Miguel Angel Heras - El tesoro oculto de los Austrias

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El tesoro oculto de los Austrias: краткое содержание, описание и аннотация

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En el siglo XVI, Felipe II decide construir su magna obra, el Monasterio de El Escorial. Tras la sucesión de una serie de acontecimientos históricos, se siente inducido a reunir un gran tesoro procedente de sus dominios en América. Desde que surgen rumores sobre la existencia de ese tesoro, se produce el enfrentamiento entre dos grupos con intereses encontrados, por una parte, los encargados de su custodia, y por otra los que quieren encontrarlo para su beneficio propio. Esos intereses opuestos permanecen durante más de cuatro siglos hasta la actualidad, donde un nuevo personaje, encarnado en un joven profesor de historia, podría influir para que la balanza se incline en favor de uno u otro bando.

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– No hay nada que perdonar – respondió ella sonriente – lo has hecho muy bien, ya veo que con tus compañeras de la facultad has aprendido algo más que historia. Además, resultas de lo más gracioso pasando de estar completamente ausente a una reacción pasional digna de una escena de película.

En ese mismo instante, se produjo un pequeño estruendo provocado por un grupo de patos que levantaba el vuelo, agitando la superficie del agua y provocando unas olas diminutas. Ello fue la causa de que ambos jóvenes salieran del ensimismamiento transitorio en el que se encontraban, producto de una atracción tan correspondida como desconocida hasta ese instante, tanto para Juan como para Isabel.

A continuación siguieron paseando, relatando Juan que estaba terminando su doctorado, lo que complementaba dando clases en la misma facultad de historia como profesor no numerario. Después, preguntó a Isabel la razón por la que había ido a estudiar a Francia.

– Ya sabes que mis padres se separaron hace varios años cuando tu y yo éramos aun niños, por eso no se si recuerdas a mi padre – comenzó Isabel.

– La verdad, es que no tengo muchos recuerdos de él – Juan se esforzaba rebuscando en su memoria -, sólo sé que siempre que venía a pescar con mi abuelo, se acercaba para preguntarnos que tal nos iba con la pesca.

– Si – dijo Isabel entusiasmada -, yo también me acuerdo de eso, porque siempre le acompañaba en esos paseos.

– Claro, tu eras la niña con trenzas, que mientras tu padre encendía una pipa y fumaba conversando con mi abuelo, tu te dedicabas a molestarme diciéndome que no era capaz de pescar nada.

– Y tu, ni te inmutabas, seguías concentrado en la pesca y ni siquiera me dirigías la palabra.

Juan, miró fijamente a Isabel sin dirigirle la palabra por unos instantes, tal y como hacía en los tiempos a los que ella se refería.

– ¿Qué, no vas a decir nada? – preguntó Isabel esperando alguna respuesta de su interlocutor.

– Si quieres que sea sincero, la verdad es que lo único que me apetecía en aquella época, era tirarte al agua. Pero comprenderás que delante de tu padre y mi abuelo nunca me atreví a hacerlo.

– Bueno, ahora no están ni mi padre ni tu abuelo, así que estando solos te puedes quitar ese trauma de la infancia tirándome al agua.

Juan miró a Isabel con una sonrisa en el rostro acompañada de una expresión cargada de ternura.

– Tranquila, que no tengo ningún trauma de la infancia y ahora en lugar de tirarte al agua me apetece más hacer otras cosas contigo.

Nada más terminar la frase, la cara de Juan se sonrojó como un tomate maduro, y sólo supo añadir que lo sentía y que no le interpretase mal.

– Te he interpretado perfectamente, porque te has explicado muy bien, así que no te hagas ahora el estrecho.

– Bueno, en todo caso disculpa, no es cuestión de estrecheces, pero hace mucho tiempo que no nos veíamos y no quiero pecar de descortés.

– Relájate – dijo Isabel haciéndole una caricia en la mejilla y agarrándole de brazo para retomar el paseo -, no has sido para nada descortés.

Continuaron caminando un buen rato rodeados de un completo silencio, alterado únicamente por el sonido de algún conejo que paralizado bajo un tomillo, repentinamente corría despavorido ante la proximidad de la pareja de jóvenes, confundiéndoles posiblemente con la presencia de un cazador.

Finalmente, Isabel decidió volver al tema de conversación donde lo habían dejado previamente.

– Aunque dices que no tienes traumas de la infancia, Joaquina me ha dicho que lo de tu abuelo te afectó bastante.

– Joaquina me conoce bien y además, tanto ella como Amalio, fueron testigos casi directos de lo que sucedió el día que mi abuelo sufrió el infarto. Si no me equivoco, ello fue a pocos metros de donde nos encontramos justo ahora.

– Perdona, no pretendía que revivieses escenas que seguramente son muy tristes para ti.

– No te preocupes, la verdad es que después de aquello lo que menos me apetecía era volver a este sitio a pescar, pero ya sabrás por Joaquina o por tu madre, que hace tan solo unos día estuve aquí pescando con mi padre.

– Y, ¿no te afectó?

– Pues no, disfrutamos de lo lindo con la pesca e incluso recordamos anécdotas del abuelo. Al final los malos recuerdos se diluyen con el paso del tiempo y sólo quedan en la memoria los buenos.

No obstante, Juan tuvo que reconocer que en muchas ocasiones extrañaba a su abuelo y le encantaría seguir disfrutando de su compañía.

– ¿Te imaginas?, si estuviera vivo podría aconsejarme sobre como enfocar mi tesis doctoral y obviamente seguiríamos disfrutando de la pesca en tu lago.

– Claro que puedo imaginármelo, pero las cosas son como son y a veces no podemos cambiarlas. Sin embargo la vida sigue y, tal y como tu mismo has dicho, lo importante es quedarnos con lo buenos recuerdos.

En ese momento, Juan pasó su brazo por el hombro de Isabel y la atrajo hacia si para darle un inocente beso en la frente.

– Sentémonos aquí – propuso Isabel aprovechando que habían llegado a una roca que se introducía como un dique en el lago y que en su parte superior ofrecía una superficie plana para poder acomodarse sentados o tumbados -, así recibiremos directamente la energía de los rayos del sol.

Juan ayudó a Isabel a trepar a la roca y cuando vio que estaba segura, volvió sobre sus pasos para coger unas cuantas piedras del camino. Escogía las que fueran del tamaño de una ciruela y siempre que fueran planas.

– ¿Se puede saber qué estás haciendo? – preguntó Isabel un tanto inquieta -, ¿no pretenderás dejarme aquí sola?

– Tranquila, que no te voy a abandonar – respondió él desde el camino que rodeaba el lago -, sólo estoy cogiendo unas cuantas piedras y ahora verás lo que pretendo con ellas.

A continuación, Juan trepó con agilidad hasta la roca en la que se encontraba Isabel medio tumbada disfrutando del astro rey, y pasó por encima de ella para llegar hasta el extremo de la roca que se sumergía en las tranquilas aguas del lago.

– ¿Estás preparada?

– No sé – respondió Isabel sorprendida -, ¿para qué tengo que estar preparada, o qué quieres que haga?

– Simplemente observa y cuenta los saltos que darán las piedras que voy a lanzar sobre el agua.

Juan se dispuso a lanzar la primera la primera piedra, flexionó las rodillas, giró la cadera y efectuó el lanzamiento. Cuando la piedra toco el agua y rebotó, Isabel empezó a contar.

– Uno, dos, tres, cuatro…

Los dos jóvenes observaron como después del cuarto rebote en el agua, la piedra se había hundido definitivamente en el fondo del lago.

– Este ha sido sólo de prueba, porque hacía mucho tiempo que no practicaba – dijo Juan acercándose hasta la posición de Isabel -, ¿estás preparada para un lanzamiento serio?

– Lanza cuando quieras.

El lanzador realizó el mismo ritual del primer lanzamiento, flexionado las rodillas y girando la cadera.

– Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis,…- fin del conteo de Isabel -, increíble, como lo haces.

– Ven, acércate y prueba por ti misma – invitó Juan tendiendo su mano -, verás que no es tan difícil.

Isabel se levantó y con pasos cortos y temerosos para no caer al agua, se fue aproximando hasta coger la mano de Juan. Éste le explicó como tenía que realizar el lanzamiento para que fuese efectivo, tratando de conseguir el mayor número de saltos sobre el agua antes de hundirse.

Tal y como le había indicado su instructor, Isabel cogió la piedra entre sus dedos pulgar e índice por la parte mas estrecha para mantener la cara plana de la misma paralela a la superficie del agua. Según le había indicado Juan, esa era la clave para que la piedra se pudiera deslizar sobre el agua y saltase en lugar de hundirse.

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