Miguel Angel Heras - El tesoro oculto de los Austrias

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El tesoro oculto de los Austrias: краткое содержание, описание и аннотация

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En el siglo XVI, Felipe II decide construir su magna obra, el Monasterio de El Escorial. Tras la sucesión de una serie de acontecimientos históricos, se siente inducido a reunir un gran tesoro procedente de sus dominios en América. Desde que surgen rumores sobre la existencia de ese tesoro, se produce el enfrentamiento entre dos grupos con intereses encontrados, por una parte, los encargados de su custodia, y por otra los que quieren encontrarlo para su beneficio propio. Esos intereses opuestos permanecen durante más de cuatro siglos hasta la actualidad, donde un nuevo personaje, encarnado en un joven profesor de historia, podría influir para que la balanza se incline en favor de uno u otro bando.

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– ¿Y usted cree que nosotros podríamos averiguar si ese túnel existe en realidad? – preguntó Juan intrigado.

– Mira hijo, para averiguarlo sólo hay una forma, que es localizando la entrada o la salida del túnel, porque el resto al estar bajo tierra es imposible que podamos verlo.

Juan estaba distraído meditando sobre lo que su padre acababa de decirle cuando sintió un pequeño tirón en la caña y vio como se tensaba el sedal, lo cual le hizo regresar de sus reflexiones legendarias a la realidad del hermoso entorno natural que le rodeaba. Se concentró en tirar con una mano suavemente de la caña mientras con la otra hacía girar el carrete recogiendo hilo. Repitiendo esa misma operación, poco a poco, consiguió sacar del agua la primera carpa del día.

La segunda carpa, también picó en la caña de Juan, por lo que no pudo reprimirse y lanzó a su padre una pregunta con cierto sarcasmo.

– ¿Estás seguro de que has puesto bien el cebo? – dijo mirando hacia el agua y con una leve sonrisa.

– No te vanaglories tanto, aunque parece que no has perdido tus facultades, hasta ahora has tenido simplemente más suerte que yo, pero como dice el refrán, esto no es como empieza, sino como termina, y además hasta el rabo todo es toro.

– Ya padre, pero no olvide que el refranero dice también que a quien madruga Dios le ayuda.

– Claro hijo – replicó el doctor Ibarra -, y también que no por mucho madrugar amanece más temprano.

Estaban precisamente en ese debate sobre el pozo de sabiduría que representa el refranero español, cuando Alejandro Ibarra consiguió su primera pieza, lo cual celebraron ambos con inusitada algarabía.

Tras conseguir algunas carpas más de diversos calibres, decidieron hacer un alto a media mañana para degustar un bocadillo de fiambre y empinar la bota de vino que conservaban desde los tiempos en que el abuelo iba a pescar.

Una vez que dieron cuenta de sus respectivos bocadillos y tras compartir un último trago de vino, continuaron con su rutina para pacientemente incrementar el número de piezas conseguidas.

Cuando el sol lucía en lo más alto y con sus respectivas cestas llenas de carpas, la pareja de pescadores recogió sus aparejos y con la sensación de haber gozado de una estupenda jornada matutina de pesca, se dirigieron hacia la casa grande de la finca.

Se aproximaban el doctor Alejandro Ibarra y su hijo Juan a la vetusta construcción, cuando bajo el umbral de la puerta apareció una mujer de una edad que debía rondar el medio siglo, elegantemente vestida con blusa blanca y pantalón de color pardo ajustado, que resaltaba una sensual figura que había conservado desde su juventud. Completaban el conjunto unas botas camperas y un pañuelo anudado alrededor de un esbelto cuello sobre el que descansaba la cara de una mujer madura sin apenas arrugas y con media melena perfectamente peinada.

– Mercedes, no se como lo haces pero no pasan los años por ti – dijo el doctor besando la mano de la dama en un derroche de galantería.

– Alejandro, tu tan amable como siempre - decía la señora cuando tornó la vista por encima del hombro del doctor -. Y este joven tan espigado supongo que es tu hijo, aquel niño que solía visitarnos con su abuelo después de pescar.

Juan que hasta el momento se había mantenido unos pasos detrás de su padre, se adelantó hasta la posición de éste.

– Si señora, soy Juan, el mismo niño que usted menciona – respondió el joven estrechando la mano de Mercedes.

– Bueno, acerquémonos a la mesa, ya que sabiendo que veníais nos han preparado un pequeño aperitivo para que repongáis fuerzas mientras conversamos – invitó la señora señalando una mesa circular de piedra que se encontraba en el exterior de la casa. Sobre ella había una jarra de fresca limonada, tres vasos y un par de platos con aceitunas y almendras. Todo ello, al cobijo de la sombra que proyectaba el fresno protector bajo el que se encontraban.

Mientras Mercedes llenaba los vasos de limonada y el doctor se sentaba en un banco de piedra, Juan dirigió su mirada hacia el edificio conocido como la Casa de Su Majestad, el cual construido en mampostería de granito, tenía sus esquinas reforzadas con sillares. Como tantas otras veces en su niñez, llamó la atención del joven la impresionante puerta principal, con su marco flanqueado por pilastras fajeadas sobre las que apoyaba un dintel realizado con dovelas. Por encima del dintel, resaltaba un frontón triangular, con dos florones descansando en sus extremos y una ventana situada sobre su eje.

Estaban disfrutando del aperitivo, cuando Juan explicó a su anfitriona el motivo de la tesis doctoral que estaba elaborando y manifestó, que sería un honor y una ayuda inestimable, poder contar con la información que le pudiese proporcionar la mujer que más sabía sobre la estancia de Felipe II y los jerónimos en la Granjilla.

Ante la propuesta del joven, Mercedes se levantó de su asiento y cruzando los brazos comenzó a caminar alrededor de la mesa parándose nuevamente frente a Juan para poner condiciones a su colaboración.

– Muy bien jovencito, haremos un trato – dijo mirándole fijamente a los ojos con cierto aire de misterio -. Yo te enseñaré todo lo que sé y te mostraré hasta el último rincón de este lugar, pero a cambio me mantendrás al corriente de tus conclusiones y me entregarás una copia de tu tesis.

– Si eso es todo, por mi parte no hay ningún problema, así que supongo que tenemos un acuerdo – respondió Juan levantándose a su vez y tendiendo la mano derecha a su nueva socia.

La mujer estrechó con sus dos manos la del joven y tomaron nuevamente asiento para seguir degustando el aperitivo junto al doctor que, impasible, había observado la escena del acuerdo entre su hijo y la dueña de la finca. Una vez terminada la limonada, y para empezar a poner en práctica lo acordado, la anfitriona invitó a sus dos visitantes a recorrer el interior de la casa.

– Ésta como ya debes saber – dijo Mercedes dirigiéndose al joven –, es la denominada Casa de Su Majestad, ya que es la que eligió Felipe II como su residencia en esta finca que ahora conocemos como la Granjilla, pero que en aquellos tiempos se llamaba Parque de la Fresneda.

Mercedes continuó su relato indicando que en la mansión original de los Avendaños, antiguos propietarios, el monarca decidió derribar todo el interior, respetando sólo las cuatro paredes exteriores, elevando algo más de medio metro cada una de ellas para poder construir un segundo piso y rematar el edificio rectangular con una cubierta de pizarra a dos aguas, conservándose así hasta nuestros días.

– Las malas lenguas cuentan algo que no sabrás, porque usualmente no aparece en los libros de historia – dijo Mercedes despertando aun más la atención del joven Ibarra -. Algún historiador, comenta que Felipe II adquirió esta casa para poder mantener en ella relaciones con su amante Isabel Osorio de Cáceres, la cual curiosamente es antepasada mía.

– Pues la verdad, es la primera vez que escucho algo así. Además, generalmente Felipe II aparece en los libros de historia como un personaje poco propenso a tener amoríos extramatrimoniales, y más teniendo en cuenta su apego a un catolicismo recalcitrante.

Primero recorrieron la planta baja, en la que se entretuvieron especialmente contemplando los tapices gobelinos que databan de la época en la que Felipe II adquirió la propiedad. Después ascendieron al primer piso para visitar los distintos aposentos, incluyendo los cuartos de baño, que lógicamente se correspondían con los tiempos actuales y no conservaban de su estado original más que los muros exteriores y las ventanas.

Finalmente, una vez recorridas todas las estancias, siempre atentos a las detalladas explicaciones que la anfitriona daba a sus dos invitados, regresaron al exterior de la casa.

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