Desde nuestra propia perspectiva cosmohistórica (que, sin embargo, nunca podrá ser igual a la del chamán ingano), esta radical indiferencia, esta capacidad de olvidar y esta voluntad de curar son las que nos permiten escapar a las falsas convicciones de la visión monohistórica: la creencia en la inevitabilidad del progreso y la necesidad de la dominación; la exaltación del arte monumental del pasado y la convicción de la supremacía de la tecnología y de la ciencia que nos ciegan a las condiciones en que son producidas; y, también, la convicción de que el ayer ha pasado y no puede, ni debe, volver más, y que por lo tanto no somos responsables de él y podemos usarlo a nuestras anchas para legitimar los poderes que existen en el presente. En suma la actitud que describe tan elocuentemente Walter Benjamin.
Cómo construir una cosmohistoria
¿Cómo podemos construir una cosmohistoria en el presente, a partir de los fragmentos de cosmohistorias del pasado y de las posibilidades del futuro?
En primer lugar, debemos tratar de comprender las peligrosas situaciones, y las complejas negociaciones y ambigüedades en donde chocan, conviven y se reproducen los diferentes mundos históricos, situaciones por definición cosmopolíticas. Para ello, es imperativo practicar una observación lenta, estar atentos a los detalles y los malentendidos, y sobre todo resistirse a invocar a la “verdad histórica” o a las prácticas de la monohistoria antes de tiempo. Como plantea Isabelle Stengers en su “Propuesta cosmopolítica”, se trata de hacer una pausa para asumir la posición del “idiota”, aquel que se niega a aceptar las teorías y las generalizaciones que pretenden dar inteligibilidad a la realidad y unificar precipitadamente el mundo; aquel que insiste en escuchar a los seres y voces que han permanecido mudos, que han sido silenciados por el discurso avasallador de la monohistoria (Stengers 2005). Para Stengers, y también para Marisol de la Cadena, la cosmopolítica consiste en abrirnos a la posibilidad de que los diferentes grupos humanos que interactúan, y a veces se hacen la guerra, viven en mundos que no podemos delimitar de antemano y que por ello cualquier entendimiento cosmopolítico con ellos debe tomar en cuenta estas diferencias y no reducirlas al mundo “real”, supuestamente único y común, que en la práctica no es otro que el mundo construido por la ciencia occidental, por el colonialismo y el capitalismo, y por su monohistoria (De la Cadena 2010).
En segundo lugar, las verdades que aspira a construir la cosmohistoria no son referencias a una verdad histórica única, la de la historia “real”, la de los acontecimientos en sí mismos más allá de cualquier discurso o construcción cultural, sino que todas las verdades cosmohistóricas deben ser reconocidas como construcciones, observaciones del pasado construidas a partir de otras observaciones del pasado (Mendiola 2000). Sin embargo, las cosmohistorias no son sólo observaciones de segundo grado, son también producto de intrincadas negociaciones entre las diferentes tradiciones históricas y de la interacción entre los sujetos que provienen de mundos históricos diferentes, y deben relacionarse con otros mundos y transitar entre ellos. En suma las cosmohistorias son una forma de lo que Bruno Latour llama “diplomacia”, es decir, la negociación siempre precaria de mundos comunes entre colectivos que provienen de mundos diferentes, la creación de verdades compartidas por discursos que tienen orígenes y fundamentos radicalmente diferentes (Latour 2002). Como el caso de Santiago Mutumajoy nos muestra, esta diplomacia cosmopolítica es la característica central de la práctica chamanística amazónica.
Aplicando estas prácticas cosmohistóricas propongo analizar ciertos aspectos de las complejas interacciones entre los mundos históricos amerindios y europeos. Este diálogo cosmopolítico, iniciado desde los primeros contactos entre ambos grupos de seres humanos y mantenido por siglos, aun en condiciones de violencia, despojo e imposición cultural, ha permitido la construcción de acuerdos, y de malentendidos políticos y culturales que han dado bases y estabilidad a los desiguales arreglos políticos, sociales e incluso religiosos entre ambos.
La más conocida y estudiada de estas interacciones es la manera en que la historia occidental cristiana y luego la monohistoria moderna integraron y subordinaron a las tradiciones históricas indígenas. Desde una perspectiva cosmohistórica los procedimientos utilizados por la monohistoria para “integrar”, normalizar o validar, a las tradiciones históricas indígenas se observan muy diferentes a la manera en que la propia historia moderna los ha concebido.
En buena parte de la literatura sobre este tema, se parte de la premisa de que los principales, y muchas veces casi exclusivos actores de este proceso de integración son los frailes, burócratas e historiadores de origen europeo que escribieron obras históricas relativas a los pueblos indígenas con el afán de contribuir a la evangelización y gobierno de los mismos. Diversos autores niegan incluso que existan actores indígenas auténticos, pues los participantes nativos en este proceso estaban por completo subordinados al poder y la cultura españoles (Rozat 1993). Desde su punto de vista, los discursos sobre el pasado indígena antes de la conquista serían invenciones occidentales, proyecciones y analogías de las realidades del Viejo Mundo, instrumentos de dominación de los nativos que colonizarían su pasado.
Más allá de estas postura extremas, nadie puede negar la existencia de numerosos actores de origen indígena, o mestizo, que adaptaron las tradiciones históricas de sus comunidades y linajes para presentarlas en litigios jurídicos y negociaciones diplomáticas, o para defender su prestigio y su status social amenazados por los cambios producidos por la integración colonial. Es por ello, que podemos y debemos entender esta interacción como una compleja negociación cosmopolítica entre mundos históricos diferentes (Navarrete 2007a).
Independientemente de la “identidad” étnica o cultural de los actores involucrados en esta negociación, detengámonos a examinar los procedimientos conceptuales realizados por los diferentes actores.
Procedimiento 1: la integración temporal
El primer procedimiento de integración, aplicado desde el propio siglo XVI hasta el presente, consiste en el establecimiento de “relaciones” entre los pasados, presentes y futuros de las diferentes tradiciones históricas. Desde la perspectiva monohistórica, esto consiste en un proceso de normalización espacio-temporal. Esta se logra por medio de la traducción, o conversión, de los cómputos temporales y las referencias espaciales de las historias de los pueblos indígenas a las concepciones espacio-temporales occidentales. Todos los acontecimientos deben poderse anclar en la cuenta única de los años partida de los relatos bíblicos y todos los lugares deben poderse localizar en el espacio universal que estaba siendo construido a la luz de las exploraciones europeas (Navarrete 2014). Esta integración en la cuenta lineal del tiempo cristiano, y luego moderno, y en las coordenadas del espacio racionalizado, sigue siendo considerado a la fecha como condición indispensable para el reconocimiento de la historicidad de los discursos no europeos; cuando resulta imposible, deben ser por fuerza desterrados al terreno de la “mitología” o la “representación cultural”.
La cosmohistoria concibe estas operaciones, en cambio, como una búsqueda de “relaciones” a través del tiempo y el espacio, particularmente por medio del pasado, pero siempre también en función del presente. Al insertar un evento o un lugar en nuestro espacio-tiempo monohistórico que consideramos el único real, hacemos posible el establecimiento de vínculos causales, de relaciones de continuidad o de discontinuidad, de jerarquías evolutivas entre él y nuestro presente. Los sucesos se vuelven “históricos” y los espacios se vuelven “reales”, a nuestros ojos, y por lo tanto pueden servir como territorios de dominación, fundamentos de derechos políticos y de posesión, de legitimidades étnicas y de propiedades culturales. En el siglo XVI, los historiadores cristianos definieron este pasado como un tiempo “pagano”, suprimido de manera tajante por la “evangelización” y por la imposición del dominio colonial español; buscaron también signos de la revelación cristiana antes de la conquista y así intentaron valorar parcialmente ese tiempo del demonio (Lafaye 1977). Para la construcción de las historias nacionales, las grandes patrocinadoras del régimen monohistórico moderno, anclar los sucesos de las historias indígenas en el tiempo histórico occidental ha permitido convertirlos en pasado histórico, que se puede vincular con el presente como antecedente de la nación y fuente de orgullo e identidad, pero que también queda tajantemente separado del presente, pues es definido como un “periodo” cerrado de la historia (Navarrete 2010).
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