– Comandante, no quiero que interpretéis mal mis palabras, pues de sobra sabéis lo agradecido que os estoy, no sólo por todo lo que me habéis enseñado durante esta travesía, sino principalmente porque habéis colaborado sin menoscabo alguno con la misión que nuestro rey nos ha encomendado. No obstante - el jerónimo hizo una pausa para no herir la susceptibilidad del militar -, lo que realmente quiero decir es…
– Dajaos de rodeos e id al grano fray Pedro, pues será la única forma de que nos entendamos.
– A fuer de ser sincero comandante, he de deciros que creo que llevamos demasiado tiempo en esta isla, y ciertamente no soy capaz de entender por qué todavía no hemos partido hacia nuestro destino en la ciudad de Cartagena de Indias.
Antonio Alvear no recibió de buen grado la impaciencia de fraile, teniendo en cuenta las circunstancias en las que se encontraban.
– Voto a Dios que me sorprende que un hombre de vuestra inteligencia no sea consciente de lo que ha impedido nuestra partida.
– Voto a Dios, y que Dios me perdone por mentar su nombre en estas circunstancias, que no alcanzo a comprender los motivos que vuestra merced ve con tanta claridad.
El comandante de la flota hizo acopio de toda su paciencia, templó sus nervios e hizo propósito de no emitir juramentos antes de proceder a explicar al jerónimo las razones que les retenían en Puerto Rico.
– En primer lugar, aun no se ha concluido la descarga de los adoquines de las bodegas de los dos últimos galeones, lo cual se debe a vuestra insistencia en poner a prueba mis barcos.
– De acuerdo, no os alteréis – dijo fray Pedro en un intento de conciliarse con Antonio Alvear -, asumo mi culpa en lo que se refiere a los adoquines.
– En segundo lugar – continuó el comandante mas calmado al ver la nueva actitud del monje -, estamos avituallándonos para una travesía corta hasta Cartagena, ya que quizás no os hayáis dado cuenta, pero antes de nuestra llegada a esta isla habíamos agotado prácticamente todos nuestros víveres.
– Está bien, entiendo vuestras razones y os pido disculpas por mi ignorancia al respecto. También quiero que entendáis que no quiero apuraros, pero ya sabéis que aun estamos lejos de cumplir con la misiva real que tenemos encomendada, por ello me gustaría preguntaros, ¿cuándo creéis que estaremos listo para partir de nuevo?
– No debéis preocuparos demasiado, pues si Dios nuestro Señor lo quiere y la climatología no lo impide, pasado mañana partiremos hacia nuestro próximo destino. Así que sed paciente y orad para que el astro rey siga radiante como hasta ahora y los vientos que insuflan aire en nuestras velas no se conviertan en huracanes.
Tras escuchar las ultimas frases del militar, fray Pedro se santiguó antes de responder al comandante.
– Podéis estar seguro, que todos los día pido al Altísimo que no nos abandone en esta travesía.
– No me cabe ninguna duda que oráis diariamente por todos nosotros, y ello es fundamental para el éxito de nuestra misión, pues lamentablemente y como tendréis ocasión de comprobar, no serán los elementos atmosféricos los únicos obstáculos que tendremos que sortear.
La preocupación de fray Pedro no se circunscribía al tiempo que duraría la navegación, y los problemas que se encontrarían durante la misma, sino más bien a la incertidumbre que tenía sobre si serían capaces de conseguir el tesoro que se proponían transportar hasta España en las bodegas de los quince galeones.
Tal y como había pronosticado el comandante Alvear, sólo habían transcurridos dos días desde su tensa conversación con el jerónimo, cuando la flota se dispuso a abandonar la isla boricua.
El día que abandonaron la isla, el gobernador acudió al puerto a despedir a la flota y allí hizo entrega a fray Pedro de un legajo con diferentes cartas para la corte. De esta forma los mismos navíos que habían arribado a Puerto Rico, levaron anclas para partir hacia Cartagena de Indias navegando sobre las aguas verde esmeralda del mar Caribe.
CAPITULO III
LA GRANJILLA (EL PARQUE DE LA FRESNEDA) – AÑO 2014
Despuntaba un espléndido y soleado día primaveral en la sierra de Guadarrama mientras caminaban Juan y su padre, el doctor Alejandro Ibarra, por el camino de entrada a la finca de La Granjilla cargados con sus cañas y cestas de pescar. A un lado del camino y limitando el ancho del mismo, se hallaba un muro centenario de mampostería en seco de metro y medio de altura, mientras que al otro se extendía la finca, resaltando en su superficie peñas graníticas de distintos tamaños cubiertas de musgo y liquen, así como numerosos árboles, predominando fresnos, robles y encinas.
Juan tenía una constitución semejante a la de su padre, ambos eran altos y excesivamente delgados, aunque la delgadez era más llamativa en el caso del hijo por tener una estatura superior a la de su progenitor. Alejandro tenía el cabello totalmente blanco mientras que Juan lo tenía castaño, el mismo color que mostraban los ojos de ambos. Observaban el paisaje distraídamente cuando les salió al paso el guardés de la finca.
– Buenos días, se puede saber dónde van ustedes – les interpeló el guardés con rudeza como a cualquiera que hubiera invadido una propiedad privada.
– Buenos días Amalio, ¿tanto he cambiado que ya no me reconoces? – respondió con amabilidad Alejandro deteniéndose frente al guardés y posando la mano sobre el hombro de su hijo.
– ¡Uy! Perdone doctor Ibarra, es que cada día ando peor de la vista y además al verle con este joven…- dijo haciendo una pausa mientras observaba a Juan -, hay que ver Juanito, si hace unos días no levantabas un palmo del suelo y ya eres más alto que tu padre.
– Por cierto, ¿qué tal sigue Joaquina? – continuó el doctor Ibarra interesándose por la salud de la esposa del guardés.
– Pues gracias a los remedios que usted le recetó se encuentra perfectamente, pero acompáñenme que Joaquina acaba de preparar café.
Amalio, era un hombre ya entrado en años y de estatura corta, pero aun suficientemente ágil y recio gracias a la actividad que realizaba diariamente en las labores del campo. Con dos zancadas rápidas, se adelantó para entrar en la casa y anunciar a su esposa la llegada de los dos invitados.
Nada más cruzar hacia el interior de la humilde vivienda que habitaban los guardases, tanto el padre como el hijo no pudieron disimular su deleite al percibir el aroma a café recién hecho.
– ¡Doctor! – dijo la guardesa con un gesto de admiración hacia don Alejandro – pase y siéntese que ahora mismo le pongo un café con un poquito de leche como a usted le gusta.
– Hola Joaquina – saludó cariñosamente Juan que entraba en la estancia tras su padre - , ¿habrá para mi otra taza de ese café que huele tan bien?
– ¡Pero Juanito hijo! – exclamo la mujer totalmente sorprendida - , si ya eres más alto que tu padre. Estás hecho todo un hombre, pero sigues teniendo la misma cara de niño bueno que parece que nunca ha roto un plato.
Joaquina tuvo que empinarse y Juan agacharse, para recibir un par de sonoros besos y las correspondientes carantoñas de la guardesa para expresar el inmenso cariño que sentía hacia quien había conocido siendo un niño, y que ahora se había convertido en un joven espigado.
Habían transcurrido más de diez años desde la última vez que Juan había ido a pescar a la Granjilla con su abuelo, un prestigioso profesor de historia, que murió de un infarto ese mismo día mientras sostenía la caña de pescar. Por esa razón, Juan que por entonces acababa de cumplir doce años quedó tan afectado que no había querido volver a ese lugar. Aquel suceso también influyó en la decisión de Juan de convertirse en historiador.
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