Miguel Angel Heras - El tesoro oculto de los Austrias

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En el siglo XVI, Felipe II decide construir su magna obra, el Monasterio de El Escorial. Tras la sucesión de una serie de acontecimientos históricos, se siente inducido a reunir un gran tesoro procedente de sus dominios en América. Desde que surgen rumores sobre la existencia de ese tesoro, se produce el enfrentamiento entre dos grupos con intereses encontrados, por una parte, los encargados de su custodia, y por otra los que quieren encontrarlo para su beneficio propio. Esos intereses opuestos permanecen durante más de cuatro siglos hasta la actualidad, donde un nuevo personaje, encarnado en un joven profesor de historia, podría influir para que la balanza se incline en favor de uno u otro bando.

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Desde muy pequeño comenzó a acompañar a su abuelo los días previos de preparación al día de pesca. Al amanecer se acercaban al campo, removiendo la tierra en lugares húmedos para recolectar gusarapas y lombrices rojas que Juanito se encargaba de introducir en frascos de cristal, con la tapa metálica agujereada para permitir el paso de oxígeno suficiente y así, mantener el cebo con vida hasta que se convirtiese en el alimento trampa de los peces.

Los días de pesca, el abuelo se marchaba solo por la mañana temprano, y generalmente regresaba al atardecer con la cesta llena para deleite de su nieto, que entusiasmado recibía al abuelo portador de los trofeos conseguidos.

Durante un tiempo se repitió la misma rutina, el día previo buscando conjuntamente el cebo, y al día siguiente el nieto esperando en casa a que su abuelo regresara con la pesca. Hasta que un día, al volver del campo con los frascos repletos de lombrices, un regalo del abuelo estaba esperando sobre la cama de Juan. Eran su primera caña de pescar y su cesta.

Con la emoción de su primer día de pesca, el entonces niño, prácticamente no pegó ojo en toda la noche y antes de que amaneciese, ya estaba esperando al abuelo preparado para su primera jornada como pescador.

Desde ese día en que el abuelo empezó enseñándole lo más básico del arte de la pesca, siempre fueron juntos a pescar hasta aquel fatídico día.

Juan estaba consiguiendo por primera vez más piezas que su abuelo, quien le estaba diciendo que tendrían que celebrar que con tan solo doce años el alumno había superado al maestro. Repentinamente, el viejo profesor de historia sintió un fuerte dolor en el pecho, quedándole fuerzas únicamente para decir a su nieto que corriese a casa de Joaquina y Amalio para avisarles que no se encontraba bien.

Cuando el niño regresó con Amalio, mientras Joaquina llamaba por teléfono al doctor Alejandro, el profesor Ibarra yacía sin vida junto a la orilla del lago. Era la primera vez que Juan veía una persona muerta, y tuvo que ser precisamente la persona que más quería en ese momento, lo cual provocó tal trauma en el entonces niño, que no quiso volver a pescar en La Granjilla.

Una vez más y después del tiempo transcurrido, Juan intentaba evocar la imagen de su abuelo, pero sólo alcanzaba a recordar la escena lúgubre con su abuelo inmovilizado por el efecto de la muerte y él inmovilizado también como una estatua de sal, sin emitir sonido alguno e incapaz de derramar una sola lágrima.

No era capaz de recordar como era aquel día, supuestamente siempre que iban a pescar el día era soleado, pero todas las imágenes que venían a su mente eran oscuras, como si en aquel día sólo se cerniesen sobre ellos negras nueves presagiando una terrible tormenta.

Recordaba como Amalio acomodaba el cuerpo sin vida de su abuelo, intentando encontrarle el pulso infructuosamente, justo cuando llegó el doctor Ibarra para certificar que su padre había fallecido.

Ni siquiera ahora, con aquel suceso superado, sabía Juan determinar el tiempo que estuvo contemplando el cuerpo sin vida de su abuelo, mientras era incapaz de mover un solo músculo. Sólo cuando fue confirmada la muerte por su padre, quien entonces le rodeó con un fuerte abrazo, reaccionó Juanito para prorrumpir finalmente en un llanto desconsolado.

– ¿Y qué ha sido de tu vida todos estos años? – preguntó al joven Ibarra el guardés, sin poder disimular un cierto halo de tristeza -, no sabes cuantas veces Joaquina y yo os mentamos a ti y a tu abuelo, recordando cuando veníais a pescar juntos.

Antes de que Juan respondiera, el doctor Alejandro Ibarra les puso al corriente de que su hijo se había licenciado en historia y ahora estaba trabajando en su tesis doctoral, la cual versaba sobre Felipe II y la Orden de los Jerónimos en la época de la construcción del Monasterio de El Escorial.

– Por eso después de pescar – continuó el doctor -, queremos acercarnos a la casa grande para que doña Mercedes le cuente a Juan la historia de esta finca, que es en realidad donde habitaron los primeros jerónimos, y el propio monarca algunas temporadas hasta que se construyó el monasterio.

– Pues ya verás – sentenció Joaquina dirigiéndose a Juan - como doña Mercedes te va a ilustrar sobre todo ello, porque nadie mejor que ella conoce la historia de La Granjilla.

La guardesa, cogía la mano de Juan y le daba golpecitos en el hombro, no pudiendo refrenar la predilección que siempre había sentido por ese niño, sin terminar de aceptar que ya se había convertido en todo un hombre.

– Si van a pescar, vayan por la orilla norte del estanque grande, que es donde últimamente mejor pican las carpas – recomendó Amalio -, ahora Joaquina avisará a doña Mercedes que más tarde irán a visitarla.

Después de las despedidas y parabienes habituales, padre e hijo reiniciaron su andadura por la senda del camino principal de la finca hasta llegar a un estanque pequeño desde donde se adentraron por un sendero angosto que discurría entre fresnos para desembocar finalmente en un lago conocido como el estanque grande, el cual se desplegaba en toda su magnitud, iluminado en su dimensión más larga por el primer sol de la mañana que asomaba por el este.

Mientras caminaban, Juan comentó a su padre que había encontrado a los guardeses, tal y como los recordaba desde hacía diez años.

– Es como si no hubiesen pasado los años por ellos, quizás Amalio esté un poco mas encorvado y Joaquina con algún kilo más, pero realmente se conservan de maravilla.

– Eso es por lo saludable de la vida en el campo, que proporciona más salud que cualquier medicina.

Una vez rodeada casi la mitad del perímetro del lago, llegaron al sitio que tras la recomendaciones de Amalio, habían decidido que era el idóneo para tirar las cañas y probar suerte. Dispusieron el cebo en sus respectivos anzuelos y lanzaron los sedales hacia el centro de la superficie acuática en busca de los peces, para a la sazón convertirlos en pescados.

El día resultaba de lo más esplendido, soleado pero sin provocar un calor excesivo, lo típico de un día primaveral en la sierra de Madrid. Durante esos primeros instantes de concentración en el arte de la pesca, ambos se mantuvieron en silencio, como si de un ritual previamente pactado se tratase.

Los único sonidos perceptibles eran el trino de algún pájaro, y el monótono canto de los grillos que presagiaban la llegada del calor veraniego. Transcurridos unos minutos y sin que todavía ningún pez hubiese mordido el anzuelo, Juan decidió romper el silencio que se había establecido entre ellos y aprovechar el remanso de paz en el que se encontraban para conversar con su progenitor.

– Padre, cuando venía a pescar con el abuelo me contaba siempre una historia, que con la inocencia de la niñez creí a pies juntillas, pero ahora con el paso de los años y después de todo lo que he leído en los libros de historia, me parece un tanto inverosímil.

El doctor Ibarra, tan absorto como estaba en el sedal de su caña, apenas percibió que su hijo le estaba hablando, por lo que este último tuvo que repetir lo mismo nuevamente.

– Y qué es lo que te contó el abuelo.

– Pues que Felipe II y los primeros frailes jerónimos vivieron en esta finca mientras se construía el monasterio y …

– Pues eso no tiene nada de inverosímil y además siendo historiador ya deberías haberlo comprobado – interrumpió Alejandro antes de que su hijo terminase.

– Eso ya lo sé, pero es que me dijo también que existe un túnel que comunica esta finca con el monasterio, aunque nunca me dijo donde se encuentra exactamente ese túnel. Y precisamente, la existencia de ese misterioso túnel es lo que me parece inverosímil.

– Bueno, es que eso mismo le contó a él su padre y a éste el suyo. Y así ha venido ocurriendo desde tiempo inmemorial, pasando de boca en boca, generación tras generación sin que sepamos si se trata de una historia real o simplemente de una leyenda.

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