Los múltiples autores indígenas que elaboraron historias visuales o escritas en el periodo colonial construyeron estas relaciones desde una perspectiva diferente: conseguir el reconocimiento por parte de los poderes occidentales de la pertinencia y veracidad de sus reclamos históricos, vinculados con formas de relación política, derechos territoriales y libertad de mantener prácticas culturales (Inoue Ókubo 2001). Para este propósito era fundamental poner en relación las cuentas temporales indígenas con el calendario cristiano, aunque de manera significativa, las primeras nunca fueron disueltas en la segunda; también se encontraron equivalencias entre los lugares mesoamericanos de origen y de transformación étnica y la geografía sagrada cristiana: Tula se identificó con Babel, etc. En el caso de Santiago Mutumajoy, la estrategia es precisamente la inversa: escapar de la temporalidad lineal para buscar una relación curativa completamente diferente entre pasado, presente y futuro.
Procedimiento 2: la definición de la realidad
El segundo procedimiento se relaciona con la definición de la esencia del devenir histórico en sí mismo y tiene que ver con lo que llamaremos “existencias” u “ontologías”, para retomar un concepto muy usado en la antropología contemporánea (Holbraad 2014). En el siglo XVI, para ser incorporados a la historia universal de la salvación cristiana, la única que daba sentido a todo acontecer humano e histórico, los indígenas fueron definidos como seres humanos con alma. Con el surgimiento de la historia universal moderna, se les buscó incorporar en las narraciones de progreso humano, vinculadas con una creciente racionalidad y con grados cada vez mayores de dominación política, y se estableció una diferencia tajante entre los mesoamericanos civilizados y los pueblos más “primitivos” del Norte.
Para la monohistoria estas operaciones de integración implicaban el reconocimiento de una simple realidad ontológica: si los indígenas son humanos entonces deben ser salvados o participar en la evolución de su raza. Desde una perspectiva cosmohistórica, lo que está en juego son juicios sobre las formas de “existencia” de los agentes históricos que permiten definir las relaciones con ellos. Reconocer a los indígenas como humanos, implica convertirlos en sujetos y objetos de relaciones de dominación: para salvar sus almas hay que conquistarlos, someterlos y obligarlos; para hacerlos evolucionar hay que agredir sus culturas, prohibirles el uso de sus lenguas, etc. Por ser humanos como nosotros, no tienen más opción que ser parte de nuestra historia y subordinarse al poder religioso, político y epistémico de Occidente. La manera en que se realiza este reconocimiento ontológico y su consecuente integración violenta se convierte en el tema central de la historia de los pueblos indígenas: en el periodo colonial, esta se centró en la conversión de los “paganos”; a partir del siglo XVIII, en las maneras de incorporar a los pueblos “primitivos” al progreso humano y redimirlos de su estado de atraso (Navarrete Linares 2015).
Paralelamente, las “existencias” de otros agentes en los mundos históricos indígenas también fueron sometidas a juicio y se les relegó a la categoría de seres naturales y sobrenaturales. En el siglo XVI, los entes divinos con que se relacionaban los pueblos indígenas fueron considerados como meros ídolos, productos del engaño y la manipulación humana, o como manifestaciones del demonio; incluso, en algunas ocasiones, como agentes subordinados a la providencia divina. El juicio sobre la “realidad” y el significado de sus acciones resultaría radicalmente diferente en cada uno de esos casos (Botta 2010). Desde la historia universal moderna el juicio sobre las “existencias” parece más simple, pues en principio descarta la realidad de cualquier agente sobrenatural (empezando por el propio Dios cristiano, y aún más en el caso de deidades “primitivas”), de modo que cualquiera de ellos es explicado como una variante moderna del ídolo: un invento social, un ser que no tiene existencia fuera de las creencias del grupo que lo creó (Gell 1998). Igualmente, cualquier intervención por parte de agentes que nosotros consideramos naturales (animales, montañas, fenómenos físicos) es considerada o un tipo de invención o una interpretación cultural de un fenómeno producido por las leyes naturales.
Desde las perspectivas de los indígenas, la negociación de las “existencias” entre los diferentes mundos históricos tenía y continúa teniendo una importancia más urgente. Implica, en primer lugar, una redefinición de su propio ser como humanos, y de los seres con los que se relacionan para vivir, en condiciones en extremo difíciles marcadas por la intolerancia religiosa y cultural, así como por las imposiciones políticas del régimen colonial y los gobiernos nacionales. Por decirlo de manera simplificada, podemos proponer que los agentes históricos amerindios buscaron y buscan seguir existiendo lo más posible según sus formas de ser, vinculadas con sus pasados aún presentes, sus espacios cargados de relaciones, así como sus prácticas culturales, a la vez que asumían algunas de los aspectos claves del ser de la humanidad cristiana. Lo mismo hicieron con los otros seres de sus mundos, las llamadas deidades y los entes naturales, pues procuraron mantener el reconocimiento de sus formas particulares de existir, que eran en muchas ocasiones inseparables de su propia existencia como “humanos”, a la vez que los integraban por necesidad al esquema cristiano de santos, demonios e ídolos, animales y paisaje. Estas complejas negociaciones confrontaron a diferentes actores dentro de las sociedades y los mundos históricos indígenas, y no estuvieron exentas de conflictos (Tavárez 2012). A su vez, fueron objeto de sospecha y persecución por parte de la ortodoxia cristiana y de la intolerancia moderna que no les reconocía legitimidad alguna, aunque por fortuna muchas veces no reconoció sus sutiles redefiniciones.
Procedimiento 3: la búsqueda de la efectividad
El tercer procedimiento es consecuencia inmediata de los anteriores y se puede definir como una búsqueda de “efectividad”. Justamente, todo el sentido de estas negociaciones era construir una realidad común y reconocible que permitiera la interacción efectiva y mutuamente funcional entre los mundos diferentes (Povinelli 1995). Esta realidad común comenzó a ser construida de manera anterior y simultáneamente a la elaboración de las historias, a punta de batallas y agresiones bélicas, negociaciones políticas, explotación de trabajo y riquezas, intercambios comerciales y las mil y un formas que tomó la interacción colonial. El papel de las negociaciones cosmohistóricas fue darles sentido a estas interacciones radicalmente novedosas, vincularlas con los pasados inconmensurables de cada mundo histórico y relacionarlas con perspectivas de futuro que las hicieran comprensibles y asimilables para cada uno. Estas fueron también las medidas de su eficacia, más allá de la “verdad histórica”.
Los autores, europeos o amerindios, intentaron y lograron en mayor o menor medida integrar los pasados distintos conservados en el seno de cada tradición y relacionarlos de manera significativa y útil con el presente colonial; así negociaron derechos políticos y territoriales, defendieron privilegios y reconocieron alianzas. Esta eficacia daba primacía a las necesidades del poder colonial, pero también respondía a los intereses de las élites y las sociedades indígenas, que necesitaban encontrar nuevas maneras de sobrevivir en un contexto radicalmente diferente. Bajo el gobierno de los Estados-nación independientes en los últimos dos siglos, los márgenes de estas negociaciones cosmopolíticas se estrecharon radicalmente. También se hizo mayor la asimetría entre la moderna monohistoria y los otros mundos históricos, que fueron expulsadas del terreno privilegiado de la “Historia”, transformadas en mitologías o tradiciones orales propias de “pueblos sin historia” (Detienne 1985).
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