En el XIV, al prevalecer sobre la fe las distintas razones de Estado de cada una de las naciones, se llegó a la ruptura. Quiebran incluso las “universidades” –así llamadas por acudir a ellas a graduarse estudiantes de toda Europa– al tener que marchar cada uno a su patria, donde cada país se crea sus “universidades nacionales” (términos más bien contradictorios). Permaneció la común fe católica, pero va apareciendo la nación como lo supremo, lo excluyente del otro, que no es lo mismo que el debido amor a la patria. Es el origen de los nacionalismos en Europa. Significativamente, en el Concilio de Constanza (1414-17), que logra acabar con el Cisma de Occidente, las votaciones se tenían “por naciones”, y no por padres conciliares.
La tremenda Guerra de Treinta Años (1618-48), en la que Francia interviene decisivamente en favor de la causa protestante, deja en Alemania muy tristes recuerdos y una enorme humillación por la siguiente supeditación en lengua y modas de la alta sociedad germana a todo lo francés. En el último tercio del XVIII surge la reacción prerromántica del Sturm und Drang de jóvenes poetas y filósofos, entusiastas de Rousseau y afectos al panteísmo de Spinoza, y para los que lo constitutivo de “el pueblo alemán” es un alma única (ein volk, ein geist), “el que le da la vida”. Es un mito que marca trágicamente su historia desde entonces y origen decisivo del nacionalismo germánico, de connotado resentimiento antifrancés.
Deshecha por Francia la unidad nacional germana por la Paz de Westfalia (1648), alcanzará su histórico desquite en la guerra franco-prusiana (1870-71), provocada por el canciller alemán Bismarck para unir en la guerra, por un común resentimiento antifrancés, a los troceados principados germánicos y llevarlos así a la unidad nacional presididos por Prusia.
La derrota de 1871 supuso para Francia la pérdida de Alsacia y parte de Lorena, y quedará como motivo crucial para el futuro enfrentamiento con Alemania en la Primera Guerra Mundial. Cuando el gobierno francés declare en 1914 la guerra, son multitudes, en especial de la alta burguesía, las que se concentran para aplaudirle entusiastamente. En gran manera, aquella guerra y la Segunda Mundial fueron resultado de los nacionalismos europeos encontrados, y cuyas raíces antiguas, propiciatorias de la tremenda llamada “guerra civil europea de 1914 a 1945”, se remontan a la quiebra moral y espiritual de la unidad de la Cristiandad en el XIV.
51Cf. BR, 323s; MQ, 458s
52Cf. BR, 337-349; MQ, 405-451; Aps5, 399-440
53En los años que siguen a La Commune (1871), por sus desmanes y la tremenda siguiente represión, el partido socialista, aunque no fuese el real protagonista de aquella sublevación, tuvo escasa representación parlamentaria; no así, a partir de 1893 en que, guiado por el marxista Jules Guesde y el orador Jean Jaurés consigue ya 50 diputados, aproximadamente un 10% de la Cámara baja (cf. BR, 348s).
54El auge general de la economía en la época se da de manera muy perceptible en Francia. El Segundo Imperio supuso para Francia un extraordinario crecimiento, que prosigue durante la III República, en especial por el gran impulso que recibe de su recién adquirido imperio colonial.
55Cf. Aps5, 399-416; BR, 348s; MQ, 423-425
56Cf. BR, 349
57Cf. JD8, 706s; BR, 348s
58Cf. BR, 350-352
59Cf. BR, 349-350; VC2, 439-441; FZ, 300-303
60Cf. BR, 320-324
61Cf. MQ, 428, 460-462; BR, 348
62Cf. Aps2, 115-130; 177-225, 297-326, 391-438; Aps3, 277-284; 483-487; Aps5, 333, 341
4. Alemania. Notas sobre su historia anterior a 1914
El fin del Sacro Imperio Romano Germánico (1806)
Alemania fue la última nación de Europa en alcanzar la unidad, junto con Italia y por motivo similar: por su vinculación con la Cristiandad medieval, con el Sacro Imperio Romano Germánico. Troceada tras la paz de Westfalia (1648) en más de 300 principados, aún mantuvo cierta unidad, más simbólica que efectiva, por el reconocimiento del Imperio –del Reich– sustentado en la persona de los sucesivos Habsburgo austriacos.
Pero, finalmente, Napoleón Bonaparte, tras su decisiva victoria en Austerlitz (1805), derriba el Sacro Imperio en 1806. Concibe sustituirlo por un nuevo Imperio Romano, hereditario y ya secularizado. Crea en la mitad Sur de Alemania 16 principados, separados del Reich, dependientes de él (entre ellos Baviera, Würtemberg, Baden...), a modo de tapón territorial para proteger a Francia de Austria y de la emergente potencia de Prusia que durante el XVIII ha extendido su dominio sobre la mitad norte de Alemania, incluida la católica Renania, en su larga disputa con Austria por la hegemonía en el futuro mundo germánico unido63.
Tras la derrota de Napoleón, Metternich logra contener a la expansiva Prusia; la hace volver a los límites anteriores a 1795. Un tanto volteriano y nada romántico, es contrario al despertar de las nacionalidades. Pero, a partir de entonces, época del gran despegue del romanticismo, crece entre las élites sociales alemanas un sentir nacionalista y liberal que ve en Prusia, aunque tan militarizada y poco filoliberal, la fuerza capaz de llevar al mundo germánico hacia su unidad.
Momento de alza del espíritu nacionalista germánico, impulsado por sus élites liberales, fue el de la Revolución de 1848, que a continuación de la de París surge en distintas capitales europeas. En Frankfurt se reúne entonces la Dieta de diputados para lograr la unidad alemana. Adoptan como bandera nacional la tricolor negro, rojo y oro. Alcanzan algunos acuerdos para suprimir aduanas entre principados, pero no van más allá. No les apoyan los príncipes de la cuarteada Alemania. Tampoco la corona de Prusia, a la que apelan los nacionalistas germanos (como en Italia los notables de Risorgimento a la dinastía de los Saboya), estará durante tiempo interesada en levantar la bandera de la unidad nacional64.
La Guerra Franco-Prusiana (1870-71), medio para la unidad
Será Bismarck (1862-90), el poderoso político prusiano de tanta trascendencia histórica, que no sentía simpatía alguna por el nacionalismo germánico –“¡qué me importa Alemania, sólo Prusia!”65– quien tome la decisión de emprender el camino hacia la unidad. Entiende que, para que Prusia tenga la hegemonía en la futura nación unida, ha de ponerse al frente del movimiento unitario. Desde joven, entusiasta de Spinoza (la Ética era su lectura preferida66, que más adelante conciliará con un fideísmo pietista seguramente sincero), anuncia con años de antelación que la unidad se alcanzará, pero a un enorme precio: “a hierro y sangre”67; es necesario que así sea.
Con esta convicción, “el canciller de hierro” hace emprender tres guerras seguidas, que costarán “cientos de miles” de vidas68: contra Dinamarca, para arrebatarle el territorio de Schleswig (1864); contra Austria, para eliminarla de la competencia por la dirección del mundo germánico (lo que logra con la victoria de Sadowa en 1866); y finalmente, en 1870, contra Francia. Personalmente no sentía aversión alguna hacia el pueblo francés69, pero entendía que la guerra era el medio necesario para unir a los alemanes. Había que unirlos creando un enemigo común, pues una parte muy importante de ellos, sobre todo los católicos, nada dispuestos a ser gobernados desde el luterano Berlín, preferían a Viena al frente de la unidad. La astuta provocación de Bismarck a Napoleón III hace que éste declare la guerra a Prusia y aparezca ante el pueblo alemán como el injusto agresor. La gran derrota militar de Francia en 1871 lleva a la proclamación en Versalles del Segundo Reich: de la Alemania histórica reunificada, aunque sin Austria, y recrecida con la anexión de Alsacia y parte de Lorena, de mezcla de poblaciones galas y germanas70.
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