– Mirad padre, la parte de allá al frente se llama proa, la posterior a nuestras espaldas es la popa, el lado izquierdo siempre mirando hacia la proa lo denominamos babor y este otro lado estribor. Para evitar equívocos a la hora de transmitir las órdenes, en un barco nunca escucharéis derecha ni izquierda, sólo babor y estribor.
Con el paso de los días, y viendo que el fraile resultaba ser un alumno aventajado, el comandante decidió continuar instruyéndole cada vez más. Así, durante los días que iban sucediéndose, fue enseñándole los nombres de los palos, trinquete, mayor y de mesana, así como la denominación de las distintas velas, como la de trinquete, la mayor, la de gavia, la cangreja, los juanetes, la sobremesana y los foques, indicándole cuales servían para impulsar el barco y cuales para ayudar en las maniobras de giro. También le describió las distintas partes de la cubierta, mostrándole el alcázar, el combés y el castillo de proa, para seguir con la batería de cañones allí instalada y luego descender a la batería inferior, la cual contaba con la mayoría de cañones.
Después de varias semanas, iniciaron el aprendizaje del arte de la navegación, donde fray Pedro se familiarizó con el manejo del sextante y la interpretación de las cartas náuticas. Al poco tiempo, el comandante Alvear le animó a que impartiera órdenes tanto a la marinería como a los oficiales en cuanto al rumbo que debían seguir y al izado y arriado de las distintas velas.
Por último, una vez superadas todas las pruebas satisfactoriamente, el comandante permitió a fray Pedro anotar las incidencias acontecidas diariamente en el libro de bitácora.
Tras algo más de dos meses de travesía, en la que toda la vista se había reducido a la inmensidad de un mar verdoso que confluía en la línea del horizonte con el azul del cielo, como un presagio de que se aproximaban a tierra firme, empezaron a aparecer algunas gaviotas sobrevolando los barcos. No había transcurrido una hora desde la aparición de la primera gaviota, cuando avistaron la isla de Puerto Rico. Todos los hombres que componían las tripulaciones de los 15 navíos, sintieron una emoción especial, pues sabían que aunque la muerte les había estado rondando, de momento habían superado el peligro que siempre suponía la travesía del océano.
Ingresaron en la bahía de San Juan, cuya entrada estaba protegida por los amenazantes cañones de la fortaleza del Morro, la cual divisaron por babor. Una vez que todos los navíos estaban al resguardo del puerto natural que suponía la bahía y antes de desembarcar, fray Pedro de la Serna comunicó al comandante Alvear que los galeones habían pasado la prueba de sobrecarga satisfactoriamente, por lo que podrían vaciarse sus bodegas de adoquines, los cuales deberían destinarse al empedrado de las calles de San Juan.
– Fray Pedro – dijo el comandante mirando hacia el infinito -, sabéis de sobra que no era partidario de trasportar esos adoquines en mis galeones, pero tengo que reconocer que esa carga en la bodegas, probablemente haya evitado que nos fuéramos a pique cuando en medio de la tempestad colisionamos con el otro navío.
– Querido comandante, los designios del Señor son inescrutables y todo sucede por algo, aunque a veces no alcancemos a comprender su sentido.
Los viajeros recién llegados ingresaron en la ciudad atravesando la muralla por una entrada con forma de pórtico, dejando a la derecha sobre la muralla la fortaleza Palacio del Gobernador. Seguidamente, ascendieron por una empinada pendiente hasta desembocar en la calle del Cristo frente a la catedral, para terminar accediendo a su interior.
Era costumbre de los marineros, agradecer a Dios Todo Poderoso haber llegado sanos y salvos después de una travesía tan aventurada. El propio fray Pedro ofició una misa junto con el Dean de la catedral y acompañados por sus cuatro hermanos jerónimos.
Tras el acto litúrgico, y mientras la marinería se dirigía a los burdeles de la ciudad y cuatro de los frailes jerónimos buscaban aposento en el convento adyacente a la catedral, fray Pedro y el comandante Alvear se dirigieron a la fortaleza para entrevistarse con el gobernador.
Una vez presentadas sus credenciales, solicitaron avituallamiento para la flota y notificaron que era voluntad de Su Majestad que todas las calles aledañas a la catedral fueran empedradas con adoquín español, por lo que era necesario enviar hombres y carros al puerto para descargar la piedra acopiada en las bodegas de los galeones.
El gobernador, consciente de la firmeza con la que el comandante asentía a las explicaciones del religioso, no dudó un instante en facilitar todo lo que le fue solicitado.
Durante los pocos días que permanecieron en tierra, 18 hombres de la flota fueron apresados y encarcelados en las mazmorras de la fortaleza del Morro. Inmediatamente, el comandante Alvear quiso interceder por sus hombres, por lo que se personó en la residencia del gobernador para pedir explicaciones. El primer mandatario de la isla, le comunicó que existían cargos serios contra esos hombres por los graves disturbios que habían ocasionado en la ciudad debido al estado de embriaguez en el que se encontraban, lo que había tenido como consecuencia un muerto y tres heridos graves por los que tendrían que responder ante los tribunales de justicia.
– Gobernador, permitidme que os recuerde que no andamos sobrados de hombres, especialmente para nuestra travesía de regreso, durante la cual a buen seguro tendremos que repeler el ataque de los piratas, por lo que necesitaremos marineros que no carezcan de bravura y doy fe que los que habéis arrestado no carecen de ella.
– Comandante, no me cabe duda alguna sobre la bravura de vuestros hombres, pero en este caso esa bravura ha sido mal empleada y eso, es algo que no puedo tolerar si pretendo mantener el orden y la convivencia en esta isla. No obstante, consciente como soy de la importante misión que tenéis encomendada, os facilitaré 22 hombres experimentados en enfrentamientos con los piratas, que han solicitado desde hace tiempo el retorno a la Madre Patria. Además no debéis preocuparos por su instrucción, ya que llevan mucho tiempo acostumbrados a la disciplina militar – indicó el Gobernador con una sonrisa de complacencia.
– Siendo así, que se haga justicia con los malhechores y no os quepa duda que os estoy agradecido por dotarnos con esos 22 hombres, de lo cual me comprometo personalmente a que el rey sea informado detalladamente.
En adelante y para evitar mayores disturbios, el comandante ordenó prácticas militares diarias, de forma que la tripulación de la flota estuviese ocupada y agotada al final de cada jornada, sin energías para la pendencia.
Cada mañana nada más amanecer, los hombres que no tenían que permanecer de guardia en los galeones, formaban en la explanada aledaña a la fortaleza del morro para realizar ejercicios militares bajo la dirección de distintos oficiales. También, cada día se daban cita en las murallas de la fortaleza, fray Pedro y el comandante Alvear para planificar la siguiente etapa del viaje.
– ¿Habéis observado la tonalidad de las aguas de este mar? – preguntaba el comandante.
– Ciertamente, son distintas y más variadas que las de nuestras costas – respondía fray Pedro -, aquí me atrevería a decir que he detectado siete tonalidades distintas del color verde.
– Todo se debe a la inclinación del sol y a los fondos marinos que son diferentes a los nuestros.
A pesar de que la compañía del comandante le resultaba de lo más complaciente al fraile, este último comenzaba a impacientarse debido a que la estancia en la isla se estaba alargando más de lo que él había supuesto.
Su obsesión era completar la misión que le habían encomendado, y para ello pensaba que cuanto antes abandonasen Puerto Rico, antes cumpliría su objetivo.
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