la educación de sus hijos anterior al del Estado...
Es la Verdad de Cristo la que el mundo necesita. Pertenece a los designios de la Providencia, como lo han enseñado un Papa tras otro desde hace más de 200 años, que el culto y devoción al Corazón de Jesús han de contribuir decisivamente a preparar la gran conversión anunciada en las Escrituras. La Iglesia no ha dejado de proclamar al mundo su esperanza en tal conversión; en realidad, doble, y conexa una con otra. Por una parte, la conversión universal, la de todos los pueblos (“el mar”, “las naciones”) que reconocerán un día a Cristo como a su Rey, a quien son debidos toda obediencia y amor.
Por otra parte, también está anunciada la conversión del pueblo de Israel (cuando se le descorra el velo que le impide reconocer en Jesús al Mesías aguardado: cf. 2Co, 3, 12-16), la cual será de inmenso bien para todas las naciones, todas las gentes. San Pablo expresa en el capítulo once de la Carta a los Romanos: “porque si su reprobación [–la de Israel–] ha sido la reconciliación del mundo [–ocasión de anunciar el Evangelio a las naciones–] ¿qué será su readmisión sino como una resurrección de entre los muertos?”. El Concilio Vaticano II, en la declaración Nostra aetate, expresa en estos términos la esperanza de la Iglesia en la conversión universal:
“La Iglesia tiene siempre ante sus ojos las palabras del apóstol Pablo sobre sus hermanos de sangre, a quienes pertenecen la adopción y la gloria, la alabanza, la ley, el culto y las promesas; y también los patriarcas, y de quienes procede Cristo según la carne (Rm 9, 4s), hijo de la Virgen María. Recuerda también que los apóstoles, fundamentos y columnas de la Iglesia, nacieron del pueblo judío... Como afirma la Sagrada Escritura, Jerusalén no conoció el tiempo de su visita (cf. Lc 19, 42). Gran parte de los judíos no aceptaron el Evangelio (cf. Rm 11, 28) ... No obstante, según el Apóstol, son todavía muy amados de Dios a causa de sus padres porque Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación. La Iglesia, juntamente con los profetas y el mismo Apóstol (cf. Rm 11, 11-32), espera el día, que sólo Dios conoce, en que todos los pueblos invocarán al Señor y servirán como un solo hombre” (Sof 3, 9)4.
La vocación del pueblo de Israel, del que toma carne el Verbo, llamado a ser “luz de las naciones” –vocación, nunca cancelada– ha sido siempre confesada por la Iglesia por fidelidad a la palabra de Dios revelada, y pese a que ha pervivido cierto extendido antisemitismo en ambientes católicos. Ha sido pueblo sometido en la historia a grandes padecimientos, y no siempre sin culpa, pero al que Dios sigue manteniendo sus promesas. El Concilio Vaticano II ha querido poner más de relieve esta verdad.
Читать дальше